Santiago Ydáñez. Cuerpo |
Imaginemos –pero será de todos modos
un hombre el que imaginará- que una estrella de mar esté dotada de conciencia:
su política no se orientará según la derecha y la izquierda.
Ruy Launoir
¡Tú no eres un vil copista, sino un
poeta!
Honoré de Balzac
En su conferencia titulada “Normas para el parque humano”, Peter Sloterdijk esboza una respuesta
a la “Carta sobre el humanismo” (1946) que Heidegger escribiera a partir de la pregunta
de un joven pensador francés por un nuevo sentido –una especie de actualización
semántica- de la palabra Humanismo. El
mayor explosivo que Sloterdijk intercala en su controvertido texto, sugiere que
el pensamiento occidental es el privilegio de la domesticación de humanos por
humanos, y el humanismo nada menos que la elevación filosófica de esta praxis por
obra y gracia de la tradición letrada… Y que cuando “la osadía guerrera por un
lado, y la sensatez filosófico-humana, por el otro, llegan a entramarse equilibradamente
en el tejido del Estado”, acontece la “homeostasis óptima” del parque humano,
en la cual los seres que lo habitan se hacen dóciles (domesticados, domados) por
libre voluntad (1999: 18).
Si de algo se ha venido ocupando el pensamiento contemporáneo, es de
procurar sucesivos o reiterados “desenmascaramientos” de la inocencia del
proyecto modernizador, acogidos en la mayoría de los casos de buen agrado por
el presente siglo, pero (curiosamente, siempre dentro de los límites de esa razón
que dice resultarle tan odiosa) ya admitir que las sociedades modernas son
parques de domesticación animal le parece un extremo definitivamente incómodo,
sobre todo porque implica replantearse el ser desde una idea que resulta irracional en toda la literalidad del término.
Eso explicaría acaso el perturbador efecto del discurso de Sloterdijk. Que
en el contexto de un simposio titulado La
filosofía en el final del siglo se tocara el tema del humanismo sólo para
decir que ha sido un fraude, había de levantar alarma. Porque –se consienta, o
no- la modernidad entre nosotros goza de muy buena salud: el ámbito de una “legítima”
razón humana sigue pareciendo muy confortable, y correr sus límites –aunque sea
unos milímetros- supone aventurarse hacia un espacio problemático, por decirlo
elegantemente.
Si humanismo es lo que se opone a barbarie, es esperable que desde su
lógica congénita –muy limitada en lo que se refiere a facultades críticas- se alegue que atreverse a cuestionarlo es reivindicar la crueldad
animal propia del bárbaro (olvidando alegre y convenientemente que los siglos
sobre los que camina la historia de los más insignes humanistas han sido sobradamente
pródigos en barbaridades).
Sucede que, a pesar de empecinados intentos, aún no parece acercarse el auténtico fin del horizonte poblado de dialéctica que
dio lugar a la era de los ismos. Lo
que ha venido - sobre todo en la última centuria - a presentarse como la
víspera de este fin no es más que la ascensión de un nuevo estadio, que en
nombre de corregir un nefasto derrotero
histórico, se ha dedicado sistemáticamente a restituir fundamentalismos. La cultura imperante tiene una
voluntad de regeneración formidable: cualquier
desafío a su lógica es apaciguado con la etiqueta “incoherente”, o su efecto trivializado
con una oportuna reescritura de denominaciones, enunciados y criterios. Experimentos
subversivos y afines no han hecho más que nutrirla, y por estos días lo que distingue el crecimiento exponencial de su poder persuasivo es la vertiginosa invención –captura- de nuevas
técnicas para enunciar ancianos tenores.
En semejante contexto, las potencias de creación -reducidas más
recientemente a la idea de “creatividad” y asociadas a artificios publicitarios
- han sido en buena medida puestas al servicio de una gran máquina repetidora,
que reitera, reafirma y fortalece, incesante, los consabidos valores. Hoy, como nunca, el término “rebelión” termina asociado a añoranzas
naïve o jerigonzas inoperantes que
son esterilizadas al vuelo, o peor: fagocitadas, embutidas en fardos infelices
y ofrecidas en burdos anaqueles de mercaditos cualquiera.
