Obertura
El otro día me sucedió una de esas cosas que parecen tomadas de un relato de Francisco Massiani. No sé por qué extraña circunstancia me dio por dar una vuelta a la manzana antes de llegar a mi cama. Venía de conversar, de beber cerveza y de reírme con sincera alegría de los cuentos verdes que siempre cuentan mis amigos. Las calles que rodean mi casa y la oscura soledad nocturna, me sedujeron hasta el punto de hacerme caminar despacio, muy despacio, lo más despacio que me fue posible... Era como si de pronto me embargase el lento disfrute del viaje a pie, del aire agradable y del olor a dulce savia que se desparrama por toda Caracas cuando es de noche. Y es que el perfume que brota de los rincones de mi ciudad es un aroma que nos remite a otra Caracas, a una que no ha existido y que probablemente no exista más que como utopía. No sé a qué extraños acordes me suenan esos olores, pero me barrunto que es a algo escondido que tenemos que descubrir. Cuando descubramos eso que no es evidente, entenderemos que somos unos privilegiados por vivir en un valle tan bonito...
En tales pensamientos andaba cuando de pronto me vi caminando por la Avenida Principal de La Carlota. Para quien no la conozca, esta avenida se caracteriza por tener dos vías de circulación divididas por una larga y angosta plaza donde siempre juegan cartas y dominó las decenas de italianos y españoles que viven en la zona. Juro que seguí con paso lento, gozando de aquel mundo apenas habitado por unos cuantos gamberros nocturnos cuyo disfrute máximo era hacer ejercicios en las barras paralelas de la plaza. Los tipos subían y bajaban sus cuerpos esculpidos, sosteniendo todo el peso en sus brazos tensos y brotados de venas. Tales manganzones hacían ejercicio lenta y metódicamente hasta que venía uno que estaba sentado en el suelo y les pasaba un tabaquito encendido a ésos que hasta hacía unos minutos gastaban todas sus energías encaramándose en un tubo... Andar por allí y ver a aquellos tercios templarse el carácter a fuerza de gimnasia y marihuana me hizo gracia. Sin embargo, lo que más me dio risa fue continuar mi recorrido por esa avenida flanqueada de edificios pequeños cuyas ventanas del primer piso están casi al nivel de la calle. Fue muy curioso y muy bonito pasar por allí y escuchar los ronquidos de alguien que se me antojó gordo y en calzoncillos. Me lo imaginaba durmiendo boca arriba, sobre un catre viejo cubierto por unas sábanas y unas cobijas también viejas pero pulcras gracias a los oficios de una buena esposa. Con sólo el rugir continuo de aquella respiración se me vino a la mente la imagen de aquel troglodita que cimbraba toda la extensión de la noche. No sé por qué, pero aquel grueso roncar me trajo el recuerdo de los libros de Francisco Massiani. Habría que investigar el efecto proustiano que en mí producen los ruidos de otros al dormir...
Fuera de bromas, cada vez que paseo por la Caracas de la madrugada, evoco la escritura de Pancho Massiani. Debe ser que él siempre ―y más a la hora de escribir― tiene a la ciudad circulándole por todas las células del cuerpo. Si el lector no me cree, tome Piedra de Mar y lea la descripción de Sabana Grande, de El Ávila con todo y teleférico, de las areperas, y de las fuentes de soda, del paseo de Corcho (su personaje principal) por las calles caraqueñas luego de la fiesta de donde lo botan a golpes. Si con todo ese material el lector no queda convencido, búsquese Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal y lea la escena del bar o la de la óptica o la de la fiesta que termina a tiros. En todas esas páginas se lee, se respira y se intuye una ciudad, una Caracas amable y graciosa al mismo tiempo...
