Por Roberto Martínez Bachrich
Doris Salcedo, Istanbul Project, 2003 |
La memoria –se sabe– es un bosque
terriblemente frondoso que esconde demasiados dragones. Y lo peor es que todos
echan fuego por la boca. Pero yo ya no estoy dispuesto a desempolvar recuerdos
buscando causas, aunque éstas aparezcan fulgurantes, siniestras y efímeras cada
cierto tiempo. Acepto, reconozco y asumo, por tanto, no haber olvidado el hecho
de que a mi madre la mató una mesa. Aspiraba la alfombra del comedor y se llevó
con el hombro una de las patas del pesado y viejo mesón de caoba de mis
bisabuelos.
La mesa se desplomó y la aplastó. Fue espantoso ver a mi padre y a
mi tío sacar el cadáver, ver sus muecas desconcertadas y el estigma de vivir
abolidos por la absurda muerte tallado en sus facciones; pero estos hórridos
detalles ahora no tienen ninguna importancia. Como tampoco tiene ninguna
importancia el redescubrir cada mañana en el espejo la insolente cicatriz que
surca todo el lado izquierdo de mi cara y que fue causada, también, por una mesa
vil, tres años después de la muerte de mi madre.
El asunto es que llevo una semana
teniendo pesadillas con mesas que me torturan e intentan asesinarme. El asunto
es que no soporto la densidad de las mesas en éste, mi apartamento.
Cuando Pancha llegó esta mañana
–después de un desaforado retraso– le dije que dedicaríamos el día a botar las
mesas. Ella me miró sorprendida durante unos quince segundos, luego me
respondió con una heroica resignación que como yo mandara. Pancha tiene toda
una vida trabajando con mi familia. Mi madre la contrató (casi podría decir que
la adoptó) cuando apenas era una muchachita. Mucho después, cuando murió mi
padre, Irene y yo “heredamos” a Pancha. Así que ha presenciado varias de “mis
manías” (así las llamaba Irene) anteriores: las plantas, los televisores, los
libros con tapas de cuero y qué sé yo cuántas más. De allí que ya nada la
sorprenda por un lapso mayor de quince segundos. Pancha también presenció mi
divorcio y las crudas guerras entre Irene y yo los últimos meses del matrimonio.
Esa era la época en que no podía dormir por culpa de las plantas dentro de la
casa y en el balcón. Ese zumbido insoportable de las hojas mecidas por el
viento me mantenía en vilo noches enteras y durante el día anulaba mi
concentración por completo, prohibiéndome escribir los reportajes para Economía al día. Siempre pensaba que
sería feliz unas horas cuando iba a las reuniones de la revista, pero mi
desilusión era universal al pisar la oficina y ver que había matas de plástico
en cada rincón, y que el aire acondicionado también movía sus hojas, y que el
sonido artificial era mucho peor que el natural.
Una mañana Irene se despertó y se dio
cuenta de que había tirado todas sus matas por el balcón (Pancha me ayudó: en
el fondo le hacían gracia “mis manías”, y le ahorraban trabajo). Nunca la vi
tan furiosa. Me dijo todas las groserías e insultos que había aprendido en sus
cuarenta años. Me cacheteó, me golpeó, me pateó y cuando se enteró de que
Pancha me había ayudado, la despidió sin pensarlo dos veces. Yo aceptaba sus
coñazos e improperios callado e inmóvil. Comprendía su rabia (las plantas
siempre han sido su pasión), aunque me dolía que ella no lo entendiera:
definitivamente yo no podía seguir viviendo con ese ruido, la cuestión no era
tan simple como una “manía” que se puede anular y olvidar con pastillas, era un
asunto vital y una elección decisiva: las plantas o yo. Pancha observaba con
cara de tragedia desde la cocina –no porque el fin de nuestra relación fuera
obvio, sino porque acababa de perder su trabajo– cuando llegaron la conserje y
el presidente de la junta de condominio al apartamento. Tenían caras de hienas
en celo y con mal de rabia. Exigían una explicación convincente respecto a los
porrones rotos y las matas en la calle, o tendrían que echarnos del edificio.
El apartamento aún era alquilado. Irene les dijo que me preguntaran a mí, y que
a ella no la iban a botar de ningún edificio porque se iba solita, ahora mismo.