Porque, ¿en qué
sentido se ha dicho hasta ahora transformador?
Rancière elabora una lúcida reflexión al respecto. Si las producciones de la actividad
creadora implican, necesariamente, la existencia de un espacio indecidible, hay dos maneras de pensar eso que es
indecidible. Está la que lo considera
un estado del mundo en el que los opuestos son equivalentes y hace de la
demostración de esa equivalencia la ocasión de un nuevo virtuosismo artístico;
y otra que reconoce en lo indecidible el
entrelazamiento de diversas políticas, da a ese entrelazamiento figuras nuevas,
explora sus tensiones y desplaza así el equilibrio de los posibles y la
distribución de las capacidades (84: 2010). Entre esas concepciones vive
hoy el lugar de la creación en tanto política:
producción de ideas.
La escisión del conocimiento
El estado del mundo en el que los opuestos son equivalentes no es otra
cosa que el pensamiento dialéctico. Fundamentado en el estéril paradigma de las
equivalencias, constituye la operación
simplificadora de un elaborado, arbitrario y eficaz procedimiento de
abstracción; la imposición de un estado falaz que se empeña en desconocer el
devenir del pensamiento para hacer “cosas”: entidades estáticas que mantienen
relaciones controlables de causa y efecto. Todo en función de consumar una
conveniente división entre los elementos que termine por diferenciar sujeto de
objeto, falaz de real, verdad de mentira. Incapaz de conocer
la infinitud, la dialéctica fractura el mundo en dos y da lugar a una epidemia
simétrica y nefasta:
oposiciones, obstrucciones, juicios, prohibiciones, negativas, representaciones. La representación no
es el acto de producir una forma
visible, sino el de dar un
equivalente (Rancière, 94: 2010), de ubicar siempre una fuerza en lugar de otra, un poder en relación con otro.
El fundamento de semejante simplificación es evidente: sólo haciendo de lo humano y su ámbito un estado predecible, regulable y
susceptible de normalización, es
posible fundar una sociedad sobre el precario juego dual que habilita a
“decidir” entre lo aceptable y lo intolerable, lo verdadero y lo falso, lo
propio y lo improcedente. Someter el conocimiento lo hace no sólo
controlable, sino –lo más importante- controlador. Precisamente
por eso cuando se ha pronunciado “potencia” se ha entendido “dominación”. El
vigente estado de cosas es de tal eficacia histórica que no por especulativo y
permutable aparece menos plausible.
Se disfraza la dialéctica de alivio, de solución, de seguridad; pero en términos prácticos es una
máquina que sólo puede distribuirla alienación. La otorga a unos y a otros
alternativamente, en un intercambio esporádico de roles entre amo y esclavo,
entre criado y criador. Como había
anticipado Nietzsche, tiende siempre a la sumisión,
en tanto fuerza que no puede ser definida sino desde la existencia de otra.
Representación y resentimiento obedecen a su lógica. La dialéctica es la trampa
responsable de las pseudo-transformaciones, los extravíos, los olvidos del discurso moderno, de los
cuales el de la propia animalidad es el mayor y más espectacular.
Cierta ética aprendible
se encarga de que este pacto sea
reconocido y avalado como una situación “natural”, de facto. Amparada en un modo de conocer que articula inteligencia/sensibilidad-cultura (civilización) en
oposición a - y por encima de - naturaleza/cuerpo-pulsiones (barbarie), la
civilización letrada promete sojuzgar la barbarie en pos de una eternamente
pospuesta, indefinida e indefinible perfectibilidad humana. Bajo un dogma enceguecedor (se ha dado en llamar
“progreso”) acecha una máquina “civilizatoria” que entiende
civilización como superación de la biología por medio del sometimiento.
¿Y no es justamente el sometimiento la experiencia inversa
de la libertad, bandera de occidente?
Aquello que determina el signo y el sino de lo humano se fundamenta en una
división que excluye una parte fundamental de las potencias que le dan forma y,
en esa medida, lo naturaliza en
función de factores que en ningún caso constituyen su “naturaleza”: la
represión que se le atribuye como “necesaria” es el motor mismo de la
dominación, de la culpa y el resentimiento. En perfecto contrasentido de lo que
augura, la civilización occidental lo tiene todo, menos voluntad emancipatoria.
