“Al
contrario de tantos escritores que desearían ser los únicos en el mundo, él
[Carlos Fuentes] quisiera celebrar todos los días la fiesta de que cada día
seamos más y más jóvenes los escritores del mundo. Tengo la impresión de que él
sueña con un planeta ideal habitado en su totalidad por escritores, y sólo por
ellos. A veces he tratado de aguarle el entusiasmo diciéndole que ese lugar ya
existe: es el infierno. Pero no lo cree, ni siquiera en broma (como yo se lo
digo desde luego), porque su fe en el destino mesiánico de las letras no
reconoce límites. Ni admite broma, por supuesto. Un escritor así, siendo tan
buen escritor, es dos veces bueno”
__________________________________________________________
Carlos Fuentes
Tres cuentos
Chac mool, 2004. Óleo de Noé Katz |
Chac Mool
Hace
poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa.
Aunque había sido despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo
resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión
alemana, comer el choucrout endulzado por los sudores de la cocina tropical,
bailar el Sábado de Gloria en La Quebrada y sentirse “gente conocida” en el
oscuro anonimato vespertino de la Playa de Hornos. Claro, sabíamos que en su
juventud había nadado bien; pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como
se le veía, ¡intentar salvar, a la medianoche, el largo trecho entre Caleta y
la isla de la Roqueta! Frau Müller no permitió que se le velara, a pesar de ser
un cliente tan antiguo, en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un
baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido dentro
de su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado
de huacales y fardos la primera noche de su nueva vida. Cuando llegué, muy
temprano, a vigilar el embarque del féretro, Filiberto estaba bajo un túmulo de
cocos: el chofer dijo que lo acomodáramos rápidamente en el toldo y lo
cubriéramos con lonas, para que no se espantaran los pasajeros, y a ver si no
le habíamos echado la sal al viaje.
Salimos
de Acapulco a la hora de la brisa tempranera. Hasta Tierra Colorada nacieron el
calor y la luz. Mientras desayunaba huevos y chorizo abrí el cartapacio de
Filiberto, recogido el día anterior, junto con sus otras pertenencias, en la
pensión de los Müller. Doscientos pesos. Un periódico derogado de la ciudad de
México. Cachos de lotería. El pasaje de ida -¿sólo de ida? Y el cuaderno
barato, de hojas cuadriculadas y tapas de papel mármol.
Me
aventuré a leerlo, a pesar de las curvas, el hedor a vómitos y cierto
sentimiento natural de respeto por la vida privada de mi difunto amigo.
Recordaría -sí, empezaba con eso- nuestra cotidiana labor en la oficina; quizá
sabría, al fin, por qué fue declinado, olvidando sus deberes, por qué dictaba
oficios sin sentido, ni número, ni “Sufragio Efectivo No Reelección”. Por qué,
en fin, fue corrido, olvidaba la pensión, sin respetar los escalafones.
“Hoy
fui a arreglar lo de mi pensión. El Licenciado, amabilísimo. Salí tan contento
que decidí gastar cinco pesos en un café. Es el mismo al que íbamos de jóvenes
y al que ahora nunca concurro, porque me recuerda que a los veinte años podía
darme más lujos que a los cuarenta. Entonces todos estábamos en un mismo plano,
hubiéramos rechazado con energía cualquier opinión peyorativa hacia los
compañeros; de hecho, librábamos la batalla por aquellos a quienes en la casa
discutían por su baja extracción o falta de elegancia. Yo sabía que muchos de
ellos (quizá los más humildes) llegarían muy alto y aquí, en la Escuela, se
iban a forjar las amistades duraderas en cuya compañía cursaríamos el mar
bravío. No, no fue así. No hubo reglas. Muchos de los humildes se quedaron
allí, muchos llegaron más arriba de lo que pudimos pronosticar en aquellas
fogosas, amables tertulias. Otros, que parecíamos prometerlo todo, nos quedamos
a la mitad del camino, destripados en un examen extracurricular, aislados por
una zanja invisible de los que triunfaron y de los que nada alcanzaron. En fin,
hoy volví a sentarme en las sillas modernizadas -también hay, como barricada de
una invasión, una fuente de sodas- y pretendí leer expedientes. Vi a muchos
antiguos compañeros, cambiados, amnésicos, retocados de luz neón, prósperos.
Con el café que casi no reconocía, con la ciudad misma, habían ido cincelándose
a ritmo distinto del mío. No, ya no me reconocían; o no me querían reconocer. A
lo sumo -uno o dos- una mano gorda y rápida sobre el hombro. Adiós viejo, qué
tal. Entre ellos y yo mediaban los dieciocho agujeros del Country Club. Me
disfracé detrás de los expedientes. Desfilaron en mi memoria los años de las
grandes ilusiones, de los pronósticos felices y, también todas las omisiones
que impidieron su realización. Sentí la angustia de no poder meter los dedos en
el pasado y pegar los trozos de algún rompecabezas abandonado; pero el arcón de
los juguetes se va olvidando y, al cabo, ¿quién sabrá dónde fueron a dar los
soldados de plomo, los cascos, las espadas de madera? Los disfraces tan
queridos, no fueron más que eso. Y sin embargo, había habido constancia, disciplina,
apego al deber. ¿No era suficiente, o sobraba? En ocasiones me asaltaba el
recuerdo de Rilke. La gran recompensa de la aventura de juventud debe ser la
muerte; jóvenes, debemos partir con todos nuestros secretos. Hoy, no tendría
que volver la mirada a las ciudades de sal. ¿Cinco pesos? Dos de propina.”
“Pepe,
aparte de su pasión por el derecho mercantil, gusta de teorizar. Me vio salir
de Catedral, y juntos nos encaminamos a Palacio. Él es descreído, pero no le
basta; en media cuadra tuvo que fabricar una teoría. Que si yo no fuera
mexicano, no adoraría a Cristo y -No, mira, parece evidente. Llegan los
españoles y te proponen adorar a un Dios muerto hecho un coágulo, con el
costado herido, clavado en una cruz. Sacrificado. Ofrendado. ¿Qué cosa más natural
que aceptar un sentimiento tan cercano a todo tu ceremonial, a toda tu vida?...
figúrate, en cambio, que México hubiera sido conquistado por budistas o por
mahometanos. No es concebible que nuestros indios veneraran a un individuo que
murió de indigestión. Pero un Dios al que no le basta que se sacrifiquen por
él, sino que incluso va a que le arranquen el corazón, ¡caramba, jaque mate a
Huitzilopochtli! El cristianismo, en su sentido cálido, sangriento, de
sacrificio y liturgia, se vuelve una prolongación natural y novedosa de la
religión indígena. Los aspectos caridad, amor y la otra mejilla, en cambio, son
rechazados. Y todo en México es eso: hay que matar a los hombres para poder
creer en ellos.
