miércoles, 16 de enero de 2013

El viaje del último Ulises. Bolaño y la figuración alegórica del infierno*

Por raúl rodríguez freire

Born, G. Doré. Bertram



















a Vicente, dulce Telemoco
  

Tu destino: tu viaje
¿A dónde?
No hay donde.

Mario Santiago, “Rhythm Beau”.

Uno tiene que salir de casa a buscar los libros que le esperan.

Roberto Bolaño



I

Imitatio Homeri, así fue como se denominó la primera gran reescritura de las obras homéricas, y así también es como se condenó durante siglos –aún después de Dante– el virtuosismo de Virgilio, quien supuestamente no habría hecho más que plagiar al “autor” de la Odisea y la Ilíada. De manera que la Eneida no sería durante mucho tiempo sino el remedo de un famoso viaje y de una famosa batalla… trasplantados a tierras latinas. Habrá que esperar a la Divina Comedia, y a posteriores estudiosos de la obra virgiliana, para que este injusto dictamen sea reconsiderado, mas no olvidado.[1] Y tal vez debamos agradecer que esta reconsideración haya comenzado a tener lugar antes de la época dominada por Descartes y sus secuaces, antes de que se comenzara a imponer el orden moderno de las cosas. Afortunadamente, ya se había comenzado a leer la diferencia y particularmente la diferencia que Virgilio, de manera estratégica, le impuso a la Eneida con respecto al texto homérico; no pretendía una copia, pues hasta la lectura más distraída logra captar la presencia homérica, y no solo porque Eneas provenga de Troya. “Cuanto más fiel se mostraba [Virgilio] a motivos, episodios y escenas típicas homéricas tanto más pretendía que se captaran las profundas diferencias”, recalca el traductor Aurelio Espinoza en su presentación a la edición de Cátedra (Eneida 50). Hay, por supuesto, cierta repetición, y de la cual hablaremos más adelante. Para comenzar, basta señalar que fue el acento en la imitatio lo que perjudicó la comprensión de esta primera gran reescritura. Curiosamente, habrá sido la apuesta por una radical diferencia de una firme repetición, lo que, creo, ha imposibilitado percibir que Los detectives salvajes es la última reescritura homérica con la que contamos, por lo menos en lengua española, pues, aunque algunos lo hayan olvidado, todavía, “algunos milenios después, somos los hijos de la Odisea” (Lyotard, “Retorno” 17). Tal descuido posiblemente se deba a una dificultad para reconocer –o simplemente negar, o no querer aceptar– que  “la repetición más exacta, la más estricta, tiene como correlato el máximo de diferencia” (Deleuze 19). Los viajes de Ulises y Arturo  (una empresa y unos nombres cuya reunión no pueden ser más obvios, como señalo más adelante), pueden ser leídos como la más radical deconstrucción (que no la simple inversión) del amor a Ítaca, como la narración del agotamiento de aquella política –de filiación– que vinculaba hasta la muerte tierra y destino, patria y vida.  

Roberto Bolaño leyó hasta la saciedad a los autores griegos, cuyas obras engrosaban la biblioteca que anidaba en su memoria. Y fue precisamente un ensayo titulado “Roberto Bolaño y el mundo griego”, el que provocó estas reflexiones, pero lo hizo precisa o paradójicamente por una gran omisión. Concuerdo con casi todas las tesis de Guillermo Blanck (2009), pero no comprendo su desconsideración de Ulises, cuya presencia atraviesa la arquitectura de Los detectives salvajes y además permite figurar 2666. Para comprender esta relación, tenemos que volver, como Belano/Bolaño, a los griegos, que inventaron el mal, “pero los testimonios o las pruebas de ese mal ya no nos conmueven, nos parecen fútiles”, como los mismos griegos. E. R. Curtius señaló, a propósito de Virgilio, que para estimar debidamente su grandeza “hay que romper con los cánones modernos y ejercitarse a pensar en grandes lapsos de tiempo” (“Virgilio” 16). Pero el presente, que se desvanece en el mismo momento de su acontecer, nos lo impide. Proyectarnos en la historia “es un camino en el que nos sentimos extraños”, continúa Curtius. Tal vez, por eso mismo, se pregunta el filólogo, acaso no será “necesario y aún saludable” encarar tal desafío. Si Bolaño retornó a la Odisea y queremos comprender el porqué, no hay otra manera de hacerlo, tenemos que volver al tiempo de Homero, y de ahí continuar hasta 1998, e incluso hasta la aparición de la póstuma 2666, pero siempre arribando, temporalmente, en el “Inferno” dantesco. Ello porque Bolaño estructuró su obra a través de una particular “estructura de la memoria” literaria, un archivo con el que hizo frente a la sociedad del espectáculo que ha dominado la producción literaria de las últimas décadas.[2] Soy consciente de que nos perjudica, en palabras de Borges, “nuestra costumbre de leer los libros en función de la historia, no de la estética”, pero intentaré apartarme de las negativas afectaciones de tal costumbre. Así, las obras que iré comentando serán “sacrificadas” en el acercamiento a la grandeza de un detective salvaje que se atrevió a desafiar la tradición más dominante de la literatura, y que a esta altura de seguro debe estar junto a Borges, preguntándole a Dante por qué Ulises quiso viajar hasta encontrar la muerte, condenándolo además al octavo círculo del infierno, en vez de estar con ellos en el castillo que Homero rige en el limbo.  

II

“¿No estás contento?”. “No lo sé Eurílaco. Hay dos naturalezas en mí. Una que ama el mar, la familia, la calma del hogar… todo eso. Pero la otra parte… esa parte adora los viajes, el mar abierto, las extrañas formas de las islas desconocidas, los dragones, las tempestades, los demonios, los gigantes. Sí Eurílaco, una parte de mi ama lo desconocido” (en Ulises, de Mario Camerini, 1954).  

Cuán distinto es el Ulises homérico del interpretado por Kirk Douglas en 1954. Y aunque  este Ulises también regresó a su Ítaca, donde lo esperaban la paciente Penélope y el tierno Telémaco, el afán con el que lucha y mata a Antinoo y al resto de los pretendientes, así como el orgullo con que desafía a Polifemo o rechaza a sus amigos para seguir acostándose con Cirse, lo convierten en un extraño para quien recuerde los llantos de ese otro Ulises, aquel que lamentaba las dificultades del regreso a su patria y su familia, ese que el solo recordar su tierra lo inundaba de lágrimas, como si en el mismo ponto una vez más extraviado se encontrara. Homero no narró el retorno de un fanático aventurero, sino el de un humilde hombre, el único aqueo que la guerra no deseaba, pues ella lo alejaba de su Ítaca amada. Hizo todo lo posible para no partir, incluso fingir locura; y tanto como un mes tardó Agamenón en lograr el favor de su compañía. Pues  el Ulises homérico no es un viajero aventurero sino uno de los más calmos y terrenales griegos, no es del mar, sino de la tierra, y es en ella, como anuncia el espectral Tiresias, donde morirá.[3]    

Ulises solo viaja por motivos ajenos a sus preocupaciones. Los trabajos de Troya diez años le tomaron, y diez más lograron su regreso, con lo que configuraba un círculo que podemos llamar odiseico, un círculo que volverá a repetirse con Jasón e incluso con Eneas, pues de la tierra de Hesperia provenían sus ancestros, pues su periplo es, también, un retorno. De manera que el viaje de Ulises en busca de lo desconocido está más cerca de nosotros que de Homero, y se lo debemos a la maravillosa figuración de Dante, quien en el canto XXVI del “Infierno” se encuentra con el hijo de Laertes, de cuya voz su fatal destino oye:     

ni la filial dulzura, ni el cariño
del viejo padre, ni el amor debido,
que debiera alegrar a Penélope,
vencer pudieron el ardor interno
que tuve yo de conocer el mundo,
y el vicio y la virtud de los humanos (96-99). 

“Negaros no queráis a la experiencia”, arengó este Ulises a sus cansados y viejos amigos, y les instigó a sobrepasar las columnas de Hércules; hechos no estaban para morir como brutos labrando Ítaca, y sí para buscar “virtud y ciencia”, así que se echaron a la mar, y comenzaron a batir como alas los remos, hasta dar con una gran montaña:

Nos alegramos, mas se volvió llanto:
pues de la nueva tierra un torbellino
nació, y le golpeó la proa al leño.
Le hizo girar tres veces en las aguas;
a la cuarta la popa alzó a lo alto,
bajó la proa –como aquél lo quiso–
hasta que el mar cerró sobre nosotros (138-141).