Irene se fue al cuarto y yo les expliqué que había sido una pelea terrible,
cosas de pareja, y que no se repetiría, se los aseguro, mientras mandaba a
Pancha a recoger el desastre abajo. La conserje arguyó con su voz de limón
podrido –el presidente de la junta era otro en aquel entonces– que lo mismo
había dicho cuando cayeron los dos televisores en la calle. Pedí disculpas un
millón de veces y juré que nunca más pasaría nada por el estilo. Mientras tanto
Irene salió con sus maletas y me dijo que quería el divorcio. Cuando se
cerraron las puertas del ascensor miré a la conserje y al presidente con las
cejas en el tope de la frente: ellos entendieron que, si el divorcio era un
hecho, hasta ese día llegaban las peleas terribles y la lluvia de matas y
televisores. Cuando cerré la puerta encontré los ojos de Pancha abiertos y
llorosos como dos inmensos lagos de barro. Me preguntó si realmente estaba
despedida y le aseguré que no, que Irene ya no vivía aquí.
Pensé que la ausencia de Irene se me
haría terrible pero no fue así. En un par de semanas hasta me parecía extraño
haber estado casado con ella quince años. Claro, durante esos días pasaron
varias cosas interesantes. El periódico más importante del país me ofreció una
columna diaria en sus páginas de economía. Aunque podía escribir lo que se me
viniera en gana era un trabajo duro, pues había que entregar dos cuartillas
diarias de domingo a viernes; pero el pago era jugosísimo y, en el fondo,
resultaría mucho mejor que los trabajos por encargo de Economía al día. Por otro lado, nunca tendría que ir hasta el
periódico (mandaría los artículos por fax) y no me calaría ya las aburridas
reuniones de la revista, ni sus matas plásticas. Además, la administradora me
informó que mi contrato de alquiler se acababa pronto y que el apartamento se
pondría en venta. Renuncié a la revista y con la liquidación y un crédito en el
banco pagué la inicial del apartamento.
Pero no quiero alejarme de las mesas,
aunque parezca inevitable: es lógico evadir a los monstruos, es natural no
querer hablar de ellos, no respirarlos. Hay que sobreponerse a ver si se logra
algún exorcismo. Lo de las mesas, pues, empezó como una inofensiva amenaza
onírica. Sin embargo, noche a noche la amenaza se iba tornando más y más
temible. Soñaba (pesadillaba, quiero decir) con mesas de madera, hierro,
plástico o vidrio. Cuadradas, redondas, rectangulares u ovoidales. Blancas,
marrones, verdes, transparentes, en fin... con toda la gama y variedad de mesas
existentes e inexistentes (hasta llegué a soñar con una mesa sin patas que se
desplazaba por todo el apartamento girando sobre sí misma, y que en realidad
parecía una gigante sierra eléctrica cuyo único propósito era decapitarme). Las
torturas a que me sometían las mesas eran tan variadas como ellas mismas, pero
sin duda alguna las más crueles eran las de las mesas de madera.
Mi bisabuelo era carpintero y se
ganaba la vida haciendo, fundamentalmente, mesas. Quizá esas mesas no querían
ser mesas. Quizá querían ser sillas o juguetes o tallas. Quizá sólo querían
permanecer como madera, e incluso nunca dejar de ser parte de los troncos de
los árboles. Ahora se vengaban de todo esto en mí. Pero yo no tenía culpa de
nada.
Decidí ir al psiquiatra. Irene,
mientras fue mi esposa, siempre me lo sugirió. Incluso cuando lo de los
televisores hasta llegó a exigírmelo. Nunca quise ir. Nunca he creído en los
loqueros. Además, Irene me fastidió tanto que aunque hubiese querido ir no lo
hubiera hecho para no darle el gusto. Pero esta vez accedí, quizá porque Irene
nunca se enteraría. Y, como era de esperarse, fue terrible.
El consultorio del viejo en cuestión
estaba plagado de mesas. Mesas, mesitas, mesones. No me atreví a preguntarle
por qué tenía tantas. Pero cuando le conté –a grandes rasgos– lo que las mesas
querían hacerme, comprendió que yo no volvería a ese consultorio y que
deberíamos vernos en otra parte. Habló, sin embargo, de probar una terapia de
invasión y me explicó en qué consistía. Le respondí con un no rotundo y me
recetó unas pastillas para que durmiera bien. Acordamos que lo llamaría para
vernos en algún parque o terreno baldío sin mesas de por medio. Pero no lo
llamé más. Algo dentro de mí me aseguraba que no llegaría a ninguna parte con
la ayuda de aquel anciano barbudo. Debía vencer a las mesas solo. Además, las
pastillas sólo lograron extender la longitud y crueldad de mis pesadillas. En
vez de despertarme a tiempo para que las mesas no me asesinaran, dormía de doce
a catorce horas. Y cualquiera puede imaginarse lo que unas mesas sedientas de
sangre hacen con uno en ese tiempo. Me mataban, me remataban y me volvían a
matar. Me descuartizaban, me estrangulaban, me aplastaban. Me sacaban los ojos
con las patas y me desfiguraban el rostro. Me lanzaban platos y vasos (si eran
mesas de cocina), lámparas y portarretratos (si eran mesitas de noche) y pues
mejor ni hablar de los inmensos mesones de comedores industriales y fábricas
diversas. Usé las pastillas una sola noche. Cuando me levanté (mi pijama estaba
desgarrado, las sábanas en el suelo y la almohada destrozada) lo primero que
hice fue tirar los somníferos por el balcón.
