Por Israel Prieto
Todos descendemos de otros.
Todos venimos de otra parte.
Hasta los indios no son de aquí.
Vinieron de Asia hace millones de años.
Aquí no había nadie
Señora Vanina en Madre Dolorosa
Una tumba sin lápida
la pisotean toditos.
Nadie respeta una tumba señalada
por piedrecitas
María Bonifacia, El hermano incomodo
Seis siluetas de personas se observan en la
portada de “Todas las familias felices” de Carlos Fuentes en la edición de
Alfaguara del 2006. Las seis siluetas se dividen en dos grupos, donde cinco de
las sombras conforman uno, y apartada en otra esquina, una silueta solitaria
que, guiados por la forma de su cabello, insinúa ser una mujer. Del primer
grupo, sólo sobrevive a color un vestido largo de mujer, a rayas blancas,
grises y, por momentos, negras. En ese mismo grupo se deja ver la sombra de un
hombre con sombrero de charro. Eso es todo lo que muestra la portada del libro
de Carlos Fuentes. Una familia olvidada, arrasada por el tiempo, sin rostros, sin
la posibilidad de la reconstrucción de su historia. Una familia de las tantas
habitantes de México similares a las que pueden haber en el último rincón del
continente americano. Un continente forjado, desde sus orígenes, según las
leyes de la violencia. Continente en el que desde el principio la lucha ha sido
hacerse con una identidad, un nombre, una historia.
Pastor Pagán, Abraham Buenaventura, Doña Medea
Batalla, Marcelino Miles, Manuel Toledano, son algunos de los personajes que se
encuentran a lo largo de los dieciséis relatos de este libro de Carlos Fuentes.
Fuentes les asigna a todos sus personajes un nombre y un apellido. Parece ser
suficiente que en América Latina todos sus habitantes sean consumidos por
la masa. Los latinoamericanos por mucho
tiempo han visto limitada su existencia siendo datos de cualquier investigación
estadística gubernamental o sociológica. Tasas de corrupción, tasas de
mortalidad, zonas más violentas del continente. Tasa de hambruna, tasa de
alfabetización. Tasa de emigración. Sólo datos. Carlos Fuentes se encarga de
darle nombre a todos sus personajes en esta obra porque esa parece ser la
verdadera lucha del latinoamericano: hacerse un nombre. Identidad que se ha
intentado crear mediante la literatura, que a su vez se ha visto encasillada en
el llamado boom latinoamericano. Con
respecto a esto, Jorge Volpi, en El Insomnio
de Bolívar (2009), asegura que para la década de los noventa “no podíamos
mencionar a más de cuatro o cinco escritores posteriores al boom”.
Todas
las familias felices,
como su creador mismo se ha encargado de decirlo, no cumple la estructura para
ser una novela, pero etiquetarlo como un mero libro de relatos, tampoco sería
lo justo. Fuentes ha dicho que su libro podría categorizarse como un libro de
estructura coral, donde todos los cantos parecen
manejar la misma temática: la violencia.
¿Cómo puede ser violento un ciudadano latinomejicano – ese mexicano ficticio
que podría pasearse por cualquier nacionalidad del continente - que sólo quiere dejar de ser un dato estadístico
y convertirse en un nombre con identidad e historia propia? La respuesta parece
tenerla un personaje del primer relato del texto, pues argumenta que “para tener éxito, se necesitan
perdedores. Si no, ¿cómo sabes que te fue bien?”. Pero este llamado a pasar por encima del otro, de ver al otro como
una amenaza, no puede atribuirse como un descubrimiento de Carlos Fuentes, ni
mucho menos creer que este principio sólo aplica a la sociedad latinoamericana.
Todas las familias felices muestra
que el primer sujeto a vencer es el más próximo a uno mismo. Los hermanos
siempre ven entre sí una rivalidad, que dura para toda la vida. Los hijos solo
buscan el éxito con el fin de superar el de su padre. Demostrar quién es capaz
de obtener más, parece ser la única relación posible entre padre e hijo.
“Uno está predispuesto contra el forastero”, dice un cura en uno de los relatos.
Pero la lucha de demostrar superioridad parece ir siempre dirigida a la familia
que son precisamente, los seres más cercanos a nosotros. En este punto, uno de
los personajes de Fuentes, sufre al no saber qué o quiénes son los forasteros.
La imposibilidad de conocer quiénes son los otros. Peor aún, saberse sin
identidad o dudar de la que se tiene. José Nicasio era un indio que pintaba cuadritos y los vendía. Un hombre blanco
le dice que su arte puede venderse bien en la ciudad. José Nicasio decide irse
pero con su éxito llegan los cuestionamientos. Él asegura que su nueva
felicidad no alcanza a hacerlo olvidar su vieja felicidad de niño sin letras.
Para él, regresar al pueblo los domingos, era como ofender a los que se
quedaban, refregarles en la cara que había podido salirse y ellos no. Lo que lo
llevaba a preguntarse si tenía él más derecho de ser más que todos los que lo
vieron nacer, crecer, jugar, trabajar, lo que lo llevaba a una terrible sensación de
soledad: “yo estaba fuera de lugar en todas partes, en mi pueblo de indios, en
la capital de Oaxaca, en San Diego de California”.
Dice Carlos Fuentes en una entrevista con
referencia a este libro que “en nuestras sociedades la violencia se manifiesta
con hechos, no con palabras”. La sociedad latinoamericana es un caos. Una
escalera en la que todos queremos estar en la cima. En [Latinoamérica] lo único moral es hacer fortuna sin trabajar,
dice uno de los personajes. El sueño común de los latinomejicanos es ser
presidentes. Pero esta tierra parece estar dominada por un temor, sin entenderlo del todo, a la ola urbana que pueda arrasarlo todo.
Una cultura latinomejicana patriarcal donde
cada integrante del círculo familiar debe atenerse a lo ordenado por el padre.
Los hijos ven la casa, al hogar, como
el sitio donde sus necesidades están cubiertas de manera gratuita. La mujer
está condenada a las actividades del hogar. Solo Luz Pardo de Mayorga, es capaz
de desahogar cientos de años de represión de la mujer: “Denme algo – gritó -
¿por qué a mí nunca me dan nada? ¿No merezco nada?”. ¿Acaso el latinoamericano
no merece nada? ¿De quién espera recibir
lo que cree merecer?
El narrador anuncia en uno de los cantos de este libro que, “nada se
pierde en Centroamérica / todo se hereda / todo el rencor pasa de mano en mano”. Parece que la manera de ser
reconocidos como latinoamericanos es mediante la dualidad de agredido y
agresor. Violence is the name
of the game.
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Israel Prieto (Maracaibo, 1991). Licenciado
en Educación Mención Lengua y Literatura por la Universidad Católica
Cecilio Acosta (Maracaibo, Edo. Zulia). Actualmente está cursando la Maestría
en Literatura Venezolana en la Universidad del Zulia y Comunicación Social,
mención Periodismo Impreso, en la misma casa de estudios.
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