La obra literaria de Francisco Massiani no puede entenderse sin un análisis de lo que han significado y significan el espacio y la arquitectura de una ciudad como Caracas... Caracas, la grande, la que era llamada “sucursal del cielo” y “ciudad de los techos rojos”; Caracas la que tantos dolores de cabeza le ha traído y le trae a sus habitantes, a la gente que la ha visto y la ve mutar todos los días... Caracas, la que fue ciudad de neblina tranquila y que de la noche a la mañana se transformó en una metrópolis infernal... A esa Caracas, a la que fue mutando sus formas entre ruidos de taladro, catástrofes políticas, fiestas y mucha alegría de vivir, es a la que remiten todos los libros de Francisco Massiani. Las claves de su escritura están íntimamente relacionadas con el pulso de cada cambio físico que ha tenido la capital de Venezuela desde la segunda mitad del siglo XX. A eso, a sacar a flote esas relaciones entre una obra literaria y el compendio de obras arquitectónicas que hacen a una ciudad como Caracas, dedicaremos las siguientes páginas.
El espacio urbano
Toda ciudad representa un proyecto racional, un proyecto que niega de plano el mundo silvestre y salvaje ajeno al hombre. Ese espacio urbano centra su existencia y su perpetuidad en dos premisas básicas: el intercambio de información y el respeto a unas reglas de convivencia ciudadana. Sin esos elementos fundacionales no puede existir ese gran entramado físico, sígnico, vivencial y político que representa la ciudad. Y es que el espacio urbano es una experiencia que va mucho más allá del concreto, de las calles y de los edificios; es un sentimiento interno que pasa a ser parte vital del ciudadano, del que vive y padece la pesada carga de alegría y fatalidad que supone el orden de la urbe. La ciudad representa un espacio físico creado por el hombre que a la vez influye sobre el hombre. La cultura de una sociedad está inevitablemente determinada por la manera en que sus miembros ordenan el espacio y hacen uso de él. Una ciudad es el primer espejo de un grupo humano. Como sea la ciudad serán sus habitantes. Más aún: como sea la ciudad, así será el sedimento sobre el que flota el alma de cada uno de sus habitantes. Si llevamos esta premisa a los libros y al autor que nos ocupa, nos percataremos de que los momentos más importantes de la evolución literaria de Francisco Massiani prácticamente corresponden a los momentos estelares de la evolución arquitectónica que ha tenido Caracas desde 1944 hasta el presente (hoy es 12 de febrero de 1999). Si hiciésemos un ejercicio de cronologías comparadas obtendríamos infinidad de datos que subrayan la certeza de esa intuición.
1) Primer gran remozamiento moderno de Caracas (1941-1952). En este período la ciudad pasó de ser una aldea grande, repleta de resabios rurales, a ser una pequeña y naciente metrópolis. Era el momento de transición entre el mundo gomecista y el de la naciente democracia. Allí comenzó una suerte de delirio constructivo signado por el optimismo que produce el deseo de acercar al país a las ilusiones de progreso, prosperidad económica, libertad y desarrollo industrial. El petróleo ayuda a que la capital se reorganice y se vuelva más compleja y se lance en una carrera por renovar sus formas y sus modos de vida. Caracas quiere dejar de ser monte y culebra y se monta sobre la propuesta de un plan urbanizador impulsado por Manuel Mujica Millán, Luis Roche y Carlos Guinand Sandoz. En esta época la ciudad conoce por primera vez lo que es un proyecto urbanístico coherente. Se fundan urbanizaciones como Altamira, Los Caobos, El Silencio, Lídice, Sabana Grande y Campo Alegre. Se fundan, además, grandes pasos peatonales y de vehículos como son la avenida Bolívar, la avenida Urdaneta y la avenida Victoria... El diseño y la construcción se diversifican. No sólo se construyen las grandes y tradicionales casonas burguesas (verbigracia las mansiones diseñadas por Mujica Millán en la urbanización Campo Alegre), sino que también se alzan los primeros edificios importantes de Caracas (El Silencio, el edificio Altamira). Poco a poco la ciudad se ve envuelta en un espíritu renovador que carga consigo el germen higienista y modernizante propuesto por los grandes arquitectos y las grandes escuelas de diseño del mundo (la Bauhaus, el constructivismo, Le Corbusier, Frank Lloyd Wright, Louis Kahn...). Semejante espíritu renovador genera una ciudad amable y optimista que tiene espacios abiertos a montón. En esa época Caracas era en realidad dos Caracas: una era pretendidamente clásica (piénsese en los edificios oficiales de Alejandro Chataing ―la Escuela Militar de La Planicie, por ejemplo―, o en toda esa herencia afrancesada de los edificios de los tiempos de Guzmán Blanco). La otra era moderna, higiénica, construida con materiales imperecederos según un diseño inmanentista que despreciaba los afeites demasiado rebuscados. La segunda ciudad se superponía a la primera como un palimpsesto... Ahí comenzó esa tradición caraqueña de la ciudad que se construye y se monta grosera e irrespetuosamente sobre su pasado...