Luego de esta muerte, el Ulises dantesco será juzgado por sus “pecados” y enviado al infierno;[4] allí, en fuego junto a Diómedes, paga, según Virgilio, por sus astucias y ardides, que a la severa mirada de Dante no son sino traiciones y engaños; la idea del caballo, el robo del Paladión, y haber provocado la muerte de Daidamia… todo aquello que permitió la caída de Troya y la gloria de los aqueos lo condena, como falsario, a vivir a lado de los traidores a la patria y de Lucifer, pues Ulises en llama habita lastimosamente el octavo círculo. ¿Pero, era para tanto? Tal como suenan las palabras que al peregrino le dirige su guía –quien ya había degradado a Ulises en la Eneida, (llamándolo “inspirador de crímenes”, “pérfido” e “instigador de maldades”), uno de los modelos de la Comedia–, pareciera simple chovinismo, y algo de esto podemos encontrar en otros como Ovidio, pues efectivamente los romanos no tenían mucha estima por el que llegó a ser llamado “el destructor de ciudades”.[5] Pero Dante no es Virgilio, ni escribe en los años de Augusto, sino que es un creyente medieval que busca, como el mismísimo Ulises, el saber de lo desconocido, solo que el florentino, obediente y manso, llegó a buen puerto para reunirse son su amada Beatriz, mientras que el “rico en ingenios” yace en una hoguera infinita. Con tan solo unos pocos versos (52),  Dante cambió el rumbo del viajero más famoso de la historia literaria, suplementándole al amor por el terruño, la pasión por lo inexplorado, tal como nos lo recuerda la representación de Kirk Douglas o, un poco antes, los dos más grandes Ulises del siglo pasado, el de Kazantzakis y el de Joyce, aunque de manera antagónica. Dante nos devolvió un Ulises similar a Jano,[6] y ya es difícil si es que no imposible volver a creer en un hombre que para vivir solo le basten su patria y su familia.   

            Desear atravesar las columnas de Hércules, era ni más ni menos que desear traspasar el límite impuesto “como aquél lo quiso”; y buscar “virtud y ciencia” conducente a una gloria terrenal no permiten el conocimiento del amor de Dios, sino la terrenal y “viril voluntad de acción y conocimiento” mundano, cuestiones que nada tienen que ver con la persecución de una elevación hacia el Paraíso, como anheló y logró Dante.[7] Esa elevación comienza, recuerda Borges, en la misma playa que entrevió Ulises antes de que el mar acabara con su vida: “Llegamos luego a la desierta playa, / que nadie ha visto navegar sus aguas, / que conserve experiencias del regreso (“Purgatorio” I. 132). Sin soberbia sino con humildad, el peregrino comienza el ascenso hacia el paraíso en el mismo lugar donde Ulises comenzó su descenso al infierno. Borges ha señalado que sería un error resaltar únicamente que Dante recorre el camino inverso de Ulises, pues hacerlo conlleva un olvido: que el viaje del florentino no es solo el viaje que lo llevará hacia su Penélope, sino la escritura misma de la Comedia, pues su trabajo implicaba condenas similares a las que él dio a Ulises. “Dante, señala Borges, fue Ulises y de algún modo pudo temer el castigo de Ulises” (“Nueve ensayos” 356). Pero mientras uno triunfa, el otro arde en el infierno, pues la Comedia no tiene de fondo la tragedia, sino el pecado. Sin embargo, los 52 versos de su último viaje, hicieron que Ulises sedujera a muchos de los escritores que vendrían, redoblando la inmortalidad de un rapsoda milenario que aún llamamos Homero. Uno de esos escritores será Roberto Bolaño, especie de rapsoda postmoderno que decidió cantar la historia de una generación condenada a la errancia infinita, haciendo que el Ulises dantesco retornara una vez más, pero bajo una arquitectura que recuerda la del viejo aedo.     

III

Gracias a los pecados del Ulises dantesco, hemos disfrutado de otros Ulises; abundarán aquellos que ansíen las aventuras y el peligro (en Coleridge, Kazantzakis, Kavafis), o que el regreso a casa les incomode (Tennyson, Kukulas, Borges en un poema y de alguna manera también Brodsky); otros, los menos, desean el tranquilo retorno a casa (Du Bellay mucho antes, Joyce el siglo pasado, Seferis posiblemente). Pero el Ulises homérico también tendrá otro nombres y otros destinos (como Simbad, el capitán Ahab, Fausto o el narrador de Los pasos perdidos); la historia retorna, una y otra vez, pues como nos contó Borges, a un tal Baltasar Espinosa “se le ocurrió que los hombres, a lo largo del tiempo, han repetido siempre dos historias: la de un bajel perdido que busca por los mares mediterráneos una isla querida, y la de un dios que se hace crucificar en el Gólgota” (“El evangelio” 446). Por ahora nos interesa únicamente la primera, sobre todo porque esa misma historia ha tenido las más diversas repeticiones. W. B. Stanford señaló inteligentemente que nuestro personaje:

aparecerá como un oportunista en siglo XVI, o como un sofista o demagogo en el XV y un estoico en el XIV: en el Medioevo llegará a ser un audaz barón, un distinguido funcionario, o un explorador precolombino; en el siglo XVII un príncipe o un político y en el XVIII un hombre natural [Primal man]: en el XIX un aventurero bayroniano o un esteta desilusionado, y en el siglo XX un protofascista o un humilde ciudadano de una moderna megalópolis (Ulysses Theme 4).

Muchas de estas repeticiones, continúa Stanford, fueron (o serán) olvidadas, así como otras contribuyeron enormemente a la tradición, incluso (si es que no principalmente) mediante la traición, pues es solo una “d” la que separa ambos vocablos. Se trata de repeticiones que, a su vez, volverán a ser repetidas infinitamente, por lo menos hasta que aparezca la muerte, aquella que, como escribió Tennyson, todo lo acaba. Pero es seguro que nunca acabarán las odiseas, así que por ahora podemos seguir comentando la historia de los muchos bajeles con los que nos encontremos, pues como señaló el bibliotecario valiente, “Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios”. Y continúa: “lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea. Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres” (“El inmortal” 651).

“La historia de un bajel perdido que busca una isla querida” habría sido escrita por un hombre inmortal que se hizo llamar Joseph Cartaphilus, por lo menos eso es lo que hemos leído no hace mucho. Como también hemos leído que ese mismo inmortal buscó por siglos, incesantemente, un perdido río cuyas aguas le devolvieran su humanidad. Lo encontró, de agua clara, y se afanó en su cometido, el que cumplió un par de meses después, paradójicamente, con la muerte.

La referencia, recién mencionada por Cartaphilus sobre el urdidor de la Odisea continúa así: “como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”. En el texto encontrado luego de su muerte, señala que en 1729 discutió el origen de la Ilíada, en traducción de Pope, con un tal Giambattista: “sus razones”, escribe, “me parecieron irrefutables”. “Todo el mundo ha oído hablar de Cornelius Agrippa”, indicó Mary Shelley, así que de él no nos preocuparemos… por ahora. Pero, ¿quién era este Giambattista? ¿Y cuáles eran sus argumentos? Sábato cree que se trata del autor de la Scienza nuova, y yo concuerdo.

 Cartaphilus/Borges nos ha dado las mejores herramientas para leer a Bolaño, de manera que vale la pena detenerse. Hacia 1729 Vico ya había reescrito casi completamente su Ciencia nueva, publicada inicialmente en 1725, y estaba a punto de publicar su segunda edición; en ella hay un capítulo titulado “Del descubrimiento del verdadero Homero”.[8] Debido a tantas incertezas sobre su origen, Vico señala en el parágrafo 875 “que por eso los pueblos griegos discutieron tanto sobre su patria y casi todos le pretendieron ciudadano, porque todos esos pueblos griegos fueron este Homero”. Y en el parágrafo siguiente, concluye “que por eso varían tanto las opiniones en torno a su época, porque verdaderamente tal Homero vivió en la boca y en la memoria de aquellos pueblos griegos desde la guerra troyana hasta los tiempos de Numa, lo cual constituye un periodo de cuatrocientos sesenta años” (428). De manera que para Vico, Homero nunca ha sido un mortal, sino (y esta fue una de sus tesis más radicales) una “una idea o un carácter heroico de los hombres griegos, en cuanto que estos narraban, cantando, sus historias” (par. 427-428). A pesar de que el origen de Homero aún no ha sido determinado, no sabemos si las afirmaciones de Vico son “irrefutables”, pero podemos afirmar que son altamente provocativas, como lo fueron también para James Joyce y Erich Auerbach, viquianos a lo largo de casi todo sus respectivos trayectos, y sobre quienes luego volveremos. Homero, una idea que ha perdurado casi treinta siglos y de seguro perdurará otros tantos más. Vico fue el primero en señalar que el viaje al que esta idea dio vida eterna nunca ha sido el mismo, pues su repetición varía de época en época o de ciclo en ciclo, que es como el napolitano ve la historia (los famosos corso e ricorso), compuesta esta por las épocas o edades de los dioses, de los héroes y de los hombres, en ese orden, y cuya sucesión, que ha de cursar toda nación, se renueva cíclicamente luego del advenimiento de un caos. Se trata de una historia a-teleológica, ya que no contiene síntesis ni su devenir implica progresos. De manera que lo que hoy llamaríamos cultura, tiene en cada época sus propios modos de autocomprensión, los cuales podemos observar horizontal y no verticalmente. En Vico no hay ni buenos salvajes ni civilizaciones ideales, pues su historia consiste en un proceso que se renueva luego de que la barbarie retorne y acabe con todo, para luego volver a empezar un nuevo ciclo.[9] Por eso es que Ulises puede ser todos los Ulises, pues si, como señaló Cartaphilus, “en un plazo infinito, le ocurren a todo hombre todas las cosas”, podemos encontrarnos con un joven mexicano que durante veinte recorre el mundo en busca de… nada o con un judío irlandés que camina por las calles de Dublin un 16 de junio de 1904.    