“Pepe
conocía mi afición, desde joven, por ciertas formas de arte indígena mexicana.
Yo colecciono estatuillas, ídolos, cacharros. Mis fines de semana los paso en
Tlaxcala o en Teotihuacán. Acaso por esto le guste relacionar todas las teorías
que elabora para mi consumo con estos temas. Por cierto que busco una réplica
razonable del Chac Mool desde hace tiempo, y hoy Pepe me informa de un lugar en
la Lagunilla donde venden uno de piedra y parece que barato. Voy a ir el
domingo.
“Un
guasón pintó de rojo el agua del garrafón en la oficina, con la consiguiente
perturbación de las labores. He debido consignarlo al Director, a quien sólo le
dio mucha risa. El culpable se ha valido de esta circunstancia para hacer
sarcasmos a mis costillas el día entero, todos en torno al agua. Ch...”
“Hoy
domingo, aproveché para ir a la Lagunilla. Encontré el Chac Mool en la
tienducha que me señaló Pepe. Es una pieza preciosa, de tamaño natural, y
aunque el marchante asegura su originalidad, lo dudo. La piedra es corriente,
pero ello no aminora la elegancia de la postura o lo macizo del bloque. El
desleal vendedor le ha embarrado salsa de tomate en la barriga al ídolo para
convencer a los turistas de la sangrienta autenticidad de la escultura.
“El
traslado a la casa me costó más que la adquisición. Pero ya está aquChac Moolí,
por el momento en el sótano mientras reorganizo mi cuarto de trofeos a fin de
darle cabida. Estas figuras necesitan sol vertical y fogoso; ese fue su
elemento y condición. Pierde mucho mi Chac Mool en la oscuridad del sótano;
allí, es un simple bulto agónico, y su mueca parece reprocharme que le niegue
la luz. El comerciante tenía un foco que iluminaba verticalmente en la
escultura, recortando todas sus aristas y dándole una expresión más amable.
Habrá que seguir su ejemplo.”
“Amanecí
con la tubería descompuesta. Incauto, dejé correr el agua de la cocina y se
desbordó, corrió por el piso y llego hasta el sótano, sin que me percatara. El
Chac Mool resiste la humedad, pero mis maletas sufrieron. Todo esto, en día de
labores, me obligó a llegar tarde a la oficina.”
“Vinieron,
por fin, a arreglar la tubería. Las maletas, torcidas. Y el Chac Mool, con lama
en la base.”
“Desperté
a la una: había escuchado un quejido terrible. Pensé en ladrones. Pura
imaginación.”
“Los
lamentos nocturnos han seguido. No sé a qué atribuirlo, pero estoy nervioso.
Para colmo de males, la tubería volvió a descomponerse, y las lluvias se han
colado, inundando el sótano.”
“El
plomero no viene; estoy desesperado. Del Departamento del Distrito Federal, más
vale no hablar. Es la primera vez que el agua de las lluvias no obedece a las
coladeras y viene a dar a mi sótano. Los quejidos han cesado: vaya una cosa por
otra.”
“Secaron
el sótano, y el Chac Mool está cubierto de lama. Le da un aspecto grotesco,
porque toda la masa de la escultura parece padecer de una erisipela verde,
salvo los ojos, que han permanecido de piedra. Voy a aprovechar el domingo para
raspar el musgo. Pepe me ha recomendado cambiarme a una casa de apartamentos, y
tomar el piso más alto, para evitar estas tragedias acuáticas. Pero yo no puedo
dejar este caserón, ciertamente es muy grande para mí solo, un poco lúgubre en
su arquitectura porfiriana. Pero es la única herencia y recuerdo de mis padres.
No sé qué me daría ver una fuente de sodas con sinfonola en el sótano y una
tienda de decoración en la planta baja.”
“Fui
a raspar el musgo del Chac Mool con una espátula. Parecía ser ya parte de la
piedra; fue labor de más de una hora, y sólo a las seis de la tarde pude
terminar. No se distinguía muy bien la penumbra; al finalizar el trabajo, seguí
con la mano los contornos de la piedra. Cada vez que lo repasaba, el bloque
parecía reblandecerse. No quise creerlo: era ya casi una pasta. Este mercader
de la Lagunilla me ha timado. Su escultura precolombina es puro yeso, y la
humedad acabará por arruinarla. Le he echado encima unos trapos; mañana la
pasaré a la pieza de arriba, antes de que sufra un deterioro total.”
“Los
trapos han caído al suelo, increíble. Volví a palpar el Chac Mool. Se ha
endurecido pero no vuelve a la consistencia de la piedra. No quiero escribirlo:
hay en el torso algo de la textura de la carne, al apretar los brazos los
siento de goma, siento que algo circula por esa figura recostada... Volví a
bajar en la noche. No cabe duda: el Chac Mool tiene vello en los brazos.”
“Esto
nunca me había sucedido. Tergiversé los asuntos en la oficina, giré una orden
de pago que no estaba autorizada, y el Director tuvo que llamarme la atención.
Quizá me mostré hasta descortés con los compañeros. Tendré que ver a un médico,
saber si es mi imaginación o delirio o qué, y deshacerme de ese maldito Chac
Mool.”
Hasta
aquí la escritura de Filiberto era la antigua, la que tantas veces vi en formas
y memoranda, ancha y ovalada. La entrada del 25 de agosto, sin embargo, parecía
escrita por otra persona. A veces como niño, separando trabajosamente cada
letra; otras, nerviosa, hasta diluirse en lo ininteligible. Hay tres días
vacíos, y el relato continúa:
“Todo
es tan natural; y luego se cree en lo real... pero esto lo es, más que lo
creído por mí. Si es real un garrafón, y más, porque nos damos mejor cuenta de
su existencia, o estar, si un bromista pinta el agua de rojo... Real bocanada
de cigarro efímera, real imagen monstruosa en un espejo de circo, reales, ¿no
lo son todos los muertos, presentes y olvidados?... si un hombre atravesara el
paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí,
y si al despertar encontrara esa flor en su mano... ¿entonces, qué?...
Realidad: cierto día la quebraron en mil pedazos, la cabeza fue a dar allá, la
cola aquí y nosotros no conocemos más que uno de los trozos desprendidos de su
gran cuerpo. Océano libre y ficticio, sólo real cuando se le aprisiona en el
rumor de un caracol marino. Hasta hace tres días, mi realidad lo era al grado
de haberse borrado hoy; era movimiento reflejo, rutina, memoria, cartapacio. Y
luego, como la tierra que un día tiembla para que recordemos su poder, o como
la muerte que un día llegará, recriminando mi olvido de toda la vida, se presenta
otra realidad: sabíamos que estaba allí, mostrenca; ahora nos sacude para
hacerse viva y presente. Pensé, nuevamente, que era pura imaginación: el Chac
Mool, blando y elegante, había cambiado de color en una noche; amarillo, casi
dorado, parecía indicarme que era un dios, por ahora laxo, con las rodillas
menos tensas que antes, con la sonrisa más benévola. Y ayer, por fin, un
despertar sobresaltado, con esa seguridad espantosa de que hay dos
respiraciones en la noche, de que en la oscuridad laten más pulsos que el
propio. Sí, se escuchaban pasos en la escalera. Pesadilla. Vuelta a dormir...