Francisco Massiani nació en 1944. Sus primeros años estuvieron marcados por la visión de esta ciudad amable que llenaba el alma de sus habitantes con esa superposición de historias arquitectónicas alzadas en cada calle. A pesar de haber vivido una parte de su adolescencia en Chile, en la escritura de Francisco Massiani se sienten la influencia y la experiencia de esa primera ciudad sentida. Recorrer los espacios del lugar donde se ha nacido deja huellas imborrables, y en Massiani esas primeras marcas de Caracas pueden rastrearse en detalles narrativos como la superposición de imágenes, de escenas y de sensaciones en un mismo plano. Véase como ejemplo la siguiente escena de Piedra de Mar (novela publicada en 1968):
“(...) Total que seguí andando y por fin se metió en un café que está muy cerca de la Cervecería Alemana. Es un café que tiene las mesas adentro, José. Un día que estábamos ahí, nos encontramos con Nancy, ¿te acuerdas? Bueno. Yo también me metí en el café y me le senté al frente. La negra abrió la cartera y se miró la cara en un espejito. Después sacó la pintura de labios y se retocó un color rosado pálido que le quedaba muy bien. Y después llamó al mozo y le pidió una Coca-Cola. El mozo se me acercó a mí, ella me miró y pedí un chocolate. Si hubiera estado solo, no se me hubiera ocurrido jamás pedir una cosa así. Que si chocolate. Pero es que estaba nervioso. En serio. Bueno (supongo que en el caso de que esto fuera una novela habría que hacer punto y aparte ¿no?)... La negra esperó su Coca-Cola y creo que se fumó un cigarro pero no estoy muy seguro. Lo que quiero, José, es que te imagines bien esos ojos. Palabra que es algo sencillamente maravilloso. Son como dos lagunas de miel negra. Y no son ganas de hacer frases bonitas. Es verdad. Son como dos profundos lagos de miel negra, donde tú te sumerges y te sientes feliz... Lagunas de agua tranquila. Buena gente. Dos lagunas amigas que te lavan el cuerpo y las manos y los ojos. Y ves pichones que se elevan del agua. Pichones que vuelan y parpadean en tu piel. Y sientes en tu piel las alas tibias. Y cuando los pichones te han mojado, regresan a las lagunas profundas y allí se quedan dormidos(...)”[1]
En esta breve escena se lee una superposición de imágenes que perfectamente puede compararse con lo mejor de la poesía surrealista o, por lo menos, con un uso premeditado de imágenes oníricas en la escritura. En todo caso, lo interesante es notar cómo esos flashes poéticos se superponen en un contexto que es el de la ciudad (el café y la Coca-Cola son detalles que hablan de esa vida urbana contemporánea). En una urbe grande o pequeña las experiencias éticas y estéticas conviven en un mismo plano como en un gran collage. Por eso, por hacer que convivan en un ecosistema absolutamente urbano, esas mismas imágenes no se sienten forzadas hacia lo literario. Esas imágenes no son parodia ni remedo del surrealismo, son impresiones que parecen extraídas de la vivencia de una ciudad. Nótese cómo se habla de dos lagunas, dos lagunas que pueden ser perfectamente los espejos de agua formados en la Plaza Altamira o en Las Toninas de El Silencio... Esta Poética de la superposición es un asunto absolutamente contemporáneo que nació bajo el influjo de la experiencia citadina, industrial y metropolitana. De esas mismas