sábado, 27 de julio de 2013

Silencio*

Por Marianne Díaz Hernández
Mujer en la cama, de Irving Penn



















Le gustaba observar a los hombres que, en la calle o en el metro, caminaban con flores en la mano. Le gustaba, también, imaginarse que en alguno de los tantos universos posibles esas flores eran para ella; que un amante encantador la esperaba en secreto, con el charm que tiene todo lo prohibido, para verse de prisa y a escondidas, con la inquietud de ser descubiertos por Augusto, que formaría un escándalo mayúsculo y, por primera vez en tantos años, demostraría poseer sangre en las venas.


Solía verlos temprano en las mañanas, en el andén o en la parada del bus, cuando iba de camino al trabajo. En esos casos, la fantasía solía durarle hasta la hora del almuerzo, o hasta que las medias se le engancharan en algún saliente de la silla o el escritorio, y la corrida le arruinara el día y la impecabilidad. En esos días, el jefe quizás notaría que su cabeza andaba en otros lares; posiblemente la mirara como interrogándola, entre la duda y la extrañeza; lo más seguro, de cualquier manera, era que no se atreviera a preguntarle nada. Sus quince años sentándose en la misma silla, frente al mismo escritorio, haciendo el mismo trabajo, le garantizaban un autodominio que nadie se atrevería a disputarle, la ventaja indiscutible de la rutina hecha hábito, de saber el lugar en el que se encontraba cada cosa sin ni siquiera tener la necesidad de pensar. Carmencita, diría el jefe, sáquele dos copias al contrato de los Arbeláez, y ella contestaría, con la mirada en el infinito, las saqué ayer, están sobre su escritorio, y nadie se atrevería a preguntarle nada, porque a nadie le importaba su mirada extraviada si el trabajo estaba perfecto y al día.

Almorzaría sola, en su escritorio ordenado a la perfección, la comida que ella misma se habría preparado la noche anterior. Y mientras vaciaba el táper pausadamente, se diría a sí misma, con picardía, que ese amante habría de llevarle girasoles y no rosas, pues debería conocer sus flores favoritas, y que tendría que saber hablar italiano, para decirle las cosas que Augusto nunca había sabido decirle.

Constantemente, mientras redactaba un memo o una orden de pago, pensaba en su mitad de soledad, tan bien cuidada, tan pulcra, tan callada. Nunca sabría decir si Augusto le había sido infiel; hacía muchos, demasiados años, que era tan poco lo que podría decir de Augusto a ciencia cierta, a no ser que prefería las medias grises a las negras, y la carne un poco quemada. Aún no lograba comprender cómo había soportado tanta soledad durante tantos años; no ser escuchada cuando intentaba contar algo que le había pasado durante el día; no ser abrazada ni tocada ni acariciada durante tanto, tanto tiempo.

Desde siempre había soñado, como soñaba cualquiera en el momento de dar el “sí” oficial, que su marido sería el compañero que tomaría su mano en los momentos difíciles, que la cuidaría y la protegería, que la haría sentir amada y apreciada; en resumidas cuentas, que le llevaría flores una y otra vez, por lo menos; pero ninguna de estas expectativas había terminado por cumplirse. Los primeros años de matrimonio fueron una calma bastante semejante al concepto que tenía de hogar; algunas discusiones por tonterías, la repartición de las tareas domésticas, muchas conversaciones rutinarias y pocas conversaciones trascendentales; sin embargo, se acercaba más o menos a lo que ella pensaba que podía ser estar casado. Sin embargo, de un día para el otro todo aquello había cambiado, como si la relación se helara de pronto, como si se hubiera quedado hablando sola al final del hilo de una llamada trasatlántica. Con aquella sensación de soledad inexpugnable, ella atravesaba los días, uno tras otro, como quien ensarta cuentas en un hilo, todas del mismo color, repitiendo un patrón aburrido y monótono. Era levantarse por la mañana, en silencio, para no despertarlo; preparar el café y el desayuno al mismo tiempo que iba arreglándose para trabajar; dejarlo todo listo y salir, precipitada, a la calle, al metro, al ruido insoportable, al olor nauseabundo de la ciudad que apenas despertaba. Él se levantaría luego, encontraría todo listo, se vestiría con calma y se iría a su oficina. Ella llegaría a su escritorio, donde sostendría en la punta de sus diez dedos el frágil equilibrio que era la oficina del doctor Sánchez, se cortaría la yema del meñique con una hoja de papel bond, se pelearía con las gavetas oxidadas que siempre daban trabajo para abrir o cerrar, sacaría un millón de copias, archivaría un millón de documentos, prepararía café, almorzaría sola, en su escritorio.

