miércoles, 16 de enero de 2013

Más allá del humanismo: por una moral fluvial

Por Fanny Pirela Sojo

Santiago Ydáñez. Cuerpo















Imaginemos –pero será de todos modos un hombre el que imaginará- que una estrella de mar esté dotada de conciencia: su política no se orientará según la derecha y la izquierda.
Ruy Launoir

¡Tú no eres un vil copista, sino un poeta!
Honoré de Balzac


En su conferencia titulada “Normas para el parque humano”, Peter Sloterdijk esboza una respuesta a la “Carta sobre el humanismo” (1946) que Heidegger escribiera a partir de la pregunta de un joven pensador francés por un nuevo sentido –una especie de actualización semántica- de la palabra Humanismo. El mayor explosivo que Sloterdijk intercala en su controvertido texto, sugiere que el pensamiento occidental es el privilegio de la domesticación de humanos por humanos, y el humanismo nada menos que la elevación filosófica de esta praxis por obra y gracia de la tradición letrada… Y que cuando “la osadía guerrera por un lado, y la sensatez filosófico-humana, por el otro, llegan a entramarse equilibradamente en el tejido del Estado”, acontece la “homeostasis óptima” del parque humano, en la cual los seres que lo habitan se hacen dóciles (domesticados, domados) por libre voluntad (1999: 18).
Si de algo se ha venido ocupando el pensamiento contemporáneo, es de procurar sucesivos o reiterados “desenmascaramientos” de la inocencia del proyecto modernizador, acogidos en la mayoría de los casos de buen agrado por el presente siglo, pero (curiosamente, siempre dentro de los límites de esa razón que dice resultarle tan odiosa) ya admitir que las sociedades modernas son parques de domesticación animal le parece un extremo definitivamente incómodo, sobre todo porque implica replantearse el ser desde una idea que resulta irracional en toda la literalidad del término.
Eso explicaría acaso el perturbador efecto del discurso de Sloterdijk. Que en el contexto de un simposio titulado La filosofía en el final del siglo se tocara el tema del humanismo sólo para decir que ha sido un fraude, había de levantar alarma. Porque –se consienta, o no- la modernidad entre nosotros goza de muy buena salud: el ámbito de una “legítima” razón humana sigue pareciendo muy confortable, y correr sus límites –aunque sea unos milímetros- supone aventurarse hacia un espacio problemático, por decirlo elegantemente.
Si humanismo es lo que se opone a barbarie, es esperable que desde su lógica congénita –muy limitada en lo que se refiere a facultades críticas- se alegue que atreverse a cuestionarlo es reivindicar la crueldad animal propia del bárbaro (olvidando alegre y convenientemente que los siglos sobre los que camina la historia de los más insignes humanistas han sido sobradamente pródigos en barbaridades).
Sucede que, a pesar de empecinados intentos, aún no parece acercarse el auténtico fin del horizonte poblado de dialéctica que dio lugar a la era de los ismos. Lo que ha venido - sobre todo en la última centuria - a presentarse como la víspera de este fin no es más que la ascensión de un nuevo estadio, que en nombre de corregir un nefasto derrotero histórico, se ha dedicado sistemáticamente a restituir fundamentalismos. La cultura imperante tiene una voluntad de regeneración formidable: cualquier desafío a su lógica es apaciguado con la etiqueta “incoherente”, o su efecto trivializado con una oportuna reescritura de denominaciones, enunciados y criterios. Experimentos subversivos y afines no han hecho más que nutrirla, y por estos días lo que distingue el crecimiento exponencial de su poder persuasivo es la vertiginosa invención –captura- de nuevas técnicas para enunciar ancianos tenores.
En semejante contexto, las potencias de creación -reducidas más recientemente a la idea de “creatividad” y asociadas a artificios publicitarios - han sido en buena medida puestas al servicio de una gran máquina repetidora, que reitera, reafirma y fortalece, incesante, los consabidos valores. Hoy, como nunca, el término “rebelión” termina asociado a añoranzas naïve o jerigonzas inoperantes que son esterilizadas al vuelo, o peor: fagocitadas, embutidas en fardos infelices y ofrecidas en burdos anaqueles de mercaditos cualquiera.
Porque, ¿en qué sentido se ha dicho hasta ahora transformador? Rancière elabora una lúcida reflexión al respecto. Si las producciones de la actividad creadora implican, necesariamente, la existencia de un espacio indecidible, hay dos maneras de pensar eso que es indecidible. Está la que lo considera un estado del mundo en el que los opuestos son equivalentes y hace de la demostración de esa equivalencia la ocasión de un nuevo virtuosismo artístico; y otra que reconoce en lo indecidible el entrelazamiento de diversas políticas, da a ese entrelazamiento figuras nuevas, explora sus tensiones y desplaza así el equilibrio de los posibles y la distribución de las capacidades (84: 2010). Entre esas concepciones vive hoy el lugar de la creación en tanto política: producción de ideas.

