Massiani. Cortesía de Letralia |
I
Pancho Massiani ha hecho de la conversación una rama del género narrativo. Los incontables y geniales diálogos que aparecen en sus ficciones son el resultado de un aprendizaje que no sólo proviene de sus dilectas lecturas –Salinger, Hemingway, Camus, maestros indiscutibles del diálogo literario–, sino de las muchas charlas que le han servido de compañía durante una vida dedicada a convidar cuentos. Quienes han tenido la suerte de hablar con él –en persona o por teléfono–, habrán comprobado que Pancho es un cuentista nato: inagotable. De esas conversas nadie sale ileso de historias en las que la gracia y la nostalgia, el disparate y la sabiduría, anulan sus diferencias y adquieren un brillo difícil de olvidar.
A Pancho le encanta hablar, con la voz, con los brazos; evocar vivencias que capturan rápidamente la atención de su interlocutor. Aunque atención no es la palabra exacta, sino más bien una especie de confianza natural. Porque ese modo desenvuelto con el que Pancho se dirige a los demás, a ratos tierno y divertido, y en otros melancólico, agudo y hasta vehemente, crea un clima de tal franqueza, que quien lo escucha por primera vez se siente de pronto como un amigo de toda la vida. Así, sus años de delantero en El Ávila Fútbol Club, la reciente lectura de un libro de Carlos Fuentes, la vez que enamoró a una chica en un barco rumbo a Europa, o el día en que no conoció a Julio Cortázar, es apenas una breve muestra de ese inolvidable anecdotario oral con el que Pancho se ejercita a diario en el arte de la narración.
II
La primera vez que visité a Pancho llevé una
grabadora. Como muchos estudiantes y lectores de su obra, me encaminé a su casa
de La Florida
con el nerviosismo de quien está a punto de conocer a un escritor admirado, y a
la vez, con la esperanza de que el encuentro no se arruinara por culpa de una
atroz timidez que me atormentaba por esos días. De modo que me inventé que
quería hacerle una entrevista para una revista estudiantil. Eso me permitió
grabarlo e interrogarlo durante varias horas de una noche memorable. Al final
nunca publiqué nada en ninguna revista, hasta hoy. Cuando me tocó desempolvar
parte de esa conversación para esta edición de la Revista Hispanoamericana de Literatura UNICA, comprobé que las
cosas que me contó Pancho aquel noviembre de 1999, siguen siendo fieles a su
manera de entender e imaginar la vida. Esta entrevista, de rígidas e inexpertas
preguntas, conserva sin embargo la riqueza de las respuestas de un escritor que
nunca ha creído en fronteras entre la vida y la literatura.
III
Empecemos por su infancia. ¿Qué recuerda de aquellos
primeros años en Chile?
Yo nací en La Campiña (Caracas), en
1944, pero cuando tenía cuatro años viví unos meses en Nueva York. Luego, a los
siete años viajé junto con mi familia a Santiago de Chile y volví a Venezuela
cuando tenía quince. Santiago es una ciudad muy linda y me trataron muy bien
por allá. La verdad, soy muy malo para recordar los nombres de las personas
(aunque pasa algo curioso, porque los nombres y los apellidos de los personajes
sí los recuerdo; pero, claro, eso no sirve para nada). Lo que recuerdo con más
cariño de Santiago es a mis padres, Felipe y Carmen. Ellos fueron muy felices
allá. Y también el fútbol y a mis amigos del colegio con quienes jugué bastante.
Cuando yo estaba chiquitico mi papá nos regaló un balón de fútbol a mi hermano Felipe
y a mí. Yo era un nené, tenía apenas tres años. Dormíamos con ese balón, de
modo que mi relación con el fútbol ha sido muy natural desde muy niño.
Pero volviendo a tu pregunta, en
el Kent’s School de Chile estudié lo que llamaban ellos la Preparatoria. Hice
el primer año de Humanidades en Santiago. Luego, cuando llegué a Venezuela, me
vi obligado a hacer la reválida. Tuve que tragarme toda la historia de
Venezuela en dos meses. Porque yo no recordaba nada, aunque mi padre había
procurado enseñarnos a mis hermanos y a mí historia de Venezuela mientras
vivíamos en Chile. Pero qué diablos, uno estaba pendiente del fútbol. Qué iba a
interesarle a uno por qué mataron a Sucre. No, uno estaba pendiente era del
balón, de cómo meter un gol. Después, a los diecisiete años fui nuevamente a
Estados Unidos. A Washington, una ciudad muy bella y ordenada, por cierto. Viví
como un año allá, pero nunca pude aprender el inglés. Y tampoco francés. Lo que
sí sé es cómo pedir un vino y una cerveza en todos los idiomas del mundo, por
si acaso.