raíces nacieron los recursos de superposición y montaje del cine; nacieron además los recursos expresivos del periodismo que por cierto están muy presentes en toda la obra de Francisco Massiani. Nótese la parquedad de estilo, lo corto de las frases y la síntesis que hay en todo el extracto citado. Quizás el lector vea en el estilo parco de Massiani la influencia de Ernest Hemingway, y es verdad, quizás exista esa influencia, pero hay que hacer notar que el estilo telegráfico del autor de El viejo y el mar también es fruto de la influencia periodística. Y es que el periodismo es un género que nació gracias a las necesidades urbanas. Fue en los años cuarenta (con William Randolph Hearst y su emporio de la prensa) cuando el periódico alcanzó todo su prestigio de medio de comunicación masivo... Si al lector todavía no le convence la influencia de lo periodístico en la narrativa de Massiani, véase Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal. En esa novela de 1976 hay un personaje que colecciona recortes de prensa “para enseñárselos a sus amigos”. En un momento del relato este personaje le entrega al protagonista esos fragmentos que no son otra cosa que breves noticias recogidas en los años setenta. Entre esas notas periodísticas pueden leerse las siguientes: “(...) Se les fueron los ojos a los moscovitas detrás de Sofía Loren(...)” o “(...) Navío de EEUU se acercó a la flota rusa que navega hacia Cuba (...)”[2]
2) Segundo gran remozamiento (1952-1975). Si en el apartado anterior vimos cómo el nacimiento de la Caracas contemporánea (con sus yuxtaposiciones, su optimismo y sus productos culturales) generó, a los ojos de los ingenuos, una influencia poco evidente en la obra de Francisco Massiani, la década siguiente dejó una huella profunda y perfectamente verificable en la escritura que estudiamos. Durante ese período de poco más de veinte años, Caracas experimentó los cambios más profundos de su historia arquitectónica. Si bien durante la década anterior se llevaron a cabo infinidad de proyectos que le cambiaron la fisonomía a la capital de Venezuela, fue justo entre los cincuenta y los setenta cuando Caracas dejó de ser definitivamente una ciudad pequeña y se convirtió en una enrevesada maraña de edificios, autopistas, calles, urbanizaciones, bulevares... Todo lo urbano se volvió más complejo. De Caracas se apoderó un afán constructivo que en pocos años produjo maravillas arquitectónicas como La Ciudad Universitaria de Carlos Raúl Villanueva, el Centro Simón Bolívar de Cipriano Domínguez, el edificio del Banco Central de Venezuela de Tomás José Sanabria, el Círculo Militar y el Paseo Los Próceres de Malausena, el Planetario Humboldt de Carlos Guinand Sandoz, la autopista Francisco Fajardo, la Cota Mil, la avenida Libertador... Podríamos pasar un buen rato enumerando las obras arquitectónicas y de ingeniería que fueron construidas en esta época y que hoy constituyen verdaderos hitos de la Caracas contemporánea... Todas esas obras participan del mismo afán progresista, purista y moderno de la arquitectura de la década anterior, sólo que sus características de diseño amplifican hasta el máximo de sus posibilidades esos mismos preceptos de la arquitectura moderna. Si buscásemos un denominador común en todas esas construcciones, encontraremos una