Hoy, la búsqueda desesperada de “originalidad”, el culto dramático a la
consabida y ya pútrida fórmula de la “innovación”, es el producto de una enajenación
que favorece nuevos artificios de camuflaje de la crianza humana para hacer más
digerible su ámbito. Se ha insistido equívocamente en la palabra “crear” para
ocultar lo que habría de llamarse “repetir”, saber en el sentido más humanista. Saber
que reconoce y reproduce, no
transforma; saber que institucionaliza un tipo de
conocimiento que no sólo legitima la domesticación, sino que la asegura desde la
virtud incuestionada de la tradición letrada, que habita en el sistema
educativo. En esta instanciase consolida la preservación, transmisión y
perpetuidad de sus valores.
Y es justamente por eso que el conocimiento en sí mismo es el más
preciado valor. Ínfimo y provisorio, para el humanismo es, no obstante, el camino
a las mayores verdades del universo, el gran esclarecedor[1], cuando legítimamente
se trata de un formidable creador. Solicitar de él la verdad–pretenderlo un
exhumador- es reducirlo a su expresión más deplorable, limitante y mediocre.
Potencia del desplazamiento
El pensamiento occidental tiene una particular
obsesión por los valores del tipo más inferior, ésos que Nietzsche llama reactivos: anodinos e
infértiles, violentos y déspotas; y sin embargo los
más eficaces para mantenerse en sus dominios. La genuina consigna
liberadora es proteger al fuerte del
débil.
Porque para el logos humanista es fundamental fortalecer
el conocimiento de la “conciencia”, perfecto comodín que lo resguarda de cualquier
exceso. Sólo ante él aparece la razón
estática, lineal, que puede someter la potencia creadora a una única y
definitiva expresión: la verdad última. Y cuando en su ámbito puede tener perfecta
cabida la coincidencia de verdades antitéticas, es precisamente porque está
aconteciendo la síntesis hegeliana, ese
equilibrio que menciona Rancière, la “homeostasis
óptima” de la que habla Sloterdijk. Tal es el mecanismo que subyuga lo humano.
Si esto es así, sólo desplazamientos
del orden vigente serían capaces de habilitar lo in-vero-símil, eso que la razón dualista no se permite pensar. Estos tránsitos tendrían que ser creados, genuinamente, en todo su alcance, creados por una voluntad
única, ilimitada, omnipotente, absoluta. Una voluntad liberada, que haya superado la creación metafísica y la metafísica
de la creación que nos ha condenado a la esclavitud. Si el ideal humanista es
el hombre como un animal educable, domesticable
por medio de la relación maestro/criador – ignorante/criado, el primer cometido
para contrarrestar sus valores es hacer temblarla lógica de esta relación.
La voluntad
deseable
En nuestra cultura, el hombre -lo hemos visto-ha sido siempre el resultado de una división, y, a la vez, de una articulación de lo animal y lo humano, en la cual uno de los dos términos de la operación era también lo que estaba en juego. Volver inoperante la máquina que gobierna nuestra concepción del hombre significará, por lo tanto, ya no buscar nuevas articulaciones -más eficaces o más auténticas-, sino exhibir el vacío central, el hiato que separa -en el hombre- el hombre y el animal, arriesgarse en este vacío (Agamben, 2006: 167).
Reconocer que el motor de la realidad
vigente es la lógica de la representación implica que cualquier acción
transformadora debe partir de un proceso de distorsión,
un desquicio del lenguaje que la
constituye. Este itinerario supone la producción de nuevas
posibilidades de significación que se ocupen de fisurar la propia “materia” que
lo hace posible. La cuestión aquí planteada
por Agamben es principalmente la cuestión
de las categorías, de la escisión del sujeto por obra de las categorías: subjetivación y no-subjetivación, decible e inefable,
posible e imposible, potencia e impotencia. Si el pensamiento de las categorías
ha invisibilizado el lugar de todo indecidible, de éste y todos
los vacíos, arriesgarse implica exhibirlo:
abandonarse hasta las últimas consecuencias, emprender la aventura de la incertidumbre, provocar la epifanía de
un conocimiento capaz de transgredir sus propios límites.