¿Qué posición le gustaba jugar en el fútbol?
Centro delantero, o ínter derecho, pero siempre adelante, buscando el gol: lo más importante del fútbol. Porque, por muy bueno que tú seas como arquero, siempre sales jodido. Gana el equipo, y el público celebra a los delanteros. Y al pobre arquero, que ha tenido que cubrir al maldito y degenerado equipo contrario, ni lo saludan. Y está todo roto, con las rodillas vueltas fruta, afónico de tanto gritarle a la defensa. En fin, es una lástima.
¿Es el fútbol una pasión tan intensa como la
escritura?
Mucho más. Escribir es como una condena, creo yo. A veces detesto escribir una palabra. O dos. Pero el fútbol no es así. Cuando tú juegas lo haces con alegría, con entusiasmo. En ningún momento hay un segundo de duda frente al balón. Todo lo contrario. Cuando te llega el balón a los pies, tú crees que es papá Dios quien te lo mandó para que contemplaras la felicidad. No, no hay comparación. La literatura consiste en encontrar la palabra exacta. Tú tienes una oración que no te gusta, y le das vueltas y vueltas, y de pronto hay una palabra que te hace trampa. Y luego otra también te hace trampa. ¿Ves? Son traicioneras las palabras. El fútbol no es traicionero, es muy limpio, muy claro. Un balón, dos piernas, metes el gol o no, ya está. Fíjate, una vez vi por televisión a Pelé jugando con un melón, dominándolo con el pie, como si fuera una pelota. Y en ese instante me di cuenta de que Pelé no era solamente un jugador de fútbol. Porque así como los sacerdotes van a la iglesia a rezarle a Dios, Pelé, mientras jugaba con ese melón, estaba participando de un acto religioso. Lo que faltaba era arrodillarse y llorar como un desgraciado frente a aquella imagen: Pelé y su melón.
¿Y
en aquella época, además de su pasión por el fútbol, sentía ya una inclinación
por la literatura?
Yo comienzo a escribir cuando llego de Chile, a los
quince años. Me encontraba muy solo, muy aislado en Caracas. No conocía a casi
nadie. Me tocó enfrentarme a otras costumbres, a otra manera de hablar y eso me
hizo sentir muy aislado en mi propio país. Por eso fue que empecé a escribir. Escribía
cuentos fantásticos. Locuras, pendejadas. Y escondía todo eso debajo del
colchón. Tenía miedo de que papá los leyera, porque él era un buen escritor. Me
daba pánico que viera mis cuentos. Eso fue como en el 58 ó 59.
Pero
luego llegarían años de mayor seguridad. Me refiero a los días en que escribió Piedra de
mar, novela que, como usted ha afirmado, nació de una promesa hecha a Simón
Alberto Consalvi.
Simón Alberto Consalvi, por quien siento un gran cariño, estaba encargado por aquella época del INCIBA, y decidió crear
¿Cómo
fue ese año y medio de creación?
Ese tiempo la pasé muy mal. No podía ver a mis amigos, ni ir a fiestas, ni ver a mi novia. Fue terrible. Fastidié muchísimo a mi familia. Mi padre escribió un texto bellísimo para la edición de Piedra de mar que publicó la editorial Panapo, donde describe un poco cómo me comporté durante la escritura de esa novela.
¿Qué
hay de Corcho en usted?
Según lo que señala José Balza en el prólogo a Piedra de mar –en la edición de Monte Ávila–, cuando voy, o mejor dicho, iba a Sabana Grande, voy buscando a Corcho. Eso no es del todo cierto. Corcho tiene un pedacito de mí, pero no tiene mucho de mí. Más bien, Corcho tiene mucho de algunos amigos míos de aquella época. Tal vez en sus sentimientos, en ciertas ideas, en la timidez, sí se parece a mí. Pero quien sí tiene más de mí es el personaje Misterdoc de mi otra novela: Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal. Sí, ese viejo aburrido y hastiado y bebedor se parece más a mí que Corcho.
¿No
es Misterdoc el futuro de Corcho, es decir, en lo que se hubiera convertido
Corcho años después?