Joyce compuso el Ulises con esta idea de fondo. Leyó a Vico y a Croce durante sus años en Trieste, y a quienes se interesaban por su obra les recomendaba leer la Ciencia Nueva. Si Bloom es un nuevo Ulises, ello es porque Joyce se imaginó al Ulises de su época y no al de otra. Stuart Gilbert, uno de los primeros comentadores de su obra, lo ve, viquianamente, de la siguiente manera:

“Así como el pasado se renueva y las civilizaciones surgen y se desvanecen, los personajes de la antigüedad, mutatis mutandis, se reproducirán. Por supuesto, de esto no se sigue que de cada avatar de un héroe de los tiempos legendarios ha de alcanzar la misma eminencia. Néstor puede aparecer como un anciano pedagogo y Circe como la Madam de un burdel insignificante” (70).

La cita está tomada de El ‘Ulises’ de James Joyce, libro revisado (e intervenido) por el mismo Joyce. Lejos de la heroicidad, Bloom es un ciudadano medio –aunque peculiar– que guarda o repite ciertos rasgos odiseicos, de la misma manera que su deambular (su particular círculo) lo hará salir de casa para verse envuelto, antes de regresar, en una serie de episodios que se desarrollarán como si fueran los de la Odisea, pero en la más pacifista de las versiones homéricas, pues Joyce se ríe de todo heroísmo. Tal vez el ejemplo más notorio de su mirada lo encontremos en la lanza que Ulises clavó en el ojo del cíclope, convertida ahora en… un cigarro.[10] Bloom sale de casa para realizar sus actividades como si se tratara de un día cualquiera, aunque tal vez la excepción sea la asistencia a un funeral, cuyo capítulo Joyce titulará Hades; ello porque no se asiste a este tipo de actividades diariamente, pero es parte de un devenir “normal”, pues es imposible que no fallezcan los amigos o los familiares. Joyce, por tanto, insiste en la secularidad de su “personaje”, de manera que si en la época de los héroes los trabajos se desarrollaban al frente de una batalla o en viajes hacia lo desconocido, en la época de Joyce lo harán tras una carnicería o en una agencia de publicidad, mientras que en “nuestra” época, un mexicano veinteañero podrá asumir la tarea de ser un Ulises huérfano y si amor por la tierra natal.  

Así que en poco más de dieciocho horas, nuestro antihéroe recorrerá Dublín para encontrarse con Eolo por la mañana y con Circe por la noche, con los lotófagos antes de visitar el Hades, y con las sirenas y los cíclopes durante la tarde, hasta que de camino a su Ítaca, donde le espera una infiel Penélope, ya muy entrada la noche y en compañía de un esquivo Telémaco, se encuentra con el porquerizo Eumeo. Bloom, como un buen padre, invitará a Stephan a pasar la noche, pero el joven Dedalus preferirá, como un Ulises dantesco, partir, tal como reza su lema en el Retrato del artista adolescente: “Silencio, exilio, astucia”. Y en su diario, con fecha 26 de abril, leemos: “Bien llegada, ¡oh, vida! Salgo a buscar por millonésima vez la realidad de la experiencia y a forjar en la fragua de mi espíritu la conciencia increada de mi raza” (238). La nota del 15 de abril ya nos mencionaba a Dante, de quien recordamos que puso en boca de Ulises el “Negaros no queráis a la experiencia”. Pero Bloom continuará con su vida cotidiana y, quizás se reencuentre con Molly, para volver a dormir con los pies en la misma dirección. El Telémaco del siglo XX, por su parte, rechaza la hospitalidad de Bloom, alterando “la figura del padre”, volviéndola “extranjera al hijo” (Lyotard, “Retorno” 28). En realidad, Dédalus está siempre separándose de todo y de todos, pero en primer lugar y en especial, de aquel que vendría a ser su padre, con quien se encuentra solo para apartarse. No en vano Dédalus señaló que la paternidad podría ser perfectamente una “ficción legal” (Ulises 238).

Con esta síntesis sobre la obra de Joyce, solo he querido resaltar que, luego de haber coqueteado con la figura dantesca, el autor de Ulises retorna a Homero, y es siempre a partir de él que configura a Bloom y sus circunstancias, pues ambos mantienen un gran motivo en común: el amor a la casa.[11] Por eso en 1904 nos encontramos con un Ulises  casero y pacifista, una persona comprensiva y afable que repite al Ulises de Homero, también generoso y fraterno. Para Joyce, por tanto, “el tema de Ulises es el más humano de la literatura mundial”, el más bello, el más grande, tanto que llego a temer la empresa de hacer que Ulises retornara en Bloom;[12] reescribir una humanidad como la de aquel no era una tarea fácil, pero lo logró, y vaya en qué medida. 

IV

Cuando Auerbach escribió Mímesis, el hilo conductor que unía los distintos textos que analizó tenía un nombre: figura, un término que le permitió, como indica el subtítulo, ocuparse de “la representación de la realidad en la literatura occidental”. Hayden White ha señalado acertadamente que el subtítulo desvía la atención del objetivo de Auerbach, pues su acento no estaba puesto sobre la “realidad” sino sobre la “re-presentación”.[13] Tal traducción impide comprender entonces que en Mímesis representación (Vorstellung) no se corresponde con un objeto –como se desprende del subtítulo–, sino con una actividad, la actividad misma de presentar una realidad (Wirklichkeit). Para White, por tanto, la mejor forma de comprender el subtítulo sería “la realidad presentada en la literatura occidental”. Y qué entiende Auerbach por realidad, pues lo mismo que Vico: la naturaleza humana modulada históricamente (cíclicamente diría el napolitano), la que ha sido y seguirá siendo producida por la acción de los humanos a lo largo de su porfiado devenir. Así que si la historia es hecha por los hombres (y las mujeres), entonces puede y debe ser comprendida por ellos (y ellas): solo podemos conocer aquello que hemos hecho, señaló Vico con una radical convicción, en una época dominada por el cartesianismo (al cual se opuso fervientemente) acompañado de una incipiente máquina burocrática.

De manera que Mímesis no es tanto un libro sobre las representaciones como tales, es decir, de la imitación de una realidad extra-verbal, sino, muy diferente, un libro acerca de las formas en que la experiencia humana ha sido re-presentada en diversos textos a lo largo de la historia humana; y como esta cambia con cada época, cada época tendrá su propia figuración de la experiencia e incluso más de una, pero siempre habrá alguna que domine o –como en el caso del mismo Auerbach– que se privilegie. Por otra parte, el devenir humano para Vico no tiene un punto de cierre, sino que se encuentra abierto a la transformación, lo que permite que la literatura siempre permanezca dispuesta a la renovación de sus formas de tratar la experiencia, así como al impacto de ésta en el escritor mismo.[14]   

Auerbach escribió entonces su historia literaria a partir del término figura o figuración, algo de lo cual luego hablaremos. Por ahora me interesa ver cómo aquello que Jacques Derrida llamó “política de filiación”, se repite y se diferencia, entre Homero, Joyce y Bolaño. En Homero, porque, discursivamente él la inauguró y la potenció, en Joyce porque él la comenzó a deconstruir, y en Bolaño porque él nos mostró su radical agotamiento. Si aquello que aún seguimos llamando literatura tiene la potencia de mostrarnos este acontecimiento vale la pena que sigamos trabajando con ella, y defendiéndola sin condición. No tengo ninguna duda que el próximo Auerbach iniciará algún capítulo con párrafos tomados de 2666.