No sé cuánto tiempo pretendí dormir. Cuando volvía a abrir los ojos, aún no
amanecía. El cuarto olía a horror, a incienso y sangre. Con la mirada negra,
recorrí la recámara, hasta detenerme en dos orificios de luz parpadeante, en
dos flámulas crueles y amarillas.
“Casi
sin aliento, encendí la luz.
“Allí
estaba Chac Mool, erguido, sonriente, ocre, con su barriga encarnada. Me
paralizaron los dos ojillos casi bizcos, muy pegados al caballete de la nariz
triangular. Los dientes inferiores mordían el labio superior, inmóviles; sólo
el brillo del casuelón cuadrado sobre la cabeza anormalmente voluminosa,
delataba vida. Chac Mool avanzó hacia mi cama; entonces empezó a llover.”
Recuerdo
que a fines de agosto, Filiberto fue despedido de la Secretaría, con una
recriminación pública del Director y rumores de locura y hasta de robo. Esto no
lo creí. Sí pude ver unos oficios descabellados, preguntándole al Oficial Mayor
si el agua podía olerse, ofreciendo sus servicios al Secretario de Recursos
Hidráulicos para hacer llover en el desierto. No supe qué explicación darme a
mí mismo; pensé que las lluvias excepcionalmente fuertes, de ese verano, habían
enervado a mi amigo. O que alguna depresión moral debía producir la vida en
aquel caserón antiguo, con la mitad de los cuartos bajo llave y empolvados, sin
criados ni vida de familia. Los apuntes siguientes son de fines de septiembre:
“Chac
Mool puede ser simpático cuando quiere, ‘...un gluglú de agua embelesada’...
Sabe historias fantásticas sobre los monzones, las lluvias ecuatoriales y el
castigo de los desiertos; cada planta arranca de su paternidad mítica: el sauce
es su hija descarriada, los lotos, sus niños mimados; su suegra, el cacto. Lo
que no puedo tolerar es el olor, extrahumano, que emana de esa carne que no lo
es, de las sandalias flamantes de vejez. Con risa estridente, Chac Mool revela
cómo fue descubierto por Le Plongeon y puesto físicamente en contacto de
hombres de otros símbolos. Su espíritu ha vivido en el cántaro y en la
tempestad, naturalmente; otra cosa es su piedra, y haberla arrancado del
escondite maya en el que yacía es artificial y cruel. Creo que Chac Mool nunca
lo perdonará. Él sabe de la inminencia del hecho estético.
“He
debido proporcionarle sapolio para que se lave el vientre que el mercader, al
creerlo azteca, le untó de salsa ketchup. No pareció gustarle mi pregunta sobre
su parentesco con Tlaloc1, y cuando se enoja, sus dientes, de por sí
repulsivos, se afilan y brillan. Los primeros días, bajó a dormir al sótano;
desde ayer, lo hace en mi cama.”
“Hoy
empezó la temporada seca. Ayer, desde la sala donde ahora duermo, comencé a oír
los mismos lamentos roncos del principio, seguidos de ruidos terribles. Subí;
entreabrí la puerta de la recámara: Chac Mool estaba rompiendo las lámparas,
los muebles; al verme, saltó hacia la puerta con las manos arañadas, y apenas
pude cerrar e irme a esconder al baño. Luego bajó, jadeante, y pidió agua; todo
el día tiene corriendo los grifos, no queda un centímetro seco en la casa.
Tengo que dormir muy abrigado, y le he pedido que no empape más la sala2.”
“El
Chac inundó hoy la sala. Exasperado, le dije que lo iba a devolver al mercado
de la Lagunilla. Tan terrible como su risilla -horrorosamente distinta a
cualquier risa de hombre o de animal- fue la bofetada que me dio, con ese brazo
cargado de pesados brazaletes. Debo reconocerlo: soy su prisionero. Mi idea
original era bien distinta: yo dominaría a Chac Mool, como se domina a un
juguete; era, acaso, una prolongación de mi seguridad infantil; pero la niñez
-¿quién lo dijo?- es fruto comido por los años, y yo no me he dado cuenta... Ha
tomado mi ropa y se pone la bata cuando empieza a brotarle musgo verde. El Chac
Mool está acostumbrado a que se le obedezca, desde siempre y para siempre; yo,
que nunca he debido mandar, sólo puedo doblegarme ante él. Mientras no llueva
-¿y su poder mágico?- vivirá colérico e irritable.”
“Hoy
decidí que en las noches Chac Mool sale de la casa. Siempre, al oscurecer,
canta una tonada chirriona y antigua, más vieja que el canto mismo. Luego cesa.
Toqué varias veces a su puerta, y como no me contestó, me atreví a entrar. No
había vuelto a ver la recámara desde el día en que la estatua trató de
atacarme: está en ruinas, y allí se concentra ese olor a incienso y sangre que
ha permeado la casa. Pero detrás de la puerta, hay huesos: huesos de perros, de
ratones y gatos. Esto es lo que roba en la noche el Chac Mool para sustentarse.
Esto explica los ladridos espantosos de todas las madrugadas.”
“Febrero,
seco. Chac Mool vigila cada paso mío; me ha obligado a telefonear a una fonda
para que diariamente me traigan un portaviandas. Pero el dinero sustraído de la
oficina ya se va a acabar. Sucedió lo inevitable: desde el día primero,
cortaron el agua y la luz por falta de pago. Pero Chac Mool ha descubierto una
fuente pública a dos cuadras de aquí; todos los días hago diez o doce viajes
por agua, y él me observa desde la azotea. Dice que si intento huir me
fulminará: también es Dios del Rayo. Lo que él no sabe es que estoy al tanto de
sus correrías nocturnas... Como no hay luz, debo acostarme a las ocho. Ya debería
estar acostumbrado al Chac Mool, pero hace poco, en la oscuridad, me topé con
él en la escalera, sentí sus brazos helados, las escamas de su piel renovada y
quise gritar.”
