sábado, 27 de julio de 2013

La granada de mi padre

Por Olga Colmenares Morett
Los carpinteros, Granada de mano, 2004
















Pensé que, después de todo, era un domingo de menos,
que mamá estaba ahora enterrada, que iba a reanudar
mi trabajo y que, en resumen, nada había cambiado.

Albert Camus

Habíamos pasado tanto tiempo ignorándola que, prácticamente, la olvidamos. Permaneció meses quieta en uno de los tramos de la biblioteca, entre libros, papeles, restos de nicotina y polvo. Durante muchos años había reposado sobre su cabeza, mientras él escribía días y noches interminables, gastando lápices, ceniceros e insomnios.


Estábamos acostumbradas a las armas, las queríamos en algunas épocas y las detestábamos en otras, pero lo cierto es que nunca quisimos saber mucho de ellas. Recuerdo el día en el que se presentó en casa con la granada. Al principio, creímos que era una de las bromas que nos gastaba de vez en cuando, como la cucaracha de plástico que solía aparecer cada dos o tres meses en algún lugar estratégico de la casa.

La reaparición de la granada generó un ambiente de discusiones constantes entre mi mamá y yo. Nadie podría decir jamás que deshacerse de una granada es una cuestión de rutina como ir al supermercado. Ni mi madre ni yo sabíamos, a ciencia cierta, si la granada estaba activa. Pero, como toda religión, la creencia se resume a un acto de fe, así que si un día estábamos seguras del peligro de la granada, al siguiente pensábamos que podía lucir bien como pisapapeles. Tampoco podíamos ir por allí diciéndole a cualquiera tenemos una granada en casa, ¿sabrá usted si está activa? Cada vez que la mirada de alguna de las dos se cruzaba con la granada sentíamos que el seguro se desprendía lentamente como la hoja de un árbol y volaban por los aires nuestras carnes abrasadas.

Pensamos en echarla al río más cercano sin mirar atrás. El mejor candidato sería el Guaire por su hambre voraz que parecía querer tragárselo todo. Aunque si alguien la encontraba y volaba por los aires sería nuestra culpa. Podíamos hablar con la policía, pero no es secreto que era una mala idea. En resumidas cuentas, el destino de la granada,en aquel momento, era incierto, angustioso e incierto.

Los contratos son nuestros pequeños laberintos modernos, llenos de escondrijos, pasillos sin salida, sombras y monstruos que terminan por comernos. El “contrato de la cebolla” también es un laberinto, pues aunque mi padre fue un hombre lleno de secretos y recovecos que estábamos dispuestas a olvidar, incluso a perdonar, una granada no es una cosa que puedas dejarle al tiempo. Una granada es una bofetada de guante blanco, una cláusula nefasta que nunca te permite rescindir la atadura. Mi padre quedó atado para siempre a nosotras, nos imposibilitó su olvido, nació a la inmortalidad. Al finalizar nuestro “contrato de la cebolla” no sólo nos quedaron llorosos los ojos, enrojecida la nariz y olorosas las manos, nos quedó esa última cláusula ilegítima pegada a la suela del zapato. Ni en sueños me libero de las carcajadas de papá. En el estudio, en el mismo tramo de la biblioteca en el que intencionalmente la olvidamos, nos esperaría siempre el recuerdo de su muerte.

Siempre me pregunté si el destino era realmente inexorable, si la granada me encontraría en una vuelta de esquina como en una tragedia griega. Nunca lo sabría con certeza, pero huí. Huí de la granada. Dejé a mi madre con el problema. La distancia puso una sombra gris alrededor de aquel artefacto infernal durante algunos años. La vida iba bien. En sueños me visitaba la granada que, a lo lejos, parecía inofensiva, un problema de otro. Regresé algunas veces a visitar a mi madre, evitaba ver la granada, hablar de la granada, aunque no podía evitar las pesadillas y los recuerdos de mi padre como pequeños aguijones.

Mi madre también iba a visitarme, entonces la granada se quedaba sola en casa, reposando en la biblioteca. Mi padre sabía que la granada era su garantía de eterno retorno. No es ciencia ficción, somos trozos, improntas que, fieles o deformadas, vamos dejando en otros, que sin los otros desaparecen como figuras de arena expuestas al viento. Un día recibí la llamada de mamá que me comunicaba su decisión de clausurar el estudio y, con él, sus recuerdos.