El futuro de Corcho está escrito ya en una novela que tengo inédita. Está también el papá de Corcho, que es un pintor, de quien hay referencias en la novela Los tres mandamientos de Misterdoc Fonegal. Yo he ido creando como una especie de familia con mis personajes. Sabes, yo quiero mucho a mis personajes. Aunque hay uno que no me cae bien, un tipo pesado, echón, medio necio. Está en el libro Con agua en la piel, en el cuento “La tos y el dragón”. Yo he sido así muchas veces en la vida. Cuando escribo me deshago también de muchas cosas desagradables, incluso de mí mismo. Yo escribo a veces por falta de ternura. La escritura es una manera de acercarme a la vida y también, de hablar conmigo. Gracias a la literatura la vida se llena de sentido.
En ese volumen de relatos, Con agua en la piel, hay un cuento, “Pasos en la madrugada”, en el
que un hombre le pide a otro –a quien confunde con un escritor– que le escriba
la historia de su vida. Es como la personificación del llamado que a veces
sienten los artistas para la creación. ¿Cómo nació esa historia?
Aunque te parezca extraño, te juro que todo eso me ocurrió. Palabrita. Eso es lo más horrendo de todo. Claro que no exactamente, porque entonces nadie se creería el cuento. La vida suele ser más ficticia que la ficción. Bueno, yo vivía hace tiempo con mi esposa en un apartamento que quedaba al borde de una quebrada. Y había un tipo que empezó a pasar por allí todas las madrugadas, y no me dejaba dormir. Entonces yo bajé una vez del apartamento, me le acerqué y le pregunté que qué cosa estaba haciendo a esa hora, molestando el sueño de los demás. Todo eso es cierto. Y me pidió que escribiera su vida. Y lo hice. Después me dijo, cuando se la leí, que faltaba algo en la historia: tal cual como está escrito en el cuento. Faltaba, sí, el asunto de los pies, en el que yo no me había percatado. Él usaba unos zapatos que no eran normales, y por eso hacía tanto ruido cuando caminaba. Pero yo no había puesto eso en la historia. No sé si es un llamado o no, pero eso me ocurrió.
¿Cómo
han influido el licor y las mujeres en su vida?
Yo creo que Dios inventó el licor para que algunos pudiéramos olvidarnos de los momentos ásperos de la vida. A mí el vino, el whisky, el ron, la cerveza me han ayudado a soportar muchas cosas. El licor te ayuda, te da, pero te jode, por otro lado. Como todo en la vida. Por ejemplo, una mujer muy bella, te enredas con ella, te vuelves loco, te da un beso y te mata. Ahí está la vaina. Pero eso te dura toda la vida. ¡Maldita sea!, claro que vale la pena ese riesgo. Si algo vale la pena es el beso de una mujer hermosa. Por eso, el pecado de amor por una mujer es absolutamente respetable y adorable. No hay nada más maravilloso que amar a una sola mujer. Palabrita que uno debería nacer con su esposa.
¿A
qué escritor venezolano recuerda con aprecio?
Guillermo Meneses fue para mí fue un maestro. Lo recuerdo con inmenso afecto y una gran admiración. Él vivía por aquí cerca, en
¿Cree
usted en el azar o en el destino al momento de escribir?
Una vez me contaron una anécdota sobre Juan Carlos Onetti, que no sé si es verdad, pero me pareció muy horrible. Resulta que un tipo fue a cobrar un cheque a un banco. Estaba haciendo la cola, y más atrás estaba Onetti. El hombre se voltea y reconoce al escritor. Se le acerca y le dice: “Mi hija se mató por culpa de usted. Hay un libro suyo que ella leyó, y como consecuencia de esa lectura, ella se mató”. Fíjate, qué horrible debe haber sido eso para el viejo Onetti. Por eso yo pienso que en la vida nada está aislado. No creo en la casualidad sino en la causalidad de las cosas. Por eso hay que cuidar las palabras.
¿Y
ese cuidado en qué reside?
Hay que procurar que las palabras se caigan bien entre ellas, y que, solitarias o no, sean bellas.
* * *
Luis Yslas
Prado. Editor.
Profesor. Promotor cultural. Licenciado en Letras por la UCAB. Se ha
desempeñado como docente de literatura en varios colegios de Caracas durante
más de una década, así como también en la Universidad Simón Bolívar y en la
Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela de la ciudad de
Caracas. Editor co-fundador de la Cooperativa Editorial Lugar Común. Director
del colectivo literario ReLectura y conductor del programa radial homónimo,
transmitido por la Emisora Cultural de Caracas 97.7 FM. Editor y corrector de
textos de Todo en Domingo del diario El Nacional,
revista en la que posee la columna de reseñas “Leer en voz alta”. Colaborador
de Papel Literario de El Nacional, El Salmón-Revista
de poesía y Prodavinci, entre otras. Twitter: @LuisYslas
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