“Si
no llueve pronto, el Chac Mool va a convertirse otra vez en piedra. He notado
sus dificultades recientes para moverse; a veces se reclina durante horas,
paralizado, contra la pared y parece ser, de nuevo, un ídolo inerme, por más
dios de la tempestad y el trueno que se le considere. Pero estos reposos sólo
le dan nuevas fuerzas para vejarme, arañarme como si pudiese arrancar algún
líquido de mi carne. Ya no tienen lugar aquellos intermedios amables durante
los cuales relataba viejos cuentos; creo notar en él una especie de
resentimiento concentrado. Ha habido otros indicios que me han puesto a pensar:
los vinos de mi bodega se están acabando; Chac Mool acaricia la seda de la
bata; quiere que traiga una criada a la casa, me ha hecho enseñarle a usar
jabón y lociones. Incluso hay algo viejo en su cara que antes parecía eterna.
Aquí puede estar mi salvación: si el Chac cae en tentaciones, si se humaniza,
posiblemente todos sus siglos de vida se acumulen en un instante y caiga
fulminado por el poder aplazado del tiempo. Pero también me pongo a pensar en
algo terrible: el Chac no querrá que yo asista a su derrumbe, no querrá un
testigo..., es posible que desee matarme.”
“Hoy
aprovecharé la excursión nocturna de Chac para huir. Me iré a Acapulco; veremos
qué puede hacerse para conseguir trabajo y esperar la muerte de Chac Mool; sí,
se avecina; está canoso, abotagado. Yo necesito asolearme, nadar y recuperar
fuerzas. Me quedan cuatrocientos pesos. Iré a la Pensión Müller, que es barata
y cómoda. Que se adueñe de todo Chac Mool: a ver cuánto dura sin mis baldes de
agua.”
Aquí
termina el diario de Filiberto. No quise pensar más en su relato; dormí hasta
Cuernavaca. De ahí a México pretendí dar coherencia al escrito, relacionarlo
con exceso de trabajo, con algún motivo sicológico. Cuando, a las nueve de la
noche, llegamos a la terminal, aún no podía explicarme la locura de mi amigo.
Contraté una camioneta para llevar el féretro a casa de Filiberto, y después de
allí ordenar el entierro.
Antes
de que pudiera introducir la llave en la cerradura, la puerta se abrió.
Apareció un indio amarillo, en bata de casa, con bufanda. Su aspecto no podía
ser más repulsivo; despedía un olor a loción barata, quería cubrir las arrugas
con la cara polveada; tenía la boca embarrada de lápiz labial mal aplicado, y
el pelo daba la impresión de estar teñido.
-Perdone...
no sabía que Filiberto hubiera...
-No
importa; lo sé todo. Dígale a los hombres que lleven el cadáver al sótano.
Las dos Elenas
—No sé de donde le salen estas ideas
a Elena. Ella no fue educada de ese modo. Y usted, tampoco, Víctor. Pero el
hecho es que el matrimonio la ha cambiado. Sí, no cabe duda. Creí que le iba a
dar un ataque a mi marido. Esas ideas no se pueden defender, y menos a la hora
de la cena. Mi hija sabe muy bien que su padre necesita comer en paz. Si no, en
seguida, le sube la presión. Se lo ha dicho el médico. Y después de todo,
este médico sabe lo que dice. Por algo cobra a doscientos pesos la consulta. Yo
le ruego que hable con Elena. A mí no me hace caso. Dígale que le
soportamos todo. Que no nos importa que desatienda su hogar por aprender
francés. Que no nos importan esas medias rojas de payaso. Pero que a la hora de
la cena le diga a su padre que una mujer puede vivir con dos hombres para
complementarse… Víctor, por su propio bien usted debe sacarle esas ideas
de la cabeza a su mujer.
Desde que vio Jules e Jim en
un cine-club, Elena tuvo el duende de llevar la batalla a la cena
dominical con sus padres –la única reunión obligatoria de la familia–. Al salir
del cine, tomamos el MG y nos fuimos a cenar al Coyote Flaco en Coyoacán. Elena
se veía, como siempre, muy bella con el suéter negro y la falda de cuero
y las medias que no le gustan a su mamá. Además, se había colgado una
cadena de oro de la cual pendía un tallado en jadeíta que, según un amigo
antropólogo, describe al príncipe Uno Muerte de los mixtecos. Elena, que es
siempre tan alegre y despreocupada, se veía, esa noche, intensa: los colores se
le habían subido a las mejillas y apenas saludó a los amigos que
generalmente hacen tertulia en ese restaurant un tanto gótico. Le
pregunté qué deseaba ordenar y no me contestó; en vez, tomó mi puño y me miró
fijamente. Yo ordené dos pepitos con ajo mientras Elena agitaba su
cabellera rosa pálida y se acariciaba el cuello:
—Víctor, nibelungo, por primera vez
me doy cuenta que ustedes tienen razón en ser misóginos y que nosotras nacimos
para que nos detesten. Ya no voy a fingir más. He descubierto que la misoginia
es la condición del amor. Ya sé que estoy equivocada, pero mientras más
necesidades exprese, más me vas a odiar y más me vas a tratar de satisfacer.
Víctor, nibelungo, tienes que comprarme un traje de marinero antiguo como el
que saca Jeanne Moreau.
Yo le dije que me parecía perfecto,
con tal de que lo siguiera esperando todo de mí. Elena me acarició la mano y
sonrió.
—Ya sé que no terminas de liberarte,
mi amor. Pero ten fe. Cuando acabes de darme todo lo que yo te pida, tú mismo
rogarás que otro hombre comparte nuestras vidas. Tú mismo pedirás ser Jules. Tú
mismo pedirás que Jim viva con nosotros y soporte el peso. ¿No lo dijo el
Güerito? Amémonos los unos a los otros, cómo no.
Pensé que Elena podría tener razón
en el futuro; sabía después de cuatro años de matrimonio que al lado suyo todas
las reglas morales aprendidas desde la niñez tendían a desvanecerse
naturalmente. Eso he amado siempre en ella: su naturalidad. Nunca niega una
regla para imponer otra, sino para abrir una especie de puerta, como aquellas
de los cuentos infantiles, donde cada hoja ilustrada contiene el anuncio de un
jardín, una cueva, un mar a los que se llega por la apertura secreta de la
página anterior.
—No quiero tener hijos antes de seis
años —dijo una noche, recostada sobre mis piernas, en el salón oscuro de
nuestra casa, mientras escuchábamos discos de Cannonball Adderley; y en la
misma casa de Coyoacán que hemos decorado con estofados policromos y máscaras
coloniales de ojos hipnóticos: Tú nunca vas a misa y nadie dice nada.