Llegó la muerte de mi madre, inesperada como la mayoría de las muertes, y se abrieron las heridas que, en el pasado, no quedaron bien cerradas. Regresé a Caracas para enterrar a mi madre y desenterrar a mi padre.

Una casa muerta me recibió llena de fantasmas e imágenes de un pasado que parecía distante y ajeno. Me dediqué durante días a reunir las cosas de mamá, tenía la experiencia para saber que mientras más rápido me deshiciera de ellas mejor. Lloré sobre sus recuerdos como una vez juntas lloramos sobre los de mi padre. Apliqué la misma fórmula: ropa a la caridad y fotografías a la gaveta. Estaba sola. Estoy sola. No me arrepentí en aquel momento de las decisiones que tomé, sólo que, por primera vez, afrontaba la soledad absoluta. La falta de los padres es la verdadera soledad, sin ellos dejas de pertenecer en el mundo.

Desde que mis pies tocaron el suelo de la casa traté de evadirla, sabía que pasados unos días en cualquier rincón nos reencontraríamos. Pasaron esos días y se convirtieron en meses, sentí que era tiempo de abrir el estudio clausurado por mi madre. Hasta aquel momento, había logrado cerrar lo suficiente aquellas puertas que siempre guardarían mis cabos sueltos. Tomé la perilla de la puerta de chapa, que parecía de metal pesado y oxidado. Mi corazón estaba a punto de estallar. Mis orejas hervían. Mis manos temblaban. Abrí. Mi vista se nubló por las lágrimas de las alergias. Avancé unos pasos. Tropecé con alguna caja. Me resbalé un poco. Prendí la linterna. Apunté la luz al tramo de la biblioteca que permanecía aún en pie. Cerré los ojos varias veces. Me acerqué más. Palpé la superficie. Nada. Polvo.

Mamá no estaba para preguntarle por el paradero de la granada. Busqué por todas partes. En casa sólo estaban mis cosas, algunos muebles y cajas de libros en el estudio que nunca quise donar, acompañadas por la armazón hueca de la biblioteca que apenas se sostenía. Pasé semanas buscando, removiendo, eliminando. Quizás mi madre finiquitó el “contrato de la cebolla” y arrojó la granada al río sin mirar atrás, pero ¿qué razón tendría para esconderme una cosa así? Otras cosas había ocultado, cosas que le pertenecían y que yo no tenía porqué saber. La granada era un fantasma de ambas. Pasé días molesta con mamá y sintiéndome culpable por la molestia, pues, al fin y al cabo, mamá estaba muerta y ni siquiera me había condenado como papá.

Sistematicé la búsqueda. Primero revisaría cada una de las cosas que aún quedaban. Existía la posibilidad de que la granada estuviera en alguna de las cajas donadas a la caridad, pero en ese caso ya habría tenido noticias. Después revisaría la estructura de cada uno de los espacios de la casa, pensé que mi madre pudo esconderla en algún momento por temor a que alguien la viera y preguntara. Probablemente, mamá dejó la granada en su escondite para siempre y, como yo, pretendió olvidarla. Si era necesario tumbaría todas las paredes y la cerámica de los pisos. Si esta teoría era cierta, el problema era que debía hacerlo sola, ya que un martillazo en falso y volaría el apartamento.

Entre las cosas de la casa sólo encontré pedazos de vida olvidados y trozos de presente. Sólo restaba una posibilidad: estaba metida en la estructura. Decidí comenzar con lo que me pareció más sencillo: revisar las paredes con un martillo de goma para detectar cualquier hueco que pudiera existir. Salvo un par de filtraciones mal arregladas no tuve éxito. El siguiente paso sería despegar las cerámicas. Comencé por la cocina. Seguí con el baño de mi madre, luego el mío. Nada. Sólo quedaban los pisos. Comencé a jugar al arqueólogo.Seguramente, como era mi destino in-exorable, en el último lugar de la excavación, debajo de una baldosa cerca de la cama de mi madre, nos volvimos a encontrar.