La escisión del conocimiento

El estado del mundo en el que los opuestos son equivalentes no es otra cosa que el pensamiento dialéctico. Fundamentado en el estéril paradigma de las equivalencias, constituye la operación simplificadora de un elaborado, arbitrario y eficaz procedimiento de abstracción; la imposición de un estado falaz que se empeña en desconocer el devenir del pensamiento para hacer “cosas”: entidades estáticas que mantienen relaciones controlables de causa y efecto. Todo en función de consumar una conveniente división entre los elementos que termine por diferenciar sujeto de objeto, falaz de real, verdad de mentira. Incapaz de conocer la infinitud, la dialéctica fractura el mundo en dos y da lugar a una epidemia simétrica y nefasta: oposiciones, obstrucciones, juicios, prohibiciones, negativas, representaciones. La representación no es el acto de producir una forma visible, sino el de dar un equivalente (Rancière, 94: 2010), de ubicar siempre una fuerza en lugar de otra, un poder en relación con otro.
El fundamento de semejante simplificación es evidente: sólo haciendo de lo humano y su ámbito un estado predecible, regulable y susceptible de normalización, es posible fundar una sociedad sobre el precario juego dual que habilita a “decidir” entre lo aceptable y lo intolerable, lo verdadero y lo falso, lo propio y lo improcedente. Someter el conocimiento lo hace no sólo controlable, sino –lo más importante- controlador. Precisamente por eso cuando se ha pronunciado “potencia” se ha entendido “dominación”. El vigente estado de cosas es de tal eficacia histórica que no por especulativo y permutable aparece menos plausible.
Se disfraza la dialéctica de alivio, de solución, de seguridad; pero en términos prácticos es una máquina que sólo puede distribuirla alienación. La otorga a unos y a otros alternativamente, en un intercambio esporádico de roles entre amo y esclavo, entre criado y criador. Como había anticipado Nietzsche, tiende siempre a la sumisión, en tanto fuerza que no puede ser definida sino desde la existencia de otra. Representación y resentimiento obedecen a su lógica. La dialéctica es la trampa responsable de las pseudo-transformaciones, los extravíos, los olvidos del discurso moderno, de los cuales el de la propia animalidad es el mayor y más espectacular.
Cierta ética aprendible se encarga de que este pacto sea reconocido y avalado como una situación “natural”, de facto. Amparada en un modo de conocer que articula inteligencia/sensibilidad-cultura (civilización) en oposición a - y por encima de - naturaleza/cuerpo-pulsiones (barbarie), la civilización letrada promete sojuzgar la barbarie en pos de una eternamente pospuesta, indefinida e indefinible perfectibilidad humana. Bajo un dogma enceguecedor (se ha dado en llamar “progreso”) acecha una máquina “civilizatoria” que entiende civilización como superación de la biología por medio del sometimiento.
¿Y no es justamente el sometimiento la experiencia inversa de la libertad, bandera de occidente? Aquello que determina el signo y el sino de lo humano se fundamenta en una división que excluye una parte fundamental de las potencias que le dan forma y, en esa medida, lo naturaliza en función de factores que en ningún caso constituyen su “naturaleza”: la represión que se le atribuye como “necesaria” es el motor mismo de la dominación, de la culpa y el resentimiento. En perfecto contrasentido de lo que augura, la civilización occidental lo tiene todo, menos voluntad emancipatoria.
Hoy, la búsqueda desesperada de “originalidad”, el culto dramático a la consabida y ya pútrida fórmula de la “innovación”, es el producto de una enajenación que favorece nuevos artificios de camuflaje de la crianza humana para hacer más digerible su ámbito. Se ha insistido equívocamente en la palabra “crear” para ocultar lo que habría de llamarse “repetir”, saber en el sentido más humanista. Saber que reconoce y reproduce, no transforma; saber que institucionaliza un tipo de conocimiento que no sólo legitima la domesticación, sino que la asegura desde la virtud incuestionada de la tradición letrada, que habita en el sistema educativo. En esta instanciase consolida la preservación, transmisión y perpetuidad de sus valores.
Y es justamente por eso que el conocimiento en sí mismo es el más preciado valor. Ínfimo y provisorio, para el humanismo es, no obstante, el camino a las mayores verdades del universo, el gran esclarecedor[1], cuando legítimamente se trata de un formidable creador. Solicitar de él la verdad–pretenderlo un exhumador- es reducirlo a su expresión más deplorable, limitante y mediocre.