—Yo tampoco iré y que digan lo que
quieran; y en el altillo que nos sirve de recámara y que en las mañanas claras
recibe la luz de los volcanes: —Voy a tomar el café con Alejandro hoy. Es un
gran dibujante y se cohibiría si tú estuvieras presente y yo necesito que me
explique a solas algunas cosas; y mientras me sigue por los tablones que
comunican los pisos inacabados del conjunto de casas que construyo en el
Desierto de Leones: —Me voy diez días a viajar en tren por la República; y al
tomar un café apresurado en el Tirol a media tarde, mientras mueve los dedos en
señal de saludo a los amigos que pasan por la calle Hamburgo: —Gracias por
llevarme a conocer el burdel, nibelungo. Me pareció como de tiempos de
Toulouse-Lautrec, tan inocente como un cuento de Maupassant. ¿Ya ves? Ahora
averigüé que el pecado y la depravación no están allí, sino en otra parte; y
después de una exhibición privada de El ángel exterminador: —Víctor, lo moral
es todo lo que da la vida y lo inmoral lo que quita la vida, ¿verdad que sí?
Y ahora lo repitió, con un pedazo de
sandwich en la boca:
—¿Verdad que tengo razón? Si un
ménage à trois nos da vida y alegría y nos hace mejores en nuestras relaciones
personales entre tres de lo que éramos en la relación entre dos, ¿verdad que eso
es moral?
Asentí mientras comía, escuchando el
chisporroteo de la carne que se asaba a lo largo de la alta parrilla. Varios
amigos cuidaban de que sus rebanadas estuvieran al punto que deseaban y luego
vinieron a sentarse con nosotros y Elena volvió a reír y a ser la de siempre.
Tuve la mala idea de recorrer los rostros de nuestros amigos con la mirada e
imaginar a cada uno instalado en mi casa, dándole a Elena la porción de
sentimiento, estímulo, pasión o inteligencia que yo, agotado en mis límites, fuese
capaz de obsequiarle.
Mientras observaba este rostro
agudamente dispuesto a escuchar (y yo a veces me canso de oírla), ése
amablemente ofrecido a colmar las lagunas de los razonamientos (yo prefiero que
su conversación carezca de lógica o de consecuencias), aquél más inclinado a
formular preguntas precisas y, según él, reveladoras (y yo nunca uso la
palabra, sino el gesto o la telepatía para poner a Elena en movimiento), me
consolaba diciéndole que, al cabo, lo poco que podrían darle se lo darían a partir
de cierto extremo de mi vida con ella, como un postre, un cordial, un añadido.
Aquél, el del peinado a lo Ringo Starr, le preguntó precisa y reveladoramente
por qué seguía siéndome fiel y Elena le contestó que la infidelidad era hoy una
regla, igual que la comunión todos los viernes antes, y lo dejó de mirar. Ése,
el del cuello de tortuga negro, interpretó la respuesta de Elena añadiendo que,
sin duda, mi mujer quería decir que ahora la fidelidad volvía a ser la actitud
rebelde. Y éste, el del perfecto saco eduardiano, sólo invitó con la mirada
intensamente oblicua a que Elena hablara más: él sería el perfecto auditor.
Elena levantó los brazos y pidió un café express al mozo.
Caminamos tomados de la mano por las
calles empedadras de Coyoacán, bajo los fresnos, experimentando el contraste
del día caluroso que se prendía a nuestras ropas y la noche húmeda que, después
del aguacero de la tarde, sacaba brillo a nuestros ojos y color a nuestras
mejillas. Nos gusta caminar, en silencio, cabizbajos y tomados de la mano, por
las viejas calles que han sido desde el principio, un punto de encuentro de
nuestras comunes inclinaciones a la asimilación. Creo que de esto nunca hemos
hablado Elena y yo. Ni hace falta.
Lo cierto es que nos da placer
hacernos de cosas viejas, como si las rescatáramos de algún olvido doloroso o
al tocarlas les diéramos nueva vida o al buscarles el sitio, la luz y el
ambiente adecuados en la casa, en realidad nos estuviéramos defendiendo contra
un olvido semejante en el futuro. Queda esa manija con fauces de león que
encontramos en una hacienda de los Altos y que acariciamos al abrir el zaguán
de la casa, a sabiendas de que cada caricia la desgasta; queda la cruz de
piedra en el jardín, iluminada por una luz amarilla, que representa cuatro ríos
convergentes de corazones arrancados, quizás, por las mismas manos que después
tallaron la piedra, y quedan los caballos negros de algún carrusel hace tiempo
desmontado, así como los mascarones de proa de bergantines que yacerán en el
fondo del mar, si no muestran su esqueleto de madera en alguna playa de
cacatúas solemnes y tortugas agonizantes.
Elena se quita el suéter y enciende
la chimenea, mientras yo busco los discos de Cannonball, sirvo dos copas de
ajenjo y me recuesto a esperarla sobre el tapete. Elena fuma con la cabeza
sobre mis piernas y los dos escuchamos el lento saxo del Hermano Lateef, a
quien conocimos en el Gold Bug de Nueva York con su figura de brujo congolés
vestido por Disraeli, sus ojos dormidos y gruesos como dos boas africanas, su
barbilla de Svengali segregado y sus labios morados unidos al saxo que enmudece
al negro para hacerlo hablar con una elocuencia tan ajena a su seguramente
ronco tartamudeo de la vida diaria, y las notas lentas, de una plañidera
afirmación, que nunca alcanzan a decir todo lo que quieren porque sólo son, de
principio a fin, una búsqueda y una aproximación llenas de un extraño pudor, le
dan un gusto y una dirección a nuestro tacto, que comienza a reproducir el
sentido del instrumento de Lateef: puro anuncio, puro preludio, pura limitación
a los goces preliminares que, por ello, se convierten en el acto mismo.
—Lo que están haciendo los negros
americanos es voltearle el chirrión por el palito a los blancos —dice Elena
cuando tomamos nuestros consabidos lugares en la enorme mesa chippendale del
comedor de sus padres—. El amor, la música, la vitalidad de los negros obligan
a los blancos a justificarse. Fíjense que ahora los blancos persiguen
físicamente a los negros porque al fin se han dado cuenta de que los negros los
persiguen sicológicamente a ellos.
—Pues yo doy gracias de que aquí no
haya negros —dice el padre de Elena al servirse la sopa de poro y papa que le
ofrece, en una humeante sopera de porcelana, el mozo indígena que de día riega
los jardines de la casota de las Lomas.
—Pero eso qué tiene que ver, papá.
Es como si los esquimales dieran gracias por no ser mexicanos. Cada quien es lo
que es y ya. Lo interesante es ver qué pasa cuando entramos en contacto con
alguien que nos pone en duda y sin embargo sabemos que nos hace falta. Y que
nos hace falta porque nos niega.
—Anda, come. Estas conversaciones se
vuelven más idiotas cada domingo. Lo único que sé es que tú no te casaste con
un negro, ¿verdad? Higinio, traiga las enchiladas.