“Lo nuevo no está en lo que se dice sino en el acontecimiento de su retorno”, señaló Michel Foucault, y por ello tampoco tengo dudas de que Bolaño reescribió, a su manera, la Odisea, pero con unos personajes sacados del infierno dantesco; volvió al tema del bajel y su retorno para dejarlo, ahora sí, para siempre. No por nada Ulises Lima fue “bautizado” con ese nombre,[15] como tampoco es casualidad que Los detectives salvajes haya sido escrita bajo la misma temporalidad que la obra de Homero.[16] Se trata de una parte central en la arquitectura de la novela, y que fue denominada por Bolaño como “Esquema de Polifemo”,[17] y recordaremos que Polifemo (el cíclope al que el padre de Telémaco engañó haciéndose llamar Nadie) quiere decir del que mucho se habla. El juego de voces que va de 1976 a 1996 nos llevan a creer que Bolaño pensaba en un esquema referido a “de los que mucho se habla”, ya que este Ulises se hace acompañar de un tal Arturo Belano, y de ambos se hablará por veinte años. Así como no tenemos noticias salidas de la boca del Ulises de Ítaca sino hasta el sexto canto, de los detectives salvajes simplemente jamás tendremos palabra alguna, a no ser por la cantidad de voces se entrecruzan y contradicen hablándonos de ellos.[18]

Que Bolaño siempre tuvo en mente la obra de Homero ya lo encontramos en la que hasta ahora ha sido denominada como su primera novela, aunque escrita a cuatro manos, pues su autor también es A.G. Porta: Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984)). El título de por sí es provocativo y llamativo. Ángel Ros es el protagonista fanático de los Doors, que junto a Ana Ríos proclama en “los momentos cumbres de la vida cotidiana” Introibo ad altare Dei. Ángel está dedicado (con Ana) a los atracos y a la escritura de una novela que tiene por personaje a un tal Dédalus, también atracador. Se trata de un ser “decadente y sin salida”, que ya mayor decide abandonar por completo la literatura, salvo la de un autor llamado James Joyce. El Dédalus ficcional muere, como también muere Ana en un atraco fallido (así como mueren muchos personajes en todas las novelas de Bolaño). Pero Ángel logró salir de la emboscada de la cual habían sido objeto él y su pandilla. Luego de haber tomado un auto para huir del maldito lugar, enciende un cigarro y dice: “apenas se oían las sirenas, Ulises se ha vuelto a escapar” (145-146). Qué reveladora es la palabra sirena en esta frase… no la “ninfa marina con busto de mujer y cuerpo de ave, que extraviaba [de la tierra paterna] a los navegantes atrayéndolos con la dulzura de su canto” (RAE), sino aquella que, sobre un bajel acorde al tiempo de Bolaño, produce un ruido infernal que también te pueden apartar de tu camino, o por lo menos lo pueden hacer los mirmidones de verde que van en el interior del bajel policial. Como el Retrato de un artista adolescente, el libro de Bolaño y Porta también finaliza con un diario, donde leemos que un poeta mexicano llamado Mario Santiago recitó un poema titulado “Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger”, cuyo eco resuena claramente en el Dedadus bolañano. Reeditada en 2005, la novela viene acompañada de un relato, también escrito a “cuatro manos”, más un pequeño texto que hace de prólogo, donde Porta intenta recordar el proceso de escritura. Su memoria, nos dice, no es tan buena como quisiera, por lo que se vio obligado a recurrir a unas viejas cartas que intercambió con Bolaño durante el proceso escritural. Porta inscribe en su prólogo un párrafo de lo que sería la primera carta al respecto, escrita en diciembre de 1981, donde el autor de Los detectives salvajes “proponía una serie de cambios a los protagonistas” de la incipiente novela:

a) fijarlos más en cierto prototipo que nos permita juegos, guiños al lector; b) aclarar –volver más compleja– la escenografía por la que se mueven; por ejemplo, hacerla definitivamente de serie negra; c) trabajar el personaje femenino y añadir tal vez uno o dos protagonistas más; d) enfocar la novela, tú y yo, como si rodáramos una película de aventuras, permitiéndonos todos los cortes, todos los montajes, etc.; e) profundizar la veta joyceana del personaje central; de hecho, hacer de esto uno de los leitmotivs de la obra; de una manera modesta y en policiaco, hacer con Joyce –o con el Ulises de J.J. – lo que éste hizo con Homero y la Odisea. ¡Claro! ¡La diferencia es grande! Pero puede resultar muy interesante, una especie de dripping polloqueano, la traslación de símbolos y obsesiones joyceanas a una novela rápida, violenta, breve (Consejos 10).  

Claro que “la diferencia es grande”, y que “puede resultar muy interesante” para algunos lectores, pues Bolaño no se olvidó de esta veta joyceana, solo la transformó o la redobló en una beta homérica y dantesca. Como Joyce y Bloom, el Ulises Lima también responde a su tiempo y a su edad. No podemos esperar que se encuentre con cíclopes o lotófagos, ni con Escila y Caribdis, por lo menos no de la forma en que estos fueron configurados por Homero. A este Ulises, junto a su compañero Belano, ambos siempre desapareciendo, se le seguirá la pista por dos décadas, y nos iremos enterando de que han escapado de la muerte un sin fin de veces: guerras y dictaduras, amores y cuevas infernales, así como extrañas islas son los trabajos que debieron enfrentar: el Ulises homérico llegó moribundo a la isla de los feacios; desnudo a los pies de un río lo encontró Nausícca, y desde ahí en adelante su destino resplandece, vuelve a la vida, vuelve a Ítaca. Otra es la suerte que el Ulises Lima narró sobre su paso por islas escondidas, pues en ellas solo la catástrofe se vislumbraba. Jacinto Requeña, a quien Lima le contó sobre este viaje, señala:

“Me dijo que recorrió un río que une a México con Centroamérica. Que yo sepa, ese río no existe. Me dijo, sin embargo, que había recorrido ese río y que ahora podía decir que conocía todos sus meandros y afluentes. Un río de árboles o un río de arena o un río de árboles que a trechos se convertía en un río de arena. Un flujo constante de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre, de droga y de dolor. Un río de nubes en el que había navegado durante doce meses y en cuyo curso encontró innumerables islas y poblaciones, aunque no todas las islas estaban pobladas, y en donde a veces creyó que se quedaría a vivir para siempre o se moriría. De todas las islas visitadas, dos eran portentosas. La isla del pasado, dijo, en donde sólo existía el tiempo pasado y en la cual sus moradores se aburrían y eran razonablemente felices, pero en donde el peso de lo ilusorio era tal que la isla se iba hundiendo cada día un poco más en el río. Y la isla del futuro, en donde el único tiempo que existía era el futuro, y cuyos habitantes eran soñadores y agresivos, tan agresivos, dijo Ulises, que probablemente acabarían comiéndose los unos a los otros (Los detectives 366-367).   

Por último, si el hades del Ulises corresponde a un funeral, bien podría el hades de Los detectives ser el África meridional al cual viaja Belano para hacerse matar, un continente donde domina el caos y todo está al borde del abismo, un continente donde reina la muerte.

Por otra parte, este Ulises ni siquiera era un navegante, o lo más un “pescador de almas de la Casa del Lago (Los detectives 266), como tampoco tenía un Laertes, ni creía en una Ítaca: “Todos los poetas, incluso los más vanguardistas, necesitan un padre. Pero éstos eran huérfanos de vocación” (Los detectives 177). Lima y Arturo se van de México, que es como decir que se van de América Latina, y nunca más se sabrá de ellos. Lo último que se dice de Ulises es que posiblemente esté muerto (pero un académico que estudia a los realivisceralistas nos lo desmiente años después). De todas maneras, este Ulises es el “vagabundo absoluto”, perdido y sin deseos de retornar en el mero México. Y como dijo Bolaño, “desde Heráclito ya sabemos que ningún viaje, sea éste del orden que sea, incluso los viajes inmóviles, no tienen retorno: cuando uno abre los ojos toda ha cambiado, todo sigue desplazándose” (Bolaño por sí mismo 93). De Belano no sabremos qué pasa, pues la última vez que se lo menciona está en Liberia, y Jacobo Urena nos cuenta que se fue con el fotógrafo López Lobo, “como si partieran de excursión, y así atravesaron el claro y luego se perdieron en la espesura” (Los detectives 548).