Potencia del desplazamiento

El pensamiento occidental tiene una particular obsesión por los valores del tipo más inferior, ésos que Nietzsche llama reactivos: anodinos e infértiles, violentos y déspotas; y sin embargo los más eficaces para mantenerse en sus dominios. La genuina consigna liberadora es proteger al fuerte del débil.
Porque para el logos humanista es fundamental fortalecer el conocimiento de la “conciencia”, perfecto comodín que lo resguarda de cualquier exceso. Sólo ante él aparece la razón estática, lineal, que puede someter la potencia creadora a una única y definitiva expresión: la verdad última. Y cuando en su ámbito puede tener perfecta cabida la coincidencia de verdades antitéticas, es precisamente porque está aconteciendo la síntesis hegeliana, ese equilibrio que menciona Rancière, la “homeostasis óptima” de la que habla Sloterdijk. Tal es el mecanismo que subyuga lo humano.
Si esto es así, sólo desplazamientos del orden vigente serían capaces de habilitar lo in-vero-símil, eso que la razón dualista no se permite pensar. Estos tránsitos tendrían que ser creados, genuinamente, en todo su alcance, creados por una voluntad única, ilimitada, omnipotente, absoluta. Una voluntad liberada, que haya superado la creación metafísica y la metafísica de la creación que nos ha condenado a la esclavitud. Si el ideal humanista es el hombre como un animal educable, domesticable por medio de la relación maestro/criador – ignorante/criado, el primer cometido para contrarrestar sus valores es hacer temblarla lógica de esta relación.