Don José nos observa a Elena, a mí y
a su esposa con aire de triunfo, y doña Elena madre, para salvar la
conversación languideciente, relata sus actividades de la semana pasada, yo
observo el mobiliario de brocado color palo-de-rosa, los jarrones chinos, las
cortinas de gasa y las alfombras de piel de vicuña de esta casa rectilínea
detrás de cuyos enormes ventanales se agitan los eucaliptos de la barranca.
José sonríe cuando Higinio le sirve las enchiladas copeteadas de crema y sus
ojillos verdes se llenan de una satisfacción casi patriótica, la misma que he
visto en ellos cuando el Presidente agita la bandera el 15 de septiembre,
aunque no la misma –mucho más húmeda– que los enternece cuando se sienta a
fumar un puro frente a su sinfonola privada y escucha boleros. Mis ojos se detienen
en la mano pálida de doña Elena, que juega con el migajón de bolillo y
recuenta, con fatiga, todas las ocupaciones que la mantuvieron activa desde la
última vez que nos vimos. Escucho de lejos esa catarata de idas y venidas,
juegos de canasta, visitas al dispensario de niños pobres, novenarios, bailes
de caridad, búsqueda de cortinas nuevas, pleitos con las criadas, largos
telefonazos con los amigos, suspiradas visitas a curas, bebés, modistas,
médicos, relojeros, pasteleros, ebanistas y enmarcadores. He detenido la mirada
en sus dedos pálidos, largos y acariciantes, que hacen pelotitas con la migaja.
—… les dije que nunca más vinieran a
pedirme dinero a mí, porque yo no manejo nada. Que yo los enviaría con gusto a
la oficina de tu padre y que allí la secretaria los atendería … … la muñeca
delgadísima, de movimientos lánguidos, y la pulsera con medallones del Cristo
del Cubilete, el Año Santo en Roma y la visita del Presidente Kennedy,
realzados en cobre y en oro, que chocan entre sí mientras doña Elena juega con
el migajón …
—… bastante hace una con darles su
apoyo moral, ¿no te parece? Te busqué el jueves para ir juntas a ver el estreno
de Diana. Hasta mandé al chofer desde temprano a hacer cola, ya ves qué colas
hay el día del estreno …
… y el brazo lleno, de piel muy
transparente, con las venas trazadas como un segundo esqueleto, de vidrio,
dibujado detrás de la tersura blanca.
—… invité a tu prima Sandrita y fui
a buscarla con el coche pero nos entretuvimos con el niño recién nacido. Está
precioso. Ella está muy sentida porque ni siquiera has llamado a felicitarla.
Un telefonazo no te costaría nada, Elenita …
… y el escote negro abierto sobre
los senos altos y apretados como un nuevo animal capturado en un nuevo
continentes …
—… después de todo, somos de la
familia. No puedes negar tu sangre. Quisiera que tú y Víctor fueran al bautizo.
Es el sábado entrante. La ayudé a escoger los ceniceritos que van a regalarle a
los invitados. Vieras que se nos fue el tiempo platicando y los boletos se
quedaron sin usar.
Levanté la mirada. Doña Elena me
miraba. Bajó en seguida los párpados y dijo que tomaríamos el café en la sala.
Don José se excusó y se fue a la biblioteca, donde tiene esa rocola eléctrica
que toca sus discos favoritos a cambio de un falso veinte introducido por la
ranura. Nos sentamos a tomar el café y a lo lejos el jukebox emitió un glu-glu
y empezó a tocar Nosotros mientras doña Elena encendía el aparato de
televisión, pero dejándolo sin sonido, como lo indicó llevándose un dedo a los
labios. Vimos pasar las imágenes mudas de un programa de tesoro escondido, en
el que un solemne maestro de ceremonias guiaba a los cinco concursantes – dos
jovencitas nerviosas y risueñas peinadas como colmenas, un ama de casa muy
modosa y dos hombre morenos, maduros y melancólicos – hacia el cheque escondido
en el apretado estudio repleto de jarrones, libros de cartón y cajitas de
música.
Elena sonrió, sentada junto a mí en
la penumbra de esa sala de pisos de mármol y alcatraces de plástico. No sé de
dónde sacó ese apodo ni qué tiene que ver conmigo, pero ahora empezó a hacer
juegos de palabras con él mientras me acariciaba la mano:
—Nibelungo. Ni Ve Lungo. Nibble
Hongo. Niebla lunga.
Los personajes grises, rayados,
ondulantes buscaban un tesoro ante nuestra vista y Elena, acurrucada, dejó caer
los zapatos sobre la alfombra y bostezó mientras doña Elena me miraba,
interrogante, en la oscuridad, con esos ojos negros muy abiertos y rodeados de
ojeras profundas. Cruzó una pierna y se arregló la falda sobre las rodillas.
Desde la biblioteca nos llegaban los murmullos del bolero: nosotros, que tanto
nos quisimos y, quizás, algún gruñido del sopor digestivo de Don José. Doña
Elena dejó de mirarme para fijar sus grandes ojos negros en los eucaliptos
agitados detrás del ventanal. Seguí su nueva mirada. Elena bostezaba y
ronroneaba, recostada sobre mis rodillas. Le acaricié la nuca. A nuestras
espaldas, la barranca que cruza como una herida salvaje las Lomas de
Chapultepec parecía guardar un fondo de luz secretamente subrayado por la noche
móvil que doblaba la espina de los árboles y despeinaba sus cabelleras pálidas.
— ¿Recuerdas Veracruz? —dijo, sonriendo,
la madre a la hija; pero doña Elena me miraba a mí. Elena asintió con un
murmullo, adormilada sobre mis piernas, y yo contesté: —Sí. Hemos ido muchas
veces juntos.
—Le gusta? —Doña Elena alargó la
mano y la dejó caer sobre el regazo.
—Mucho —le dije—. Dicen que es la
última ciudad mediterránea. Me gusta la comida. Me gusta la gente.
Me gusta sentarme horas en los
portales y comer molletes y tomar café.
—Yo soy de allí —dijo la señora; por
primera vez noté sus hoyuelos.
—Sí. Ya lo sé.
—Pero hasta he perdido el acento
—rió, mostrando las encías—. Me casé de veintidós años. Y en cuanto vive una en
México pierde el acento jarocho. Usted ya me conoció, pues madurita.
—Todos dicen que usted y Elena
parecen hermanas.
Los labios eran delgados pero
agresivos:
—No. Es que ahora recordaba las
noches de tormenta en el Golfo. Como que el sol no quiere perderse, ¿sabe
usted?, y se mezcla con la tormenta y todo queda bañado por una luz muy verde,
muy pálida, y una se sofoca detrás de los batientes esperando que pase el agua.
La lluvia no refresca en el trópico. No más hace más calor. Y no sé por qué los
criados tenían que cerrar los batientes cada vez que venía una tormenta. Tan
bonito que hubiera sido dejarla pasar con las ventanas muy abiertas.