concepción muy parecida del espacio y de la escala. Todas son amplias, asépticas (en el sentido visual), grandilocuentes y hasta faraónicas (¿qué otro adjetivo puede dársele a la delirante construcción del Hotel Humboldt en lo más alto del cerro Ávila?). Todas tienen además un tono absolutamente caraqueño que se amolda a la geografía de nuestro valle... Esas características no sólo son propias del momento que vivía la arquitectura en esa década, también son producto de una sensación de riqueza económica, de progreso y de “avance hacia una vida mejor” que se apoderó de los venezolanos. Nadie, ni siquiera Francisco Massiani, podía desvincularse de ese impulso desmedido que movía al país. De eso dan cuenta sus cuentos y novelas. En casi toda su producción literaria podemos encontrar rastros de ese “optimismo espacial” que ya existía en la propia ciudad. Veamos un ejemplo extraído de Piedra de mar que da cuenta de los presupuestos anteriores:
“(...) Durante esos días fuimos al Museo de Bellas Artes, y al Museo de Ciencias. Estuvimos paseando y hablando, y mirando los árboles del parque. Recuerdo que Carolina se detuvo en varias ocasiones a observar con placer las hojas de los caobos. Los árboles inmensos se sacuden cuando hay brisa, y millones de hojas tiemblan y parecen taladradas por el viento. Entonces me pareció muy agradable el cielo y era tan bueno como los árboles y Carolina (...)”[3]
En este extracto se percibe una comunión entre los edificios, los árboles del parque y el ánimo del protagonista. La escritura de Massiani juega mucho con esa consustanciación entre el personaje, la ciudad y el paisaje. Hay como una armonía entre los elementos que convierte a la obra en una suerte de voz de aquel mundo en el que había una pretensión de clasicismo y de orden. El equilibrio real ―y no sólo literario― entre estas fuerzas (la ciudad y la naturaleza) es prácticamente el telón de fondo para las historias de amor, soledad, timidez, fracaso, humor y delirios que reiteradamente nos ha presentado nuestro narrador. En Piedra de mar hay otro ejemplo que demuestra aún mejor ese orden que también estaba presente en la arquitectura:
“(...) Llévame al teleférico. Quiero respirar aire fresco, y etcétera, porque me sentía demasiado mal... Y subimos. En el funicular estábamos calladitos. No nos hablábamos. Yo miraba la ciudad que se alejaba, que se empequeñecía y de vez en cuando la miraba a ella(...) Quería mirar solamente. Quería olvidar todo. Mirar los árboles. El cielo. Las nubes. Quería descansar sobre la hierba. Ver las flores y cerrar los ojos para siempre amén... No. En serio. No hablo en broma. Quería estar un rato en paz. Por fin llegamos arriba, y nos buscamos un lugar plano. O sea que caminamos por el caminito que llega al Hotel Humboldt, y nos echamos a un lado del cerro(...) Desde arriba se puede ver la ciudad. Es muy hermoso. Se ven los edificios. El azul tan ancho. Las colinas. El sol, que se ve tan rojo en la tarde (...)”[4]
Con tales datos sólo podemos afirmar y repetir que la literatura escrita por Massiani también es fruto de esa Caracas optimista que se veía a sí misma como un emporio de belleza y de eficacia arquitectónica, como un lugar casi paradisíaco donde cada hombre podía vivir su historia hecha de miserias y grandezas en un espacio digno y hermoso.