Cuando llegó Pancha le dije que
hiciera muchísimo café bien oscuro (estaba decidido a no dormir más) y que
encerraríamos todas las mesas en el balcón (aún no me decidía a tirarlas, para
evitar problemas con la conserje y la junta). Cuando comenzamos a mover las
mesas se me bajó la tensión. Algo me impedía tocarlas, me producían asco y
pánico a la vez. Se me cortaba la respiración frente a ellas. No lo resistí. Le
pedí a Pancha que lo hiciera ella sola, que yo no podía, y me fui a escribir mi
columna (tenía dos días de retraso). Encendí la computadora y permanecí durante
horas perdido en el azul fluorescente de la pantalla. Algo me impedía escribir.
Todos los problemas económicos del mundo se quedaban ahogados en el fondo de mi
cerebro ante la presencia de un ente maligno en esa habitación. Algo como una
mesa invisible me endosaba un puñal en el pescuezo. Y así no se puede trabajar.
Di vueltas por todo el apartamento intentando resolver el lío con la mesa
metafísica. Pero apenas volvía frente a la computadora el aire se me hacía
pesado, algo impalpable parecía hacerse voluminoso y asfixiante. Entonces, en
una revelación feroz y erizado desde las uñas de los pies hasta el aura,
descubrí que debajo de la computadora se escondía, maligno y burlón, el
escritorio. Los escritorios no son sino espías enviados por las mesas. Se
esconden y se disfrazan con dulces intenciones escolares u oficinescas, y en
ese sentido son hasta más peligrosos que sus madres políticas. Cuando el
peligro está a la vista, uno, ya avisado, sabe a qué atenerse. Pero cuando se
enmascara y permanece oculto y acechante, la daga viene sin señales y casi
siempre es fatal.
Corrí fuera del cuarto mientras
buscaba a gritos a Pancha. Le expliqué que debía sacar el escritorio de la
habitación lo más pronto posible. Que me pusiera la computadora en el piso y
con cuidado. Pancha, sudando como una tetera por el pesado trabajo que le había
tocado, aceptó, sin embargo, sumisa.
Pero aquello no sirvió de mucho. Ya de
noche, tirado en la alfombra, estaba frente a la computadora aún mudo de ideas
para la columna. Y me llamó el director de la página a ver qué demonios me
pasaba, eso no podía seguir así, o me avispaba o tendrían que buscarse a otro.
Entendí que la presencia de las mesas en mi apartamento, aunque estuvieran a
treinta metros de mí, trancadas en el balcón, no me dejaría vivir en paz. Y
pasé una noche terrible, sin dormir un sólo minuto, tomando café y ron y té y
guaraná, esperando la luz del sol y la llegada de Pancha para tirar las mesas
por el balcón.
Las ojeras me llegaban hasta el suelo,
Pancha lo notó. Y su sorpresa de quince segundos después de la orden, fue
seguida de una curiosa petición (quince minutos después): en vista de que yo
iba a botar las mesas por qué no la dejaba llamar a su hijo y ellos las sacaban,
decentemente, por las escaleras, y se las llevaban a su casa para usarlas o
venderlas. Me quedé mudo unos minutos y una guerra de ideas confusas levantó
una humareda en mi cabeza. Luego me decidí y le dije a Pancha que aquello no
era posible. Que en tantos años de trabajo yo le había tomado un afecto
especial y que no pondría en peligro su vida y la de su hijo por unas mesas. –Esas
mesas son malvadas, Pancha. No tienes idea de cuánto.
A ella no le agradó demasiado mi
respuesta (se lo vi en la mueca de rana comiendo yogurt, en los labios
ondulados como una tocineta en la sartén, en la mirada descosiendo los bordes
de la alfombra) pero, como siempre, no discutió.
Esta vez tuve que ayudarla. Levantar
las mesas para echarlas balcón abajo era demasiado para ella sola. Fue
verdaderamente espantoso el contacto físico con las mesas: mis brazos
tocándolas, su peso y la maligna densidad que transmitían a mi cuerpo al
levantarlas. Pero al mismo tiempo fue un placer inenarrable verlas caer y
estallar en la calle: ser espectador de los últimos segundos de vida de las
malditas mesas, despedazándose contra el asfalto una a una, dejándome por fin
en paz. Abajo comenzó a formarse un círculo de curiosos y en cuestión de
minutos la conserje y el presidente de la junta (el nuevo) tocaban puntuales y
amargados mi timbre. Abrí la puerta y no los dejé hablar. No estaba dispuesto a
tolerar que nadie arruinara mi reciente felicidad. Les dije que por si no lo
sabían ya el apartamento era mío. Estaba pago. Se había acabado el alquiler y
el yugo terrible de sus normas impías. Les cerré la puerta en sus narices y
volví al balcón. El tumulto había crecido. Pancha me miraba confundida y no
decía nada. Volví a la computadora con ideas bien claras de los cuatro
artículos que iba a escribir, la encendí y me puse dedos al teclado. Pero no
pude.