La voluntad deseable

En nuestra cultura, el hombre -lo hemos visto-ha sido siempre el resultado de una división, y, a la vez, de una articulación de lo animal y lo humano, en la cual uno de los dos términos de la operación era también lo que estaba en juego. Volver inoperante la máquina que gobierna nuestra concepción del hombre significará, por lo tanto, ya no buscar nuevas articulaciones -más eficaces o más auténticas-, sino exhibir el vacío central, el hiato que separa -en el hombre- el hombre y el animal, arriesgarse en este vacío (Agamben, 2006: 167).
Reconocer que el motor de la realidad vigente es la lógica de la representación implica que cualquier acción transformadora debe partir de un proceso de distorsión, un desquicio del lenguaje que la constituye. Este itinerario supone la producción de nuevas posibilidades de significación que se ocupen de fisurar la propia “materia” que lo hace posible. La cuestión aquí planteada por Agamben es principalmente la cuestión de las categorías, de la escisión del sujeto por obra de las categorías: subjetivación y no-subjetivación, decible e inefable, posible e imposible, potencia e impotencia. Si el pensamiento de las categorías ha invisibilizado el lugar de todo indecidible, de éste y todos los vacíos, arriesgarse implica exhibirlo: abandonarse hasta las últimas consecuencias, emprender la aventura de la incertidumbre, provocar la epifanía de un conocimiento capaz de transgredir sus propios límites.
En tanto el agente del dualismo es la representación, la traducción en signos de la realidad, este desmantelamiento sugiere un tipo de aproximación que rehúya de las vías naturalizadas de acceso al mundo y tienda a lo irreconocible, ergo inefable. Se trata de generar nuevas posibilidades de pensamiento que eludan la interpretación y la exégesis. En el agujero de lo a-verdadero, de eso que no tiene ser sino extravagancia (tránsito fuera de orden), que no se anticipa, sino que se manifiesta, habita la potencia infinita del ser y el hacer de lo humano.
La voluntad deseable es, entonces, la voluntad que abraza no la revelación -cubrimiento/descubrimiento - del mundo, sino su invención; no el (re)conocimiento, sino la experiencia todo posible de la poiesis. Invenciones navegables de la fábula humana, nuevos andares movedizos que privilegien el acontecimiento activo de la creación y sus fluyentes excesos. Las contingencias de la imaginación deben ser reivindicadas si lo que se quiere es una genuina emancipación: las imágenes del arte no proporcionan armas para el combate. Ellas contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo visible, de lo decible y de lo pensable, y, por eso mismo, un paisaje nuevo de lo posible (Rancière. 2010, p. 103).

1. “En el orden del conocimiento se quiere encontrar la fundamentación de la ciencia, es decir, del conocimiento que ya se posee, pero que por lo visto no es bastante el que se posea, si no se posee desde su última raíz. Se trata, realmente, de un conocimiento ambicioso (…) llegar a la fundamentación del conocimiento es tanto como saber de las cosas lo que se sabría si se las hubiese creado” (María Zambrano, 2010, p.70)

Referencias bibliográficas

Agamben, G. Lo abierto. El hombre y el animal. Pretextos, Valencia, 2005

Agamben, G. Lo que queda de Auschwitz.  Pre-textos,Valencia, 2000

Heidegger, M. Carta sobre el Humanismo. Alianza Editorial, Madrid, 2000

Nietzsche, F. Fragmentos póstumos 1884-1887, Kritische Studieausgabe, Münich, 1988

Nietzsche, F.Ecce Homo. Losada, Buenos Aires, 2004

Rancière, J. El maestro ignorante. Laertes,Barcelona, 2003

Rancière, J. El espectador emancipado. Manantial, Buenos Aires, 2010

Sloterdijk, Peter. “Reglas para el parque humano”. Tomado de: http://www.heideggeriana.com.ar/comentarios/sloterdijk.htm

Zambrano, M. Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica, México, 2005

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Fanny Pirela Sojo (Caracas, Venezuela, 1979) Licenciada en Artes por la Universidad Central de Venezuela. Culminando estudios de maestría en Comunicación y Creación Cultural por la Fundación Walter Benjamin de Buenos Aires. Realizó estudios de posgrado en Literatura Latinoamericana en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Es ensayista e investigadora en cultura contemporánea. Ha publicado: “Fluxus: la paradoja” (País portátil, 2012), “Máquinas Estéticas. Una aproximación a la discusión contemporánea” (BLINK Lifestyle Magazine, 2011), “Héctor/ Germán/ Oesterheld. La inscripción autobiográfica como manifiesto en El Eternauta” (Primer Congreso Internacional Viñetas Serias, 2010), “Encuentros con lo inefable. Una aproximación a El falso cuaderno de Narciso Espejo” (Revista Latinoamericana de Ensayo, 2010) y recientemente “De la irresponsabilidad de los elefantes y otras cuestiones imprescindibles”, incluido en la Antología del ensayo filosófico joven en Argentina (Fondo de Cultura Económica, 2012).



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