Por Marianne
Díaz Hernández
Mujer en la cama, de Irving Penn |
Le
gustaba observar a los hombres que, en la calle o en el metro, caminaban con
flores en la mano. Le gustaba, también, imaginarse que en alguno de los tantos
universos posibles esas flores eran para ella; que un amante encantador la
esperaba en secreto, con el charm que tiene todo lo prohibido, para verse de
prisa y a escondidas, con la inquietud de ser descubiertos por Augusto, que
formaría un escándalo mayúsculo y, por primera vez en tantos años, demostraría
poseer sangre en las venas.
Solía
verlos temprano en las mañanas, en el andén o en la parada del bus, cuando iba
de camino al trabajo. En esos casos, la fantasía solía durarle hasta la hora
del almuerzo, o hasta que las medias se le engancharan en algún saliente de la
silla o el escritorio, y la corrida le arruinara el día y la impecabilidad. En
esos días, el jefe quizás notaría que su cabeza andaba en otros lares;
posiblemente la mirara como interrogándola, entre la duda y la extrañeza; lo
más seguro, de cualquier manera, era que no se atreviera a preguntarle nada.
Sus quince años sentándose en la misma silla, frente al mismo escritorio,
haciendo el mismo trabajo, le garantizaban un autodominio que nadie se
atrevería a disputarle, la ventaja indiscutible de la rutina hecha hábito, de
saber el lugar en el que se encontraba cada cosa sin ni siquiera tener la
necesidad de pensar. Carmencita, diría el jefe, sáquele dos copias al contrato
de los Arbeláez, y ella contestaría, con la mirada en el infinito, las saqué
ayer, están sobre su escritorio, y nadie se atrevería a preguntarle nada,
porque a nadie le importaba su mirada extraviada si el trabajo estaba perfecto
y al día.
Almorzaría
sola, en su escritorio ordenado a la perfección, la comida que ella misma se
habría preparado la noche anterior. Y mientras vaciaba el táper pausadamente,
se diría a sí misma, con picardía, que ese amante habría de llevarle girasoles
y no rosas, pues debería conocer sus flores favoritas, y que tendría que saber
hablar italiano, para decirle las cosas que Augusto nunca había sabido decirle.
Constantemente,
mientras redactaba un memo o una orden de pago, pensaba en su mitad de soledad,
tan bien cuidada, tan pulcra, tan callada. Nunca sabría decir si Augusto le
había sido infiel; hacía muchos, demasiados años, que era tan poco lo que
podría decir de Augusto a ciencia cierta, a no ser que prefería las medias
grises a las negras, y la carne un poco quemada. Aún no lograba comprender cómo
había soportado tanta soledad durante tantos años; no ser escuchada cuando
intentaba contar algo que le había pasado durante el día; no ser abrazada ni
tocada ni acariciada durante tanto, tanto tiempo.
Desde
siempre había soñado, como soñaba cualquiera en el momento de dar el “sí”
oficial, que su marido sería el compañero que tomaría su mano en los momentos
difíciles, que la cuidaría y la protegería, que la haría sentir amada y
apreciada; en resumidas cuentas, que le llevaría flores una y otra vez, por lo
menos; pero ninguna de estas expectativas había terminado por cumplirse. Los
primeros años de matrimonio fueron una calma bastante semejante al concepto que
tenía de hogar; algunas discusiones por tonterías, la repartición de las tareas
domésticas, muchas conversaciones rutinarias y pocas conversaciones
trascendentales; sin embargo, se acercaba más o menos a lo que ella pensaba que
podía ser estar casado. Sin embargo, de un día para el otro todo aquello había
cambiado, como si la relación se helara de pronto, como si se hubiera quedado
hablando sola al final del hilo de una llamada trasatlántica. Con aquella
sensación de soledad inexpugnable, ella atravesaba los días, uno tras otro,
como quien ensarta cuentas en un hilo, todas del mismo color, repitiendo un
patrón aburrido y monótono. Era levantarse por la mañana, en silencio, para no
despertarlo; preparar el café y el desayuno al mismo tiempo que iba
arreglándose para trabajar; dejarlo todo listo y salir, precipitada, a la
calle, al metro, al ruido insoportable, al olor nauseabundo de la ciudad que
apenas despertaba. Él se levantaría luego, encontraría todo listo, se vestiría
con calma y se iría a su oficina. Ella llegaría a su escritorio, donde
sostendría en la punta de sus diez dedos el frágil equilibrio que era la
oficina del doctor Sánchez, se cortaría la yema del meñique con una hoja de
papel bond, se pelearía con las gavetas oxidadas que siempre daban trabajo para
abrir o cerrar, sacaría un millón de copias, archivaría un millón de
documentos, prepararía café, almorzaría sola, en su escritorio.