V

De manera que la experiencia –o lo que queda de ella– que Los detectives salvajes nos está re-presentando es el agotamiento del círculo odiseico, un círculo que ha atravesado la representación de la realidad occidental desde Homero en adelante, que ha pasado por Apolonio de Rodas y Virgilio y más tarde por Dante (un eterno y orgulloso amante de su patria), Shakespeare y Milton, hasta llegar a Faulker, al realismo maravilloso y al boom latinoamericano, donde vuelve a recuperarse de una manera increíble, y cuando no se recupera, como en Los pasos perdidos, la nostalgia, que es otros de los nombres del padre, lo inunda todo, como el río que impidió al narrador regresar a su Ítaca, pues, al igual que el de Eneas, el suyo también es un viaje de retorno a la tierra paterna.[19]

Con Kazantzakis y Joyce recién comienza a resquebrajarse el círculo, lo que hace de ellos una bisagra que nos conecta como una época tal vez no entrevista por Vico (cuyo modelo histórico nos ha servido aquí como hipótesis de lectura), pero de la cual aún no hablaremos, pues recién estamos entreviendo la importancia de Los detectives para una cuestión política fundamental de nuestro tiempo. Por supuesto que Bolaño no es el primero en hablar de este corte, ya lo habían entrevisto Tennyson –cuyo eco resuena en Kazantakis– y Yorgos Sarandis, que lo había insinuado bellamente en un poema titulado “Odiseo”, donde escribió: “La primera emboscada de los dioses es la nostalgia / es el juego insensato con tu alma / la malhadada quimera del regreso / ¿Para qué, para qué nostalgia tanta?”.[20] Sarandis se pregunta cómo es que “el más ingenioso de los hombres” fue capaz de caer en tal emboscada. Para salvar a Ulises de esta crítica solo podemos decir, con Nicole Laroux,  que ha “nacido de la tierra” y como todo griego por ella debía vivir y morir, repitiendo hasta nuestro presente la cuestión del origen y la mismidad: “al celebrar la autoctonía, se anula el tiempo en una recreación constante del origen” (Nacido de la tierra 31). Ulises no podía otra cosa, como tampoco quienes le siguieron, pero Lima y Belano sí, radicalizando la sentencia joyceana al mostrarnos que no solo la paternidad, sino toda forma de filiación es una ficción que puede y debe ser deshecha. Su viaje también corresponde a una errancia sin fin, sin retorno, como la anticipada por Musil, Klossowski y Borges, de quien Bolaño tanto aprendió. Por ello podemos señalar que en Los detectives se insistió hasta la desaparición que “nuestra identidad es mera cortesía gramatical” (García, La errancia 35).      

No sé si Bolaño conoció a Kazantzakis y si lo hizo, en qué medida. La cuestión es que el autor de La Última Tentación de Cristo, así como el de Ulises, no lograron desprenderse completamente de la nostalgia, a pesar de que lucharon contra su retorno e intentaron deconstruirla. Sin embargo, Joyce fue más lejos, pues si su Ulises regresó a su Ítaca, cerrando el círculo odiseico que le corresponde, la obra como tal queda abierta. Lyotard lo señala muy bien: “La construcción solo sirve aquí de resorte para la deconstrucción… Mientras que la bella forma clásica se cierra sobre sí misma, se concluye, y así retorna, mientras que ella es en sí misma el retorno, en la escritura joyceana es esencial colocar el motivo cíclico bajo regla de su desarreglo y de su inconsistencia” (19). Apoya la tesis de Lyotard el que el Ulises joyceano sea un judío errante, y Telémaco un exiliado espiritual: “Bloom es un desterrado en Dublín, como Dédalus es un dublinés en el destierro” (Levin, James Joyce 83).

Kazanzakis, por su parte, decidió que su Ulises, una vez atormentado en Ítaca, donde “cambia[ro]n los rostros del hijo, de la esposa y del pueblo” (“Introducción” 46), recuperara, como el Ulises de Dante, los deseos de la búsqueda aunque no ya de la experiencia, sino, como nos señala el traductor, “de una explicación vital” que lleva el nombre de Dios, el padre de los padres, ardiendo así en una mayor nostalgia. Lo relevante, indica Miguel Castillo Didier, es que su incesante búsqueda lo convierte en un “asesino-de-los-dioses” (46), y percibe sus trabajos lo conducen a “la nada que a todos aguarda”, una nada que aparecerá donde la muerte reina… en África.

De manera que es la nostalgia del padre (llámesele patria, tierra, nación, Dios) la que intenta dar cumplimiento al círculo odiseico, independientemente de la forma en que este se manifieste. La nostalgia tiene que ver con una debilidad y un miedo radical a la intemperie, con ese sentimiento de desvalimiento frente a la naturaleza y también frente a la cultura. En este contexto, el círculo odiseico opera como un tesoro que debemos guardar celosamente si no queremos sentir que la casa de papá es una quimera, o que hemos perdido “los tiernos cuidados de una providencia bondadosa”. De manera que si “el hombre sigue siendo presa de la nostalgia paterna [es] porque nunca deja de ser débil como un niño” (Ricoeur, Freud 216), lo que hace de este círculo un antídoto contra “la nimiedad dentro de la fábrica del universo”. Pero, al decir de Freud, no podemos sentirnos como niños a lo largo de toda la vida (“El porvenir” 48), en algún momento tenemos que atrevernos a salir de casa, como Arturo y Lima, y no solo hay que salir sino también encarar el mundo a la manera recomendada por Hugo de San Víctor, como una completa tierra extranjera.[21]

Bolaño percibió este punto espléndidamente, aunque muy luego también comprendió que cuando se sale de casa uno puede verse envuelto con tipos como Ayala o Wieder, o como el general Lebon, el general de diecinueve años, y una vez que eso ocurre ya no hay vuelva atrás. Pero esto no es lo único que comprendió Bolaño, él nos está señalando algo más que eso, pues de los peligros que acechan a lo largo de un viaje nos advierten la cicatriz de Ulises e incluso otros mucho antes.[22] Bolaño nos está señalando que hoy nadie vive seguro ni siquiera en su casa, lo que hace de la fantasía del círculo odiseico un tesoro de barro que no nos sirve de nada en la época de los demonios o del infierno, lo mismo da, pues lo que comprendió perfectamente Bolaño es que ya no se baja al hades, como hicieron, a su manera, el Ulises homérico y el mismo Dante, y ya no se baja al hades porque es el mismo hades el que ascendió para apoderarse del siglo XX y del siglo XXI, y de quienes en ellos habitamos, tal como lo pintara Remedios Varo y lo profetizaran Auxilio Lacouture y  Cesárea Tinajero.

VI

Con lo señalado en los puntos anteriores, podemos indicar que casi toda la obra de Bolaño es un tipo de reescritura, de libros propios y ajenos, y también podemos afirmar, como ya han hecho otros, que casi toda su obra está atravesada por la muerte y el mal. Y reescritura + muerte, como apuntó Walter Benjamin = alegoría. Creo que la obra de Bolaño se comprende no exclusiva, pero sí mayormente bajo este concepto, un concepto algo olvidado en toda su complejidad, pues va más allá de las cuestiones del duelo (que es como ha sido tratada últimamente en América Latina y en Chile en particular) o la reescritura como calco (que es como estuvo siendo tratada por algunos críticos de arte en Estados Unidos).[23] La historia se plasma en una calavera, y ésta, recordó Benjamin, es el emblema de la alegoría, el mismo que hizo de Huesos en el desierto uno de los libros fundamentales para la escritura de “La parte de los crímenes”.[24]

Como afirmó hace ya bastantes años el crítico de arte Craig Owens, sin la necesidad de depender del modelo alegórico que Fredric Jameson planteó para la narrativa hispanoamericana, “un inconfundible impulso alegórico ha comenzado a imponerse de nuevo en diversos aspectos de la cultura contemporánea” (“El impulso alegórico” 204), un impulso que no ha perdido sino que ha ganado fuerza.[25] La apropiación intencionada o selectiva de imágenes pasadas, a veces “fragmentarias, imperfectas o incompletas”, y su suplementación permiten, la posibilidad de nuevas imágenes para las cuales la fragmentación también es su mejor presentación. Se trata de una lectura que repite y a la vez traiciona o pervierte su misma filiación, haciendo que con su potencia las nuevas imágenes propuestas adquieran una claridad visionaria. Pero éste énfasis en la alegoría estaría incompleto si no recordamos que la alegoría “encuentra su más cumplida expresión en la ruina” (205).