3) El despecho (De 1975 hasta quién sabe cuándo) Toda esa fiebre constructiva que hizo de Caracas el marasmo que es hoy, fue apagando sus fuelles a medida que pasaba el tiempo. La atención de graves problemas económicos y sociales apareció como la única prioridad válida de los gobernantes venezolanos desde 1975 hasta esta fecha. Poco a poco se fue apoderando de aquel ciudadano que vivía en comunión con su entorno, una sensación de fracaso, de despecho y de desilusión que se hace evidente en la miseria, en los ranchos que pueblan los cerros, en la lenta y tenaz descomposición de las construcciones que fueron motivo de orgullo en el pasado. Si hace unos párrafos afirmábamos que la ciudad formaba el ánimo de sus habitantes, ahora podemos decir que no hay otro momento de la historia venezolana que mejor ejemplifique esa afirmación. Hoy Caracas es un enredo, un pasticho, un merengue de datos arquitectónicos y sociales que conviven sin conexiones aparentes. En nuestra ciudad todo es promiscuo. Todo está apretado. Hoy la mirada del caraqueño es profundamente agresiva, limitada e inmediata. Los caraqueños no miramos hacia espacios abiertos, no soñamos, no miramos más allá de nuestras narices. Por un lado el apretujamiento de los edificios, y por otro las montañas que forman el valle, nos niegan la posibilidad de ver el horizonte, de imaginarnos otro mundo y otra vida. Hoy la arquitectura en Venezuela no es una disciplina que ayude al ciudadano a fundirse con su entorno; al contrario: pareciera que la gracia de ser arquitecto, radica en diseñar y construir como se diseña y construye en otros países y en otros contextos socio culturales.
La escritura de Massiani no ha escapado a esa realidad. Un profundo pesimismo se apoderó de sus escritos... Más bien un despecho, una sensación desgarradora, que se ve en los cuentos dedicados a las borracheras, a los amores perdidos, a las miserias y a las situaciones límite. En Las primeras hojas de la noche (1970) hay un cuento que ejemplifica esa melancolía urbana teñida de agresividad. Se trata del cuento “Yo soy un tipo”:
“(...) Con la piel sucia como la sucia piel de todos los civiles de esta sucia city. Un tipo no. Un tipo sabe que algún día tiene que partirse el sombrero, y quemárselo de una bala, y un tipo sabe que es un tipo, y que todavía no se ha partido el sombrero, ni le ha llegado la edad de decirle chao a sus podridos amigos, y a su podrida city y a su podrida tipa y a su podrido grupo y a su podrida familia(...)”[5]
Ese pesimismo denota un fracaso que es el fracaso de toda una sociedad. Es una sensación de derrota y de reconocimiento ante una pérdida histórica. La ilusión de progreso que hubo en las décadas anteriores se desvaneció en el aire. Todo era mentira, todo era ilusión... La ciudad racional cedió sus espacios a la barbarie, a la superpoblación y a la ignorancia. Pronto los requiebros propios de la arquitectura moderna se convirtieron en un chiste y en una ruina. Los edificios dejaron de ser asépticos y se instauró el mal gusto mezclado con la poca funcionalidad. En Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal se encuentra la mejor representación de ese sentimiento de abandono y de derrota que dejó detrás de sí el delirio constructivo de los cincuenta. En esa novela se cuenta la historia de Vitilio Fonegal, un hombre trabajador que llegó a la cúspide del ascenso social y económico gracias a su esfuerzo y a haber trabajado para el gobierno. Cuando pudo, Vitilio contrató a destacados arquitectos y se mandó a construir una casa moderna: un edificio de formas redondeadas, con grandes salones y grandes jardines. Aquella mansión representaría la lucha de su vida. Vitilio deseaba que aquella lucha fuese coronada con un edificio moderno que hablara de su ascenso, de su haber comenzado de cero y de haber llegado a la cima... Lo malo fue que su esposa, en el día de la inauguración de su nuevo hogar, le dijo que aquella casa parecía una torta y que no le gustaban aquellas paredes curvas que simulaban un recorrido infinito para locos... Eso, y varias tragedias familiares, hicieron que a Vitilio se le revolviera la existencia. Desde aquel día, a Misterdoc Fonegal no se le conoció más sosiego que el que le propinaban el whisky Buchanams, las rancheras y un perro fiel que luego murió atropellado por la propia hija del protagonista... Quizás todo este despecho, toda esta ruina de alma, quede mejor representada en la siguiente descripción de la piscina vacía de la casa de don Vitilio Fonegal:
“(...) Donde alcanza mayor profundidad, las aguas de las lluvias se estancan y crean un charco donde degeneran las porquerías que arrojan los hijos por no poder faltar al segundo mandamiento de la casa; las frutas, huevos y la orina se mezclan fermentándose de tal manera que a poco se convierte el charco en un espeso aceite limoso y maloliente. Criadero de toda clase de bichos, los mosquitos que allí se reproducen fomentan cada año, durante los meses de invierno, la desesperación de los Fonegal y de todos los vecinos (...)”[6]
Esa visión del fracaso arquitectónico representa, en este caso, una visión del fracaso personal. Por eso decíamos antes que la ciudad hace a sus habitantes... Lo curioso y lo bonito es que a pesar del dolor y de la derrota, siempre quedan el consuelo y la esperanza. Nada (ni siquiera el peor desastre económico; ni el mal gusto de los arquitectos; ni la mala educación de sus habitantes) destruye la belleza de Caracas. Nuestra ciudad tiene algo escondido que la vuelve siempre bella, siempre esperanzada a nuestros ojos, a nuestra vida siempre... Massiani y todos los habitantes de la ciudad lo sabemos... Por eso nunca está de más una descripción como la que sigue a continuación:
“(...) Vitilio se frotó la cara. Luego se incorporó y se dirigió a la ventana. Tiró del cordel de la cortina y luego corrió las hojas. El aire era fresco, olía a tierra mojada. Al frente, iluminada por un día impecable, la enorme montaña del Ávila parecía movida de lugar. Era julio y el aguacero de la madrugada había lavado los árboles, había purificado las plantas; los caminos se sentían cercanos, parecía más bien una mañana de enero (...)”[7]
La ciudad con su montaña estará ahí siempre. A nosotros sólo nos queda padecerla y disfrutarla; cantarle y quererla como ha hecho Francisco Massiani.
Caracas, 12 de febrero de 1999
BIBLIOGRAFÍA
COLMENARES, José Luis: Carlos Guinand Sandoz; Caracas, Claderca, 1989, 235 pp.
GASPARINI, Graciano y POSANI, Juan Pedro: Caracas a través de su arquitectura; Caracas, Fundación Fina Gómez, 1969, 573 pp.
MASSIANI, Francisco: Piedra de mar; Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, 129 pp.
__________________: Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal; Caracas, Monte Ávila Editores, 1976, 152 pp.
________________: Las primeras hojas de la noche; Caracas, Monte Ávila Editores, 1979, 101 pp.
__________________: El llanero solitario tiene la cabeza pelada como un cepillo de dientes; Caracas, Monte Ávila Editores, 1979, 137 pp.
SANABRIA, Tomás José: Sketches de Venezuela; Caracas, Edición Fundación Sánchez, 1995, 254 pp.
[1] MASSIANI, Francisco: Piedra de mar; Caracas, Monte Ávila Editores, 1975, pág. 65
[2] MASSIANI, Francisco: Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal; Caracas, Monte Ávila Editores, 1976, pág. 85
[3] Ob. Cit. 1975, pág. 24
[4] Ibid. Pág. 123
[5] MASSIANI, Francisco: Las primeras hojas de la noche; Caracas, Monte Ávila Editores, 1979, pág. 49
[6] MASSIANI, Francisco: Ob. Cit.; 1976, pág. 30
7 Ibid. Pág.27
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Roberto Echeto (Caracas, Venezuela, en 1970). Licenciado en Letras por la Universidad Católica Andrés Bello. Productor de espacios radiales, dibujante y escritor. Ha publicado No habrá final (Novela) y tres libros de cuentos: Cuentos líquidos (1997), Breviario Galante (2004) y La máquina clásica (2011). Lleva el blog: “Roberto Echeto presenta”: http://robertoecheto.blogspot.com/.
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