A veces, entonces, mientras iba clavando el tenedor en los pedacitos esquivos de lechuga, se imaginaba que Augusto aparecía de súbito por la puerta y la invitaba a almorzar, le regalaba flores, le enviaba chocolates o le pedía el divorcio: cualquier cosa que alterara la insoportable rutina de sus días, al menos un mínimo desorden, algo que le sirviera para distinguir una mañana de otra, más que las cifras que iban en aumento en el calendario de hojas desprendibles que colgaba en la pared de la oficina. Era en esos días, también, cuando recordaba su noviazgo, como si de desleídas postales de viaje se tratara, diciéndose que aquello era de otro siglo; las citas a escondidas, las cartas enviadas con primos o deslizadas por la ventana con sigilo, las palabras y sus significados múltiples, todo aquello la acompañaba en aquellos almuerzos solitarios, sin una llamada de Augusto para preguntar por su día.

Era cierto que ella tampoco lo llamaba. No desde aquella vez en que levantara el teléfono a media mañana, marcara el número de la oficina de su esposo y preguntara por él, sólo para que una voz de mujer le contestara, tras un silencio largo e incómodo, como el de alguien que no sabe qué decir, que el señor Augusto ya no estaba con ellos. Colgó el teléfono, molesta, y se irritó más aún cuando Augusto no supo darle ninguna explicación satisfactoria para aquella respuesta absurda, y decidió que, sencillamente, ya no llamaría más a aquel lugar extraño donde no querían comunicarle con su esposo.

Terminó su ensalada, lavó el envase y luego de secarlo, lo devolvió a su lugar en el bolso. Tenía la pulcritud y la atención al detalle de una señora de setenta años con collar de perlas y camafeo, pero apenas rozaba los cuarenta, que según las revistas de los quioscos, eran ahora los nuevos veinte, así que podría haberse alocado un poco e irse a vivir la vida un rato al bar de la esquina. Pero eso no estaba en ella; se requerían amigas con vocación de tigresa y un poco –bastante- menos de escrúpulos, y ella, con su cabello siempre recogido y su vestido siempre negro e impecable, no era material para esa clase de aventura. Y sin embargo, era perfectamente capaz de entender esa búsqueda desaforada de la juventud perdida: era a través de esa misma nostalgia que ella soñaba con que el chico que llevaba aquel ramo de rosas en el metro fuera Augusto, aunque ya no recordaba cómo se recibía un regalo de ese tipo, qué cara poner, ni si el agua de las rosas debía estar tibia o fría, si debía ponerles azúcar.

De regreso a casa, de nuevo en el metro, le cedieron el puesto, y lo aceptó porque los tacones le hacían doler los pies, aunque no dudó ni por un segundo de que aquel gesto había sido lo mismo que un “doñita” dicho por el cajero del supermercado. Se sintió vieja y cansada. Se dio cuenta de que se le había corrido la media, y se sintió más cansada aún. Bajando la mirada al suelo, para que nadie se diera cuenta, lloró un poco, en silencio, mientras llegaba a su estación.

En el andén se secó el rostro con cuidado, para que Augusto no notara que había llorado. Nunca lo hacía, pero igual quería evitarle la molestia. Llegó a la casa, vacía y a oscuras, cuando ya comenzaba a oscurecer, y repitió su rutina de siempre –ducha, cocina, platos, televisión, borrar los mensajes de la contestadora, prepararse para dormir-. Se puso el pijama y se metió a la cama –perfectamente tendida, tal como la había dejado aquella mañana- y dándole las buenas noches al silencio, a las paredes y a la urna de cerámica que reposaba sobre la mesita de noche, se quedó dormida.

*Del libro inédito Historias de mujeres perversas

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Marianne Díaz Hernández (Altagracia de Orituco, Guárico, 1985). Ha publicado: Cuentos en el espejo (2008, libro ganador del Concurso para Autores Inéditos de Monte Ávila Editores, mención Narrativa) y Aviones de papel (2011). Ganadora de la I Bienal Nacional de Literatura Gustavo Pereira, mención narrativa, por su libro Historias de mujeres perversas. Ha aparecido en las antologías: Quince que cuentan (Fundación para la Cultura Urbana, 2008), Zgodbe iz Venezuele (2009, Sodobnost, Eslovenia) y Antología sin fin (Escuela Literaria del Sur, 2013). Cuentos suyos han sido traducidos al inglés, francés y esloveno.

1 comentario:

  1. Yo creo que esta novela hispanoamericana es muy interesante y pasionda ya que en la novela la soledad nos habla del pasado como tiene que ser y que una mejer puede tambien mirar a un hombre y soñar

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