Con la alegoría como modo de lectura de Los detectives, comprendemos perfectamente lo que hace Bolaño con la Odisea y la tradición que sigue a Homero, pues “por fragmentaria, intermitente o caótica que sea su relación”, quiero insistir que no se comprende la radicalidad de Bolaño si no se lee esta novela como reescritura alegórica de la segunda obra homérica y del canto XXVI de Dante, a las que confisca y suplementa de manera determinante y clave para comprender la experiencia de la realidad contemporánea. El Ulises de Bolaño es dantesco, pero viaja para deconstruir al homérico. Obra fragmentaria e incompleta, llena de voces que coinciden y que se contradicen, Los detectives también anuncian el desastroso futuro que se cumple en 2666.
  
Tal anuncio se comprende perfectamente si la alegoría se hace acompañar de la figura, ambas incluso intercambiables en más de un época. Es cierto que Auerbach se opuso a las lecturas alegóricas, pero nunca dijo que no pudieran reunirse. Es más, el encontró la alegoría a lo largo de todo su camino, incluso en Dante, su perfecto poeta figural, pero decidió dejarla de lado. Sabía que Benjamin se dedicaba a ella, y tal vez prefirió que así siguiera siendo.[26] Lo extraño es que Auerbach insista en que la alegoría carece de “la plena historicidad de un evento determinado” (Figura 100), algo que Benjamin contradijo claramente en el Libro de los Pasajes.

Auerbach no lo dice explícitamente, pero la figura comparte con la alegoría la repetición (o reescritura o confiscación de imágenes pasadas) –que el filólogo denomina como “aquello que se manifiesta de nuevo” – y la suplementación –a la que llama “lo que se transforma” –. Se trata de las dos características más persistentes de la figura (Figura 44). Pero ésta guarda otra característica, y es por ello que la emplearemos aquí: su capacidad de profetizar. La interpretación figural se vale de dos términos centrales, la figura como tal y la consumación o cumplimiento,[27] y surgió cuando los cristianos necesitaban conciliar el Antiguo Testamento con el nuevo, cuando necesitaban explicarse a Cristo. Para los cristianos, entonces, el primero configuraba y cumplía al segundo. Auerbach la define de la siguiente manera: “La figura es ese algo verdadero e histórico que representa y anuncia [y cumple] otro algo igualmente verdadero e histórico” (69). Más claramente,

La interpretación figural establece entre dos hechos o dos personas [o dos textos] una conexión en que la uno de ellos no se reduce a ser él mismo, sino que además equivale al otro, mientras que el otro incluye al uno y lo consuma. Los dos polos de la figura están separados, pero ambos se sitúan en el tiempo, en calidad de acontecimientos o figuras reales (Figura 99).

Por supuesto que todo Los detectives salvajes puede también leerse mediante esta clave de lectura, pero más me interesa cómo dicha novela configura 2666 (y en particular “La parte de los crímenes”) y de qué manera ésta se lee alegóricamente. En la lectura que propongo entonces, la figura anuncia un acontecimiento alegórico. 

Cesárea Tinajero no es una madre, como se ha señalado, sino más acertadamente una pitonisa,[28] y en ello concuerdo con Guillermo Blanck, pues Bolaño se ha deshecho de todas las figuras paternas, al hacer de las mujeres las heroínas de sus tragedias; Bolaño devela el agotamiento de –y rompe explícitamente con– los modos dominantes de filiación que han caracterizado gran parte de las prácticas escriturales latinoamericanas (y de la literatura en general), sobrecargadas de novelas patriarcales y localistas. Una mujer, Laura Damián, es la que poco antes de fallecer bautizará a Alfredo Martínez (o algo así) con el nombre de Ulises Lima (41), un gesto mediante el cual se agrega a una figura latinoamericana el más famoso nombre griego  (latinizado), lo que hace de este Ulises un suplemento periférico que abiertamente descentra el mito del retorno. Una mujer es también la que le salva la vida, pues Cesárea, cual Aldonza Lorenzo, se arrojó sobre quien al joven poeta le traía la muerte, encontrando así la suya. La muerte de Cesárea explota en múltiples direcciones, pues es el rizoma espectral sobre el que carga toda la novela, una figura similar a la Dulcinea del Quijote, que imaginada princesa, apareció “como un buque de guerra fantasma” (603). Del mismo modo, una mujer es la madre de los jóvenes poetas mexicanos, otra errante pitonisa llamada Auxilio Lacouture, que muy bien podría habernos anunciado quiénes leerán a Bolaño en el 2666. Pero “poseer la verdad”, recuerda Blanck, “no es sinónimo de poder transmitirla” (32), y pareciera ser que una vez que Cesárea vislumbró el mal que se avecinaba, un mal horrible e imposible de transmitir, lo mejor o lo único que restaba era desaparecer... el mundo se veía imposible de habitar, pues ya ni siquiera quedaban tesoros que disminuyeran su peso; aparecer para no retornar jamás, esa fue su estrategia y su enseñanza, y el oráculo que anunció su muerte.[29]    

La maestra que logra dar noticias de Cesárea Tinajero a los pasajeros del Impala, señala que la ex vanguardista había dibujado un plano de la fábrica de conservas donde trabajaba. Y ella “tuvo la entereza de preguntarle por qué razón había dibujado el plano…Y Cesárea dijo algo sobre los tiempos que se avecinaban… Cesárea habló de los tiempos que iban a venir y la maestra, por cambiar de tema, le preguntó qué tiempos eran aquéllos y cuándo. Y Cesárea apuntó una fecha: allá por el año 2.600. Dos mil seiscientos y pico “(596). Se trata de la primera fábrica de conservas de Santa Teresa, donde trabajó Cesárea, la fábrica que prefiguró las maquilas alrededor de las cuales cientos de mujeres morirían asesinadas brutalmente decenios más tarde, mujeres que deben haber sido madres o hijas o nietas de aquellas que Ulises Lima encontró en aquel río “de gente sin trabajo, de pobres y muertos de hambre”, un río “que une a México con Centroamérica” (367), y que hoy llamamos migración, un río por el que subieron algunas de aquellas mujeres que aparecieron asesinadas en lugares como el basurero El Chile.

            La maestra entrevistada por los detectives también le preguntó a la poeta acerca de qué escribía, y esta le respondió que escribía sobre una griega llamada Hipatía. Más tarde, la maestra se enteraría, por su cuenta, que Hipatía fue una filósofa de Alejandría que murió a manos de los cristianos allá por el año 415, y pensó que, tal vez, Cesárea se identificaba con ella.[30] Y así era, aunque la fundadora del real-visceralismo se proyectaba hacia el futuro, pues sus semejanzas no se daban en vida. Fallecidas e investigadas en el tiempo, sabemos, en primer lugar, que de ambas es muy poco lo que se sabe, excepto que comparten la enseñanza. También sabemos que es escasa la obra que dejaron: un poema inacabado en el caso de la poeta y solo unos títulos en el de la filósofa. Una comandó una escuela y la otra encarnó un movimiento, el helenismo y la vanguardia, respectivamente, y ambos acabaron con la muerte de ellas. Pero hay algo más que no pasa por el orden de las semejanzas, sino de la lectura de la muerte de Hipatía. En Decadencia y caída del imperio romano, Edward Gibbon mantuvo firmemente que la muerte de la filósofa a manos de fanáticos cristianos encarnaba la muerte de toda la civilización clásica y el advenimiento de una nueva época, como si la muerte de Cesárea también dibujara lo mismo, una nueva época, no cristiana, sino infernal. Pero aún hay algo más, pues la muerte como tal de Hipatía, descrita por Sócrates Escolástico en su Historia eclesiástica, guarda un atroz parecido con las muertes de Sonora:  

Como ella [Hiparía] solía hablar a menudo con Orestes [el representante del emperador de Roma en Alejandría], se le acusó de forma calumniosa entre los cristianos de que ella era el obstáculo que impedía que Orestes se reconciliase con el obispo. Algunos de ellos, encabezados por un maestro llamado Pedro, corrieron con prisa empujados por un fanatismo salvaje, la asaltaron cuando volvía a su casa, la arrancaron de su carro y la llevaron al templo de Cesáreo, donde la desnudaron por completo y la mataron con trozos de cerámica de los escombros [cortando su piel y su cuerpo con caracolas afiladas]. Después de descuartizar su cuerpo, se llevaron los pedazos al Cinaron y los quemaron (cit. en: Casado Las damas del laboratorio 50).