En tanto el agente del dualismo es la
representación, la traducción en
signos de la realidad, este desmantelamiento sugiere un tipo de aproximación
que rehúya de las vías naturalizadas de acceso al mundo y tienda a lo
irreconocible, ergo inefable. Se trata de generar nuevas posibilidades de pensamiento que eludan la interpretación
y la exégesis. En el agujero de lo a-verdadero, de eso que no tiene ser
sino extravagancia (tránsito fuera de orden), que no se anticipa, sino que se manifiesta, habita la potencia infinita del ser y el hacer de lo humano.
La
voluntad deseable es, entonces, la voluntad que abraza no la revelación -cubrimiento/descubrimiento
- del mundo, sino su invención; no el
(re)conocimiento, sino la experiencia todo
posible de la poiesis. Invenciones navegables de la fábula humana, nuevos andares
movedizos que privilegien el acontecimiento activo
de la creación y sus fluyentes excesos. Las contingencias de la imaginación
deben ser reivindicadas si lo que se quiere es una genuina emancipación: las imágenes del arte no proporcionan armas
para el combate. Ellas contribuyen a diseñar configuraciones nuevas de lo
visible, de lo decible y de lo pensable, y, por eso mismo, un paisaje nuevo de
lo posible (Rancière. 2010, p. 103).
1. “En el orden del conocimiento se
quiere encontrar la fundamentación de la ciencia, es decir, del conocimiento
que ya se posee, pero que por lo visto no es bastante el que se posea, si no se
posee desde su última raíz. Se trata, realmente, de un conocimiento ambicioso
(…) llegar a la fundamentación del conocimiento es tanto como saber de las
cosas lo que se sabría si se las hubiese creado” (María Zambrano, 2010, p.70)
Referencias bibliográficas
Agamben, G. Lo abierto. El hombre y el animal. Pretextos, Valencia, 2005
Agamben, G. Lo que queda de Auschwitz.
Pre-textos,Valencia, 2000
Heidegger, M. Carta sobre el Humanismo.
Alianza
Editorial, Madrid, 2000
Nietzsche, F. Fragmentos póstumos 1884-1887, Kritische Studieausgabe, Münich, 1988
Nietzsche, F.Ecce
Homo. Losada, Buenos Aires, 2004
Rancière, J. El maestro ignorante. Laertes,Barcelona, 2003
Rancière, J. El espectador emancipado. Manantial, Buenos Aires, 2010
Sloterdijk, Peter. “Reglas para el
parque humano”. Tomado de: http://www.heideggeriana.com.ar/comentarios/sloterdijk.htm
Zambrano, M. Filosofía y poesía. Fondo de Cultura Económica, México, 2005
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Fanny Pirela Sojo (Caracas, Venezuela, 1979)
Licenciada en Artes por la Universidad Central de Venezuela. Culminando
estudios de maestría en Comunicación y Creación Cultural por la Fundación
Walter Benjamin de Buenos Aires. Realizó estudios de posgrado en Literatura Latinoamericana
en la Universidad Simón Bolívar de Caracas. Es ensayista e investigadora en
cultura contemporánea. Ha publicado: “Fluxus: la paradoja” (País portátil, 2012),
“Máquinas Estéticas. Una aproximación a la discusión contemporánea” (BLINK
Lifestyle Magazine, 2011), “Héctor/ Germán/ Oesterheld. La inscripción
autobiográfica como manifiesto en El Eternauta” (Primer Congreso Internacional
Viñetas Serias, 2010), “Encuentros con lo inefable. Una aproximación a El falso cuaderno de Narciso Espejo”
(Revista Latinoamericana de Ensayo, 2010) y recientemente “De la
irresponsabilidad de los elefantes y otras cuestiones imprescindibles”,
incluido en la Antología del ensayo filosófico joven en Argentina (Fondo de
Cultura Económica, 2012).
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