A
veces, entonces, mientras iba clavando el tenedor en los pedacitos esquivos de
lechuga, se imaginaba que Augusto aparecía de súbito por la puerta y la
invitaba a almorzar, le regalaba flores, le enviaba chocolates o le pedía el
divorcio: cualquier cosa que alterara la insoportable rutina de sus días, al
menos un mínimo desorden, algo que le sirviera para distinguir una mañana de
otra, más que las cifras que iban en aumento en el calendario de hojas
desprendibles que colgaba en la pared de la oficina. Era en esos días, también,
cuando recordaba su noviazgo, como si de desleídas postales de viaje se
tratara, diciéndose que aquello era de otro siglo; las citas a escondidas, las
cartas enviadas con primos o deslizadas por la ventana con sigilo, las palabras
y sus significados múltiples, todo aquello la acompañaba en aquellos almuerzos
solitarios, sin una llamada de Augusto para preguntar por su día.
Era
cierto que ella tampoco lo llamaba. No desde aquella vez en que levantara el
teléfono a media mañana, marcara el número de la oficina de su esposo y
preguntara por él, sólo para que una voz de mujer le contestara, tras un
silencio largo e incómodo, como el de alguien que no sabe qué decir, que el
señor Augusto ya no estaba con ellos. Colgó el teléfono, molesta, y se irritó
más aún cuando Augusto no supo darle ninguna explicación satisfactoria para
aquella respuesta absurda, y decidió que, sencillamente, ya no llamaría más a
aquel lugar extraño donde no querían comunicarle con su esposo.
Terminó
su ensalada, lavó el envase y luego de secarlo, lo devolvió a su lugar en el
bolso. Tenía la pulcritud y la atención al detalle de una señora de setenta
años con collar de perlas y camafeo, pero apenas rozaba los cuarenta, que según
las revistas de los quioscos, eran ahora los nuevos veinte, así que podría
haberse alocado un poco e irse a vivir la vida un rato al bar de la esquina.
Pero eso no estaba en ella; se requerían amigas con vocación de tigresa y un
poco –bastante- menos de escrúpulos, y ella, con su cabello siempre recogido y
su vestido siempre negro e impecable, no era material para esa clase de
aventura. Y sin embargo, era perfectamente capaz de entender esa búsqueda
desaforada de la juventud perdida: era a través de esa misma nostalgia que ella
soñaba con que el chico que llevaba aquel ramo de rosas en el metro fuera
Augusto, aunque ya no recordaba cómo se recibía un regalo de ese tipo, qué cara
poner, ni si el agua de las rosas debía estar tibia o fría, si debía ponerles
azúcar.
De
regreso a casa, de nuevo en el metro, le cedieron el puesto, y lo aceptó porque
los tacones le hacían doler los pies, aunque no dudó ni por un segundo de que
aquel gesto había sido lo mismo que un “doñita” dicho por el cajero del
supermercado. Se sintió vieja y cansada. Se dio cuenta de que se le había corrido
la media, y se sintió más cansada aún. Bajando la mirada al suelo, para que
nadie se diera cuenta, lloró un poco, en silencio, mientras llegaba a su
estación.
En
el andén se secó el rostro con cuidado, para que Augusto no notara que había
llorado. Nunca lo hacía, pero igual quería evitarle la molestia. Llegó a la
casa, vacía y a oscuras, cuando ya comenzaba a oscurecer, y repitió su rutina
de siempre –ducha, cocina, platos, televisión, borrar los mensajes de la
contestadora, prepararse para dormir-. Se puso el pijama y se metió a la cama
–perfectamente tendida, tal como la había dejado aquella mañana- y dándole las
buenas noches al silencio, a las paredes y a la urna de cerámica que reposaba
sobre la mesita de noche, se quedó dormida.
*Del
libro inédito Historias de mujeres perversas
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Marianne Díaz Hernández
(Altagracia de Orituco, Guárico, 1985). Ha publicado: Cuentos en el
espejo (2008, libro ganador del Concurso para Autores Inéditos de
Monte Ávila Editores, mención Narrativa) y Aviones de papel (2011).
Ganadora de la I Bienal Nacional de Literatura Gustavo Pereira, mención
narrativa, por su libro Historias de mujeres perversas. Ha
aparecido en las antologías: Quince que cuentan (Fundación para la
Cultura Urbana, 2008), Zgodbe iz Venezuele (2009, Sodobnost, Eslovenia)
y Antología sin fin (Escuela Literaria del Sur, 2013). Cuentos suyos han
sido traducidos al inglés, francés y esloveno.
Yo creo que esta novela hispanoamericana es muy interesante y pasionda ya que en la novela la soledad nos habla del pasado como tiene que ser y que una mejer puede tambien mirar a un hombre y soñar
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