Encendí un cigarrillo: —Sí, se
levantan olores muy espesos. La tierra se desprende de sus perfumes de tabaco,
de café, de pulpa…
—También las recámaras. —Doña Elena
cerró los ojos.
—¿Cómo?
—Entonces no había closets. —Se pasó
la mano por las ligeras arrugas cercanas a los ojos—. En cada cuarto había un
ropero y las criadas tenían la costumbre de colocar hojas de laurel y orégano
entre la ropa. Además, el sol nunca secaba bien algunos rincones. Olía a moho,
¿cómo le diré?, a musgo…
—Sí, me imagino. Yo nunca he vivido
en el trópico. ¿Lo echa usted de menos?
Y ahora se frotó las muñecas, una
contra otra, y mostró las venas saltonas de las manos:
—A veces. Me cuesta trabajo
acordarme. Figúrese, me casé de dieciocho años y ya me consideraban quedada.
—¿Y todo esto se lo recordó esa
extraña luz que ha permanecido en el fondo de la barranca?
La mujer se levantó.
—Sí. Son los spots que José mandó
poner la semana pasada. Se ven bonitos, ¿no es cierto?
—Creo que Elena se ha dormido. Le
hice cosquillas en la nariz y Elena despertó y regresamos en el MG a Coyoacán.
—Perdona esas latas de los domingos
—dijo Elena cuando yo salía de la obra a mañana siguiente—. Qué remedio. Alguna
liga debía quedarnos con la familia y la vida burguesa, aunque sea por
necesidad de contraste.
—¿Qué vas a hacer hoy? —le pregunté
mientras enrollaba mis planos y tomaba mi portafolio.
Elena mordió un higo y se cruzó de
brazos y le sacó la lengua a un Cristo bizco que encontramos una vez en
Guanajuato.
—Voy a pintar toda la mañana. Luego
voy a comer con Alejandro para mostrarle mis últimas cosas. En su estudio. Sí,
ya lo terminó. Aquí en el Olivar de los Padres. En la tarde iré a la clase de
francés. Quizás me tome un café y luego te espero en el cine-club. Dan un
western mitológico: High Noon. Mañana quedé en verme con esos chicos negros.
Son de los Black Muslims y estoy temblando por saber qué piensan en realidad.
¿Te das cuenta que sólo sabemos de eso por los periódicos?
¿Tú has hablado alguna vez con un
negro norteamericano, nibelungo? Mañana en la tarde no te atrevas a molestarme.
Me voy a encerrar a leerme Nerval de cabo a rabo. Ni crea Juan que vuelve a
apantallarme con el soleil noir de la mélancolie y llamándose a sí mismo el
viudo y el desconsolado. Ya lo caché y le voy a dar un baño mañana en la noche.
Sí, va a “tirar” una fiesta de disfraces. Tenemos que ir vestidos de murales
mexicanos. Más vale asimilar eso de una vez. Cómprame unos alcatraces, Víctor
nibelunguito, y si quieres vístete de cruel conquistador Alvarado que marcaba
con hierros candentes a las indias antes de poseerlas — Oh Sade, where is thy
whip? Ah, y el miércoles toca Miles Davies en Bellas Artes. Es un poco passé,
pero de todos modos me alborota el hormonamen. Compra boletos. Chao, amor.
Me besó la nuca y no pude abrazarla
por los rollos de proyectos que traía entre manos, pero arranqué con el auto
con el aroma del higo en el cuello y la imagen de Elena con mi camisa puesta,
desabotonada y amarrada a la altura del ombligo y sus estrechos pantalones de
torero y los pies descalzos, disponiéndose a… ¿iba a leer un poema o a pintar
un cuadro? Pensé que pronto tendríamos que salir juntos de viaje. Eso nos
acercaba más que nada. Llegué al periférico. No sé por qué, en vez de cruzar el
puente de Altavista hacia el Desierto de los Leones, entré al anillo y aceleré.
Sí, a veces lo hago. Quiero estar solo y correr y reírme cuando alguien me la
refresca. Y, quizás, guardar durante media hora la imagen de Elena al despedirme,
su naturalidad, su piel dorada, sus ojos verdes, sus infinitos proyectos, y
pensar que soy muy feliz a su lado, que nadie puede ser más feliz al lado de
una mujer tan vivaz, tan moderna, que… que me… que me complementa tanto.
Paso al lado de una fundidora de
vidrio, de una iglesia barroca, de una montaña rusa, de un bosque de
ahuehuetes. ¿Dónde he escuchado esa palabrita? Complementar. Giro alrededor de
la fuente de Petróleos y subo por el Paseo de la Reforma. Todos los automóviles
descienden al centro de la ciudad, que reverbera al fondo detrás de un velo
impalpable y sofocante. Yo asciendo a las Lomas de Chapultepec, donde a estas
horas sólo quedan los criados y las señoras, donde los maridos se han ido al
trabajo y los niños a la escuela y seguramente mi otra Elena, mi complemento,
debe esperar en su cama tibia con los ojos negros y ojerosos muy azorados y la
carne blanca y madura y honda y perfumada como la ropa en los bargueños
tropicales.
La muñeca reina
I
Vine
porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La
encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de
la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no
hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en
las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el
filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas
cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que
cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la
decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos
conducidos. Era un libro de mi infancia -acaso de la de muchos niños- y
relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían
la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para
preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con
sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan
avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los
viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más
dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas.
Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta
blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olbida a su amigito y me
buscas aquí como te lo divujo.
Y
detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin
duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación
prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas
leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a
dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos
correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban
el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos?
Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no
escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se
detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría
acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado
por hacerme cosquillas en la oreja con los vilanos de un amargón que la niña
soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó
mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo
con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta
que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de
expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los
niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la
presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de
su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste,
parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de
imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de
sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad
se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo
recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un
punto en el lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado
llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes
y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera
loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas
apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos
entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia
sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a
ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un
amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte,
quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal
de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia
viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde,
inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía,
como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas.
Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar
sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo
lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los
dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi
banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados;
sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el
mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas
de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los
barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las
cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá
de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de
pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada.
Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera
de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque
mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso
y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado.
Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de
apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia
irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la
lectura.
Entonces
no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras -la palabra
me trastornaba- que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en
secreto, con las invenciones mitológicas -mitad seres reconocibles, mitad
salamandras de pechos blancos y vientres húmedos- que esperaban a los monarcas
en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi
compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí
a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que
ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su
nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una
flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos
habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo
en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para
seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos
rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos
juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y
sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi
cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró,
acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego
Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir
palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o
guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas
se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a
los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer
año de bachillerato. Nunca la volví a ver.