     Durante algunos instantes me paralizó su visión. Tapé la cavidad. Me fui de la casa un par de días, no conseguía reunir las fuerzas para tomarla entre las manos.

     La granada no estaba sola. Mamá dejó una nota.

            Hija:
No puedo vivir con el castigo que nos dejó tu padre. Me voy a morir y la granada me sobrevivirá. Muchas veces la escuché con sus burlas y sus retos, creí que me estaba volviendo loca y, quizás, moriré loca. Espero que nunca la encuentres, espero que vendas esta casa y te vayas lejos a seguir tu vida, pero presiento que no será así y encontrarás esta carta.

Si estás leyendo esto es demasiado tarde, si estás leyendo esto te alcanzo y yo moriré mil veces más cada vez que sienta su toque sobre tu piel. Seremos fantasmas diferentes, no podré combatirla nunca…

Por fin me atreví a tocar la granada después de tantos años.Me sentí Atlas cargando, otra vez, a mis padres. Me alcanzaron de nuevo las discusiones, los miedos, la zozobra. Una vez más se escocían mis hombros, cargaba el mundo que me empeñé en abandonar. Sí, el destino es inexorable, somos pequeños Edipos escapando de casa para encontrar nuestra tragedia. Cometemos su error siempre. Corremos para encontrarnos. La granada me abrazaba, me daba la bienvenida al verdadero hogar, ese pequeño momento de inmortalidad que nos trasciende para luego dejarnos caer. Los dedos de mi padre se cerraban una vez más en mi muñeca. Yo lo maté. Lo maté, pero no como él lo merecía. Lo maté refugiada en la piedad, seguramente él ya lo sabía y por eso su venganza. La granada era mi padre y su sufrimiento y mi sufrimiento transitivo y el sufrimiento mudo de mi madre.

El hombre entierra las cosas que no quiere volver a ver. Yo, ingenua, enterré la granada en una montaña de la universidad, pensé que correría un riesgo mínimo allí. Además, no toleraba seguir viviendo a merced del metal.Pegué el seguro al cuerpo de la granada lo mejor que pude para que nunca se zafara. La enterré entre los árboles, lo más alejada posible del camino. Creí que sería la solución, al menos parcial. Una solución que me permitiría respirar lo suficiente para vivir lo que me quedaba. Serían muchas casualidades en un mismo saco que la granada se activara en el fondo de la tierra y estuviera pasando alguien en ese justo momento. Dormí tranquila algunas noches. Me dejaste descansar papá, los prisioneros deben recuperarse, ¿verdad? ¿Cómo continuar torturándolos si no?

Volví a subir a la montaña, busqué la tumba de la granada que había enterrado viva, la granada-vampiro. Me paré junto a ella como si visitara la tumba de mis padres, no recé, no le hablé, no me habló; pero me hizo sentir su rabia. Comencé a visitar a la granada con más frecuencia, eso la apaciguaba un poco. No quería desenterrarla y ella lo sabía, me acusaba aún por debajo de la tierra. Creí que cuando se cansara de saberme en sus tentáculos se detonaría, cumpliría con su amenaza.

Mi energía se agotaba lentamente, la falta de sueño y alimento, el constante ejercicio de subir a la montaña y la nostalgia absoluta mellaron mi salud. La misma dolencia de mi padre me fue diagnosticada: cáncer. Pensé que la enfermedad acabaría rápido conmigo, pero la granada-vampiro me mantendría viva hasta chuparme la última gota.

La vida sigue incluso después de la muerte, no es ningún enunciado metafísico es, sencillamente, que somos productos desechables tratando de ser conservados. Somos sacos fragmentados de recuerdos.
Un día, sin avisos ni profecías, soñé con el abrazo de mi padre, las manos de mi madre, luego un calor intenso y un zumbido punzante en los oídos.
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Olga Colmenares Morett (Caracas, 1980). Ingeniero en Computación (USB - Venezuela). Magister en Filosofía (USB - Venezuela).  Participante en los talleres de narrativa de CELARG (2004) y Monte Ávila Editores (2006), así como en la Semana de la Nueva Narrativa Urbana con el cuento “El caso Acteón”. Ganadora del Concurso de Autores Inéditos de Monte Ávila Editores (2012) con el libro de cuentos “Las cabezas de Medusa”. 

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