De manera que la poeta mexicana escribía sobre una filósofa asesinada brutalmente en un templo que lleva su mismo nombre, Cesáreo, un templo y una muerte que parecen anunciar los crímenes que encontraremos en 2666, crímenes de los cuales Bolaño ya comenzaba a escribir años antes de su obra póstuma. La muerte de Cesárea, como la de cientos de mujeres ocurrieron en Sonora, derramó su sangre para darle vida a Ulises Lima, para que éste pudiera de alguna manera testificar lo que ella anunciaba y que lastimosamente se cumpliría. Como leer entonces la obra de bolaño si no es en clave alegórica y figural… Y si es así, aún nos queda un último punto, ya mencionado al pasar.

            Vico señalaba que la historia humana desembocaba en un caos y en una absoluta degeneración antes de volver a comenzar un nuevo ciclo. Él vivió en la época de los hombres, donde supuestamente la racionalidad potenciaba las alegrías del vivir. Lejos de eso, y anticipándose a la Dialéctica de la ilustración, Vico había comprendido perfectamente  “la barbarie de la reflexión”. Lo que posiblemente no comprendió, como hombre de su tiempo, fue la radicalización de tal barbarie y caos, una radicalización que bien podría haber dado paso a una cuarta época. Al respecto, el conservador Harold Bloom señaló en El canon occidental (1994) (un libro que Bolaño conocía muy bien) que a “nuestro siglo, mientras finge proseguir la edad democrática [la de los hombres], nada puede caracterizarlo mejor que el adjetivo de caótico” (12), lo que lo lleva obviamente a hablar de la “edad caótica”. Pero “caótica” no tiene la continuidad que Vico vislumbró entre dioses, héroes y hombres, por lo que a las edades divina, heroica y humana las debe seguir una que les corresponda. Tal vez podamos encontrar el nombre apropiado en Cartaphius, quien afirmó ser, como Cornelio Agrippa, “dios, héroe, filósofo y demonio… lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy”;[31] esto me lleva a pensar que la edad demoniaca es la que mejor nombra nuestro presente. Ya sabemos que en Bolaño nada es casual, de manera que el número que sigue al 2 que inicia el título de su obra póstuma tampoco es inocente.  666 no es solo el día de la bestia ni la alegoría del advenimiento de un individuo llamado Anticristo. Bolaño, como Borges, juega con los números, pero nunca tanto. 666 no solo es el advenimiento sino la instauración del mal absoluto, un mal que el número 2 no hace sino repetir… en Europa y en México, que es como decir en ambos lados del globo. Por eso es que Bolaño nos muestra que ya no estamos seguros ni en nuestra propia casa, pues por mucho que nos escondamos, el mal lo invade todo y frente a él no hay tesoros que nos ayuden, pero sí, tal vez, lo pueda la locura.  

En 2666 leemos que una tal María Expósito se encontró en 1976 con dos jóvenes que se movían en un auto, y que “parecían estar huyendo de algo y a los que tras una semana vertiginosa nunca más volvió a ver”. La señorita María sería la primera mujer, de la larga genealogía Expósito, que tendría un hijo sin ser violada. Durante los días de aquella semana alimentó a los jóvenes y durante las noches “hicieron el amor con ella, dentro del coche o sobre la tierra tibia del desierto, hasta que una mañana ella llegó al lugar y no los encontró” (697). Es pertinente recordar que después de la muerte de Cesárea, Ulises Lima y Arturo Belano se separan de Lupe y García Madero, y parecen ser ellos, quién más si no, los que mediante un ménage à trois engendraron al hijo de María Expósito. De aquel encuentro nació Olegario Cura Expósito, a quien sus amigos llaman Lalo, Lalo Cura (Lalo Cura = La loCura). Ya crecido, Lalo será reclutado para formar parte de la policía de Sonora, donde aprenderá (y será el único en emplearlas) las técnicas asertivas de la investigación criminalística, y las estudiará como si lo hiciera en la Universidad desconocida.[32] Similar al amuleto del que nos hablara Auxilio Lacouture, Lalocura será la única fuerza con la que contemos para hacerle frente debidamente al infierno sonorense, que se multiplica más rápido que los gremlins.[33] Ojalá que la locura/literatura que nos ha dejado Bolaño también lo haga.  
Santiago, diciembre de 2010


*Texto publicado inicialmente como: “El último viaje de Ulises. Bolaño y la figuración alegórica del infierno”. raúl rodríguez freire, editor, “Fuera de quicio”. Bolaño en el tiempo de sus espectros. Santiago: Ripio, 2012. 135-167.