No.
No puedo.
Mis dedos se han empezado a poner
marrones, apenas unos centímetros más allá de la base de las uñas, pero
marrones, como si... como si fueran de madera. Voy al baño de inmediato y me
lavo, me enjabono, me restriego con el cepillo y la piedra pómez; pero la
madera sigue creciendo y abarca ya mis manos completas. Los dedos parecen
haberse fundido en una sola masa cuya forma no es difícil de adivinar: es la
pata de una mesa. Me quito los zapatos y me doy cuenta de que el mismo proceso
está ocurriendo en mis pies.
Sudo.
Tiemblo.
Fue el contacto. No debí tocarlas.
Corro a la cocina y busco un cuchillo grande para detener la carrera violenta
de la madera en mi piel. Me acuerdo de los implementos de jardinería de Irene y
vuelo en busca de una escardilla, un pico, lo que sea para cortar la madera. Al
abrir el escaparate me hiela la respiración descubrir que Irene se llevó todos
sus... casi todos. Al fondo, bajo unas mantas, un brillo rojizo y plateado
llama a mi pata, digo, a mi mano. Vuelvo al balcón para no llenar de aserrín
las alfombras. Sostengo el hacha con una pata y golpeo con fuerza la otra. Mi
grito trae a Pancha en un amén. Me siento desmayado. Pancha se aproxima con
cara de horror y se llena las manos de aserrín. Mueve su boca de un lado a
otro, parece querer decir algo, pero nada oigo. Sólo un profundo silencio. Un
silencio de madera. Trato de incorporarme y le pido a Pancha que me ampute las
otras tres patas. El dolor en el brazo es hondo, pero seco, fútil. Quizá no
duela tanto a un árbol el corte. ¿Por qué, entonces, la venganza de las mesas?
Pancha se aleja de mí con una expresión atroz. Esta vez su sorpresa no dura
quince segundos. Se estira, se expande. El silencio de madera aturde y le
repito a Pancha mi petición, ésta vez con una voz que calculo ronca, grave,
molesta. Ella comienza a llorar y sus ojos, dos inmensos lagos de barro...
No.
No son lagos.
Son redondos, sí; marrones, sí. Son
mesas. Me arrastro por el balcón alejándome de Pancha y me doy cuenta de que
buena parte de mi cuerpo se ha convertido ya en madera. Pancha avanza hacia mí
con sus dos mesas en la cara y no me queda más remedio que decidirme a ejecutar
lo que debí hace mucho.
Yo no me convertiré en mesa. Moriré
mientras aún quede algo de sangre y piel en mí.
Me subo a la baranda del balcón y veo
que Pancha ya corre y casi me alcanza. Me dejo caer. El viento golpea con
violencia mi rostro. Hasta el último momento de mi vida resulta desgraciado.
Abajo me esperan todas las mesas con sus horribles sonrisas cariadas de
aserrín. Arriba –y es mi última mirada antes de convertirme en un montón de
filamentos arbóreos reventados– veo a la que alguna vez fue Pancha. Pero no es
Pancha ya. Pancha, toda ella, se ha convertido en un espantoso mesón de caoba.
El mismo, quizá, que mató a mi madre.
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Roberto
Martínez Bachrich.
(Valencia, Carabobo, 1977). Narrador, poeta y profesor de la Escuela de Letras
de la Universidad Central de Venezuela. Ha realizado talleres de narrativa con
Laura Antillano y Carlos Noguera, y de poesía con Carlos Osorio y María
Antonieta Flores. Autor de los libros de relatos Desencuentros (1998), Vulgar (2000)
y Las guerras íntimas (2011), además
del poemario Las noches de cobalto (2002).
Algunos de sus relatos y poemas han aparecido en las antologías De la urbe para el orbe (2006), Próximos (2006), Tatuajes de ciudad (2007), Carne
de exportación (2008), El futuro no
es nuestro (2008), En-obra (2009)
y Océano en un pez (2011). Ha recibido
el Premio Bienal de Narrativa “Rafael Briceño Ortega” (1998), el Premio de
Poesía “Vox Novula” de la Universidad Católica Andrés Bello (1999), el Premio
de Cuento Breve de la Universidad Central de Venezuela (1999) y el Primer Premio
del X Concurso Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2010).
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