II
Y
ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y
por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la
alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto
boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera
dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y
muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un
pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y
descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que
me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde,
nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina...
¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía
durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos?
Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se
empeñaba en darle.
Me
buscas aquí como te lo divujo. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar
atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve
campo de avellanos -era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos
blancos-, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber,
encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la
adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la
ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos,
motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín
silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera
sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito
de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del
momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes
perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la
disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un
despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que
mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado
por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción
central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia.
Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden
monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura
descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del
conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En
las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo
llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante
a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños
estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de
las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas,
con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera
quiero imaginar a la señorita de veintidós años que, si aún vive en la
dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes
pasadas en el jardín.
La
casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los
batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que
debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua,
el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme
de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer
quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad
prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no
es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los
nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto
el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en
casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque
ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la
tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo
importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo
a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración
ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso,
acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones
resquebrajados del zaguán.
-Buenas
tardes. ¿Podría decirme...?
Al
escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de
nuevo el timbre, esta vez gritando:
-¡Oiga!
¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No
obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del
portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia
pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en
esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo
me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo,
aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil
que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más
que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre
helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser
la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa
tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese
pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel
que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En
el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un
señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es
Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha
preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme
calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo
del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol
brumoso y tamizado por las nubes bajas -y por ello más intenso- con el deseo de
regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si
Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo
rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos
durante la noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en
cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña
de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una
hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se
vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba
al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el
timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado.
Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en
un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el
pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o
pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
-¿Deseaba?
-Me
envía el señor Valdivia. -Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi
cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi
papel.
-¿Valdivia?
-La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
-Sí.
El dueño de la casa.
Una
cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
-Ah
sí. El dueño de la casa.
-¿Me
permite?...
Creo
que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le
cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un
gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay
una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los
azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a
la señora que me sigue con paso menudo:
-¿Por
aquí?
La
señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una
camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios
desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que
la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un
aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la
estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los
macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá
de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos
muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar
asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A
mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
-El
señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La
señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
-La
manda saludar y...
Me
detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La
revista está garabateada con un lápiz rojo.
-...y
me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis
ojos buscan rápidamente.
-...Debe
hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace
desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí;
ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo
hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un
instante, una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta
vez me contesta.
-...¿por
lo menos quince años, no es cierto...?
No
afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de
pintura...
-...¿usted,
su marido y...?
Me
mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe.
Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo
inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
-Entonces,
regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La
señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista
de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La
escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un
cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso
y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los
dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario
de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se
incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora
y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre
la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la
mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni
siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra
ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos
este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo
hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una
corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro
inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente
que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
-¿No
podríamos subir a la azotea? -pregunto-. Creo que es la mejor manera de cubrir
la superficie total.
La
señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del
comedor.
-¿Para
qué? -dice, por fin-. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y
esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los
primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en
defensa, a recurrir a cierta ironía.
-No
sé -hago un esfuerzo por sonreír-. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y
no... -mi falsa sonrisa se va derritiendo-... de abajo hacia arriba.
-Usted
seguirá mis indicaciones -dice la señora con los brazos cruzados sobre el
regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes
de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son
inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y
sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los
números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción -me lo dice el ligero rubor
de las mejillas, la definida sequedad de la lengua- no engaña a nadie. Y al
llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas
algebraicas, me pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia
y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la
certeza de que por ese camino, si bien obtendría un respuesta, no sabría la
verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle
no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y
habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para
convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las
memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré
las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la
respuesta -quizá simple y clara, inmediata y evidente- a través de los
inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a
mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en
los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero
se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado -me
acerco con el pretexto de mis notas- por unos dientecillos que han dejado su
huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia
donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no
tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los
labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y
veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de
bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que
llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo
largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro
mi libro de notas.
-Continuemos,
señora.
Al
darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla
Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de
espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos
párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de
tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal
afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y
las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda,
azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de
caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil
(como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta
de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del
zaguán.
Ridículamente,
murmuró: -Buenas tardes... -y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio,
Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica
un pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida.
La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa
carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo
se alarga y me detiene.
-Valdivia
murió hace cuatro años -dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en
las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado
por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros
de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo,
fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
-Amilamia...
Sí:
nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo
por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de
levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja
por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido
seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi
invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que
apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena
de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la
intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no
tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han
faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a
acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir
excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco.
Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de
dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el
delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El
viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello
tipludo me dice:
-¿Usted
la conoció?
Ese
pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis
ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos
años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido,
resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos
ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre
solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella
seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y
consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
-Sí,
jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
-¿Qué
edad tenía ella? -dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
-Tendría
siete años. Sí, no más de siete.
La
voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
-¿Cómo
era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro
los ojos. -Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas
que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por
la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una
colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y
me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la
música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los
olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando,
vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen
tendido en la azotea...
Toman
mis brazos y no abro los ojos.
-¿Cómo
era, señor?
-Tenía
los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la
sombra de los árboles...
Me
conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la
cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
-Díganos,
por favor...
-El
aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas
plateadas por un llanto alegre...
No
abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro
manos guían mi cuerpo.
-¿Cómo
era, cómo era?
-Se
sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto
para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los
goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma
asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un
cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un
cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella
muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo
que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea
primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por
esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi
encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una
piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo
de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas
incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de
cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la
vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las
flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los
globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de
madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas
despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule
perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas,
los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el
triciclo -¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas,
abajo-, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano,
el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de
papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes,
pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los
elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro
plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco,
ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con
tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados,
pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan
saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el
puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar.
Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre,
estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber,
limpio, dócil.
Los
viejos se han hincado, sollozando.
Yo
alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento
el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos
de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no
olbida a su amigito y me buscas aquí como te lo divujo.
Aparto
los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la
muñeca.
Y
la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste
del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano
de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz
apagada:
-No
vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
Toco
la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo,
hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al
patio, a la calle.
V
Si
no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha
dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca
helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no
contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente,
han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más
poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera
Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar
aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo.
Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible
caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al
recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de
todo, aceptarían este regalo.
Me
pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y
ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me
acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones
aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de
bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones
de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco
el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y
espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto
las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al
contacto con la lluvia. La puerta se abre.
-¿Qué
quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre
la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla
y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en
una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de
coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa
del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el
cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los
hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la
permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero
también anhelante, ahora miedoso.
-No,
Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y
desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez
más cerca:
-¿Dónde
estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del
demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y
el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y
las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de
historietas.
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