[1] Al respecto, ver Auerbach, “Dante e Virgílio”, 97-109.
[2] Sigo en este punto las tesis sobre el archivo que, a partir de Michel Foucault, propusiera el crítico de arte Hal Foster en Diseño y delito (2004). No quiero dejar de señalar que la obra de Bolaño se estructura a partir de un impulso archivístico-alegórico (del que, en parte, hablaremos más adelante) que i(nte)rrumpe la comodidad y el facilismo que domina la producción literaria “contemporánea”; se trata de un archivo arruinado y de la ruina con el que desacomoda el presente, algo que abordo con propiedad en la tesis doctoral en curso.
[3] Es tan apegada al terruño la vida del rico en astucias, que el viejo y ciego adivino le anuncia en el Hades que encontrará la muerte tras su último viaje, un viaje libre del ponto y de sus trabajos, pues una vez desecho el problema de los pretendientes, deberá tomar un remo y caminar hasta encontrarse con “unos hombres que ignoren el mar” y le pregunten para qué lleva una pala al hombro. Allí ofrecerá sacrificios, luego de los cuales regresará a su casa, donde permanecerá hasta morir “en la calma de lozana vejez”. 
[4] A propósito del destino de Ulises, no tanto en el infierno como en la Comedia, Hugo Friedrich ha señalado: “Cuando los lectores modernos de los mundanos epos de Homero pasan a la Divina Comedia y tropiezan aquí de nuevo con Odiseo, debe parecerles primeramente como si el brillo homérico se borrara en la tenebrosidad del infierno de Dante” (“Dante y la antigüedad” 79). 
[5] Cito una vez más a Friedrich: “Odiseo fue sacrificado a una perversión nacional-política, se convirtió en un peligroso intrigante, en el padre de la desgracia que tuvieron que soportar los ascendientes de Roma” (87). A ello habría que agregar, señala Friedrich, un cambio en el sistema de valores aceptados entre la época de Homero y la de Virgilio: “Si el griego de Homero en la audacia y en la osadía algo digno de elogio y gloria, porque forman parte del valor que distingue al hombre que domina la tierra, la ética romana ya no conoce cosa semejante. Pues astucia, eso era para los romanos inconciliable con la fides, la confianza”, uno de los pilares de su ética encarnada en la virtus (87), virtud que luego Santo Tomás también cuestionará, por alejarte del camino de Dios. La única virtud posible es la que permite la elevación al Paraíso. 
[6] Al respecto, ver Stanfor, The Ulysses Theme, 178-192.
[7] Alan Deyermond ha señalado que Ulises es culpable de una falta más: haber engañado a sus compañeros de viaje, llevándolos no hacia el extremo oeste, sino, como Alejandro Magno, a las Antípodas, “zona desconocida y –según la doctrina cristiana mayoritaria de la edad media– imposible de conocer, zona que representaba los conocimientos prohibidos” (23), y que se localizaba presumiblemente en el África meridional, de la cual hoy forma parte Angola, precisamente el país al cual, según Jacobo Urenda, Arturo Belano fue para morir, y después ya no.  
[8] Empleo la traducción española de la tercera edición (1744), editada por Tecnos, 1996.
[9] Una de las preocupaciones presentes en la Ciencia nueva, y que tendrá una fuerte repetición en la Dialéctica de la ilustración, de Adorno y Horkheimer, tiene que ver con el retorno de la barbarie en la edad de los hombres, algo que también hará eco en Benjamin, otro lector de Vico. Al respecto, el napolitano señala: “Cuánto más complicado y más sutil es el aparato social, económico y científico, al cual el sistema de producción ha adaptado tiempo al cuerpo que lo sirve, tanto más pobres son las experiencias de las que este cuerpo es capaz” (par. 36). Vico estaba preocupado por el declive de los pueblos de la tercera edad, la misma que había alcanzado “el extremo de la delicadeza” y ahora estaba acosada por “el último malestar civil”, donde “la barbarie de la reflexión [moderna] los había convertido en fieras más crueles que las que habían sido con la barbarie del sentido” (par. 1106). 
[10] En su biografía de Joyce, Richard Ellman, asevera: Joyce “amplió un aspecto del poema épico griego que Homero había hecho notar pero no tan exclusivamente, el de que Ulises era la única mente notable entre todos los guerreros griegos. Los hombres fornidos, Aquiles y Ayax, y los demás, confiaban en su fuerza física, mientras, mientras que Ulises era un hombre brillante y nunca se sentía perdido. Pero, naturalmente, Homero presenta a Ulises como alguien que, además, es un gran guerrero. Joyce convierte a su moderno Ulises en un hombre que por condiciones físicas no es un luchador, pero que posee una mente que nadie puede sojuzgar. Las victorias de Bloom son mentales aun a pesar de la constante presencia de lo físico en el libro de Joyce. Esta victoria no es homérica, aunque Homero en cierto modo avanza hacia ahí. Es compatible con la cristiandad, pero tampoco es cristiana, pues Bloom es un miembro del mundo secular” (Ulises 400-401). Al respecto, ver Dallmayr, “La ‘Historia natural’ y la evolución social: reflexiones sobre los corsi y ricorsi de Vico”.
[11] Recordemos una vez más que al Ulises homérico lo único que le preocupaba era el regreso a su patria; salvo el encuentro con los feacios, todo con lo que se topa está dirigido a impedírselo, pues aparte de Escila y Caribdis o del cíclope, los principales males de la Odisea siempre involucran el olvido de la patria, cosa que permiten los frutos de los lotófagos o los licores de Cirse.
[12] Sobre la lectura de Joyce del Ulises homérico, ver la conversación que mantuvo con George Borach, transcrita en Ellmann, James Joyce 462.
[13] El título en alemán es el siguiente Mimesis. Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literaturk (1942). Para este ensayo, me he servido de la lectura realizada por White sobre la obra de Auerbach, en “Auerbach’s Literary History” 123-143. Hay traducción al español.
[14] En la introducción a una nueva edición inglesa de Mímesis (2003), que conmemoraba los cincuenta años de su traducción a esa lengua, Edward Said escribió: “Por ‘representación’ de la realidad entiende Auerbach una presentación teatral activa de cómo cada autor desarrolla su obra, da vida a los personajes y expone su propio universo” (127). Sobre la repetición y la diferencia en la historia humana según Vico, ver Said, “Sobre la repetición” 155-173.
[15] Grínor Rojo señaló hace unos años (2003) la relevancia de este gran detalle, aunque lamentablemente sin desarrollarlo en toda su potencialidad. Ver “Sobre Los detectives salvajes” 67.
[16] Que los veinte años de obra de Bolaño tengan su origen en los veinte años del viaje odiseico lo corrobora la estructura inicial de Los detectives, que iba de 1975 a 1995. Si bien no sabemos con certeza el motivo de la modificación de los años (tal vez no haber obtenido el dinero que le permitiera trabajar en la novela), las dos décadas no pretenden otra cosa que establecer una clara relación con la obra de Homero. Ver Bolaño, “Petición de una beca Guggenheim” 77-84. Tampoco es casual que este esquema tenga un preludio que inicia el 2 de noviembre, día de los muertos. Sí es casual, creo, que esta obra de Bolaño haya ganado el Premio Herralde también un 2 de noviembre, pero de 1998, iniciando así el gran viaje hacia su ya indiscutida fama.  
[17] Ver Bolaño, “Petición de una beca Guggenheim” 84.
[18] Lo “extraño” es que ese tal Belano no habla, pero escucha, pues es uno de los entrevistadores (¿cuántos?) a quien se dirige la multiplicidad de voces que nos narran, cual aedos, sus historias; es a él a quien le habla Andrés Ramírez en el bar El cuerno de oro, en 1988: “Mi vida estaba destinada al fracaso, Belano, así como lo oye” (383).  
[19] El narrador ve en el griego Yannes a su Eumeo, y encuentra (y pierde) a su Penélope, quien creía que la Odisea era “una historia sagrada y que nos traerá buena suerte” (171). Sin embargo, su desesperado final lo lleva a esgrimir al arte como antídoto al círculo homérico, pero su arte, lo sabemos hoy, se forjó con cicuta.    
[20] Citado en Castillo Didier, La odisea 22.
[21] La referencia completa es la siguiente: “El hombre que encuentra dulce su tierra natal es todavía un tierno principiante; aquel que hace de toda tierra su tierra natal es ya fuerte; pero la persona perfecta es aquella para quien el mundo entero es como una tierra extranjera. El alma tierna ha depositado su amor sobre un lugar en el mundo, el hombre fuerte ha extendido su amor a todos los lugares; el hombre perfecto ha eliminado esto” (101).
[22] Al respecto, ver García Gual, “Viajeros griegos. Viajes reales y fantásticos” (manuscrito, 2009)
[23] Ver Avelar, Alegorías de la derrota, y Owens, “El impulso alegórico”.
[24] María Stegmayer (2008) ya adelantó esta lectura de “La parte de los crímenes”. Al respecto, ver el ensayo incluido en este libro.
[25] En una descripción provisional más que una definición, para Owens, “la alegoría es tanto una actitud como una técnica, una percepción como un procedimiento… [que] tiene lugar siempre que un texto duplica a otro (204). “En la estructura alegórica, pues, un texto se lee a partir de otro, por fragmentaria, intermitente o caótica que sea su relación. El paradigma de la obra alegórica es por tanto el palimpsesto” (205). “La imaginería alegórica es una imaginería usurpada; la alegoría no inventa imágenes, las confisca. Reivindica su derecho sobre lo culturalmente significante, presentándose como su intérprete. Y en sus manos, la imagen se transforma en otra cosa (allos = otro + agoreuein = hablar). No restablece un significado original que pudiera haberse extraviado u oscurecido; la alegoría no es hermenéutica. Más bien, lo que hace es añadir otro significado a la imagen. No obstante, si añade, lo hace solo para reemplazar: el significado alegórico suplanta otro significado a la imagen; es un suplemento. Este es el motivo por el que la alegoría está condenada, pero es también la fuente de su relevancia teórica” (205).
[26] Al respecto, ver Gellrich, “Figura, Allegory and the Question of History” 107-23; y Barck, “Walter Benjamin and Erich Auerbach: Fragments of a Correspondence” 81-83. 
[27] Sigo a Hayden White cuando señala que “el cumplimiento debe ser entendido en la analogía de un modelo específicamente estético, más que teleológico, de figuralismo” (“La historia literaria de Erich Auerbach” 37).
[28] Ver Rodríguez Freire, “Ir-y-(por)venir en Amuleto de Roberto Bolaño” (manuscrito, 2010).
[29] Amadeo Salvatierra recuerda lo siguiente: “… caía la noche sobre el DF y Cesárea se reía como un fantasma, como la mujer invisible en que estaba a punto de convertirse, una risa que me achicó el alma, una risa que me empujaba a salir huyendo de su lado y que al mismo tiempo me proporcionaba la certeza de que no existía ningún lugar adonde pudiera huir” (460).
[30] Al respecto, ver Dzielska, Hipatía de Alejandría.
[31] Cita levemente modificada.
[32] De esto surge el cuento “Prefiguración de Lalo Cura” y probablemente algunas escenas de la novela póstuma Los sinsabores del verdadero policía (2011).
[33] “En contra de los deseos de su familia, que pretendió bautizar al niño con el nombre de Rafael, María Expósito le puso Olegario, que es el santo al que se encomiendan los cazadores y que fue un monje catalán del siglo XII, obispo de Barcelona y arzobispo de Tarragona, y también decidió que el primer apellido de su hijo no sería Expósito, que es nombre de huérfano, tal como le habían explicado los estudiantes del DF una de las noches que pasó con ellos, dijo la voz, sino Cura, y así lo inscribió en la parroquia de San Cipriano, a treinta kilómetros de Villaviciosa, Olegario Cura Expósito, pese al interrogatorio al que la sometió el sacerdote y a su incredulidad acerca de la identidad del supuesto padre” (697).

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raúl rodríguez freire. Doctor en Literatura, Universidad de Chile. Investigador postdoctoral, Facultad de Artes de la Universidad de Chile, con un proyecto titulado: “Del género humano al capital humano. Una arqueología de las humanidades en Chile”. Trabaja sobre literatura latinoamericana contemporánea y luchas universitarias. Ha publicado la compilación La (re)vuelta de los Estudios Subalternos: una cartografía a (des)tiempo (Ocho libros, 2011; Universidad del Causa, 2012) y editado, con Andrés Maximiliano Tello, Descampado. Ensayos sobre las contiendas universitarias (Sangría, 2012). También tradujo y editó, junto a Mary Luz Estupiñán, Una literatura en los trópicos. Ensayos de Silviano Santiago (Escaparate, 2012). Su último libro es una edición crítica dedicada a la obra de Roberto Bolaño, titulada “Fuera de quicio. Bolaño en el tiempo de sus espectros” (Ripio, 2012).

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