miércoles, 16 de enero de 2013

Ednodio Quintero y los alcances de la regularidad*

Por Miguel Ángel Campos

 Bacon. Selfportrait
  


















Presentar el libro de un autor que ha llegado a una total familiaridad con su escritura, y ha configurado un mundo de tal manera previsible que en cada página podemos reconstruir ese mundo, es como presentar todos sus libros. El caso de Ednodio Quintero se me antoja paradigmático, uno de desarrollo progresivo de un proyecto de escritura, y más que narrativo; hablaríamos de la práctica de un inquisidor rastreándose a sí mismo, indagando cuanto hay de oculto en una rutina.  La primera línea de este narrador estará siempre en la última línea de su último libro. Estaríamos hablando entonces de la persistencia del escritor por encima de todo, y luego vendría el universo de ese escritor, porque estamos en presencia de un interés por la literatura que desborda la sola invención, su momento lúdico, y nos enfrenta con el proceso creador, con los misterios de la escritura y la fundación de mundos, cómo apropiárselos.

            Digo que la primera línea de su primer libro puede reaparecer en la última pagina de su libro más reciente, y tan sólo quiero recordar como efectivamente hay un universo, una realidad sometida con tal eficacia a los caprichos, a los rigores del autor, que esa escritura se hace reconociblemente monótona, repetitiva (y ya trataré de explicar esto). Estamos en presencia del escritor que logra colonizarse a sí mismo haciendo que un universo reaparezca con sigilo pero sin sorpresa en su escritura, y tal vez más allá de su voluntad. Sería ese el desiderátum de todo escritor: reproducirse al grado que cesen los motivos y argumentos, quede sólo un clima y un reino. Confundido con aquello que lo expone, ese reino se continúa en una frase y esa frase ya no es escritura, es sobre todo una imagen donde resuenan todos los ecos posibles. Hay escritores absolutamente previsibles, desde el punto de vista de la anécdota y del catálogo de sus intereses y conflictos, pero irregulares en relación con la dimensión estética, la dimensión formal. En el caso de Ednodio planea una potencia que le permite organizar un universo y hacerlo uniforme, reducirlo a la regularidad de cuanto prescinde de los contrastes y lo sorpresivo.
            Altamente efectiva, esa potencia pareciera modelar desde la parsimonia donde todo está concebido y diseñado, la critica ya ha señalado la corrección, la extrema corrección de su escritura. Efectivamente, es difícil conseguir entre cientos de páginas un párrafo irregular, un adjetivo frágil, tambaleante, indispuesto, no escribiría, por ejemplo, una frase como la lluvia dialogaba entre las ventanas, pero escribe, sí, una frase como: el aire vibraba húmedo y eléctrico. No sólo porque aquella pueda ser cursi, sino porque es irreal, y no es que se trate de un escritor que rinde culto a lo real, tampoco es un realista de vocación, hay antes un realismo en alianza con esa ampliación de la experiencia donde resulta imprescindible apelar a lo fantástico.
             Hablamos, pues, de un escritor instalado en un imaginario cerrado, acotado, busca sus iconos en la figuración que convierte la crisis de los sentidos en un acto de fe, así la reconstrucción de lo real no hace concesiones a la lógica de los hábitos, subvierte constantemente en una inquisición de todo cuanto está afuera. Es la transposición, la transmutación de lo convencional, casi su desafuero, bordea lo fantástico, permaneciendo siempre en los límites de otra dimensionalidad, donde los datos resuenan pero no informan sobre la exploración de la inmediata cotidianidad. Hace poco, reparaba en cuanta soterrada violencia hay en la escritura de Ednodio Quintero, hay, incluso, climas de horror, y uno no advierte esto inicialmente, sino cuando su presencia empieza a sofocar la atmósfera tensa que hiere la pupila. Entonces uno descubre, efectivamente, que esta narrativa está hilando en una escatología construida desde la pura dureza de la presencia humana, es una violencia dolorosa, dura, aunque apenas haya acción en ella. Está también el acuerdo de que toda permanencia se obliga a ser testigo del horror y en silencio, la psiquis expuesta al desgaste para dar testimonio de la fragilidad, límites de lo conocido o abismos de lo desconocido. Quizás cuando la critica repare con disciplina en esa obra se va a conseguir con la absoluta regularidad de un universo  catalogado, registrado, reescrito hasta sus últimas consecuencias, y también, probablemente, encontrará que no hay mayores variaciones en un escritor que antepone la seguridad, o el regusto, de la elocuencia a la experimentalidad. Que ha estado escribiendo un solo libro, mostrado largamente  en páginas espléndidas, y regresando con fidelidad a sus argumentos de persuasión.
Se sabe que es una especie de vindicador del relato corto en Venezuela, a comienzo de los años 70 establece una especie de magisterio, luego nos entrega una novela (La danza del jaguar) sostenida, circular, insistente en lo que tiene de relato de iniciación, allí se explaya la continuidad de todos sus mitos, suma de tensiones de aquellos textos breves. Sobre todo los flujos de violencia, ésta a ratos no parece humana por lo impersonal, tan húmeda, insistente, casi sin referentes morales. Me he permitido asociar esa violencia con un autor venezolano, y aun careciendo de las fuentes para explicar esa asociación, casi puedo ver un hilo de dureza y sofocación común, y ese autor es Ramos Sucre. En este la violencia soterrada fluye desde la inmovilizadora corrección, toda descripción inunda los referentes de extrema tensión, es una manera tal vez de destrucción plena.
            Lo que llamaríamos una lógica de la imaginación se torna  en Ednodio una capacidad de reformar y comparar, cuando se  hace lector de literatura explora el mundo del otro como un reescribidor. Es capaz, por ejemplo, de hacer la variación de un capítulo de alguna novela del romanticismo costumbrista americano y encajar en él sus recursos y concepciones: toma  la arquetípica cacería del tigre, en el episodio de María de Jorge Isaac, y transforma un suceso bucólico en una escena fantástica coronada por el horror. “El otro tigre” es un cuento magistral, en él la naturaleza como espectáculo cede ante la fragmentación de la psiquis, su dislocación, y tal vez sea la voluntad de recelar del realismo la fuerza ordenadora de este eficiente pararelato. Y sin embargo el alejamiento del clima sentimental de la novela sólo ayuda a reforzar el otro tramado, el de la personalidad sombría de los actores, el capítulo se cierra sobre sí y en ese reajuste espacial retiene toda la violencia que parecía estar solapada en la naturaleza opresora. Rastrea, como lo haría un animal, las posibilidades del inusitado desenlace, la sangre; rastreador y recreación son una sola escenografía, el crimen fantasmal fruto de los deseos encontrados es una solución que el mismo lector-narrador no ha inventado, ella está en la contención a que el realismo somete a la anécdota, el instinto del cazador lleva al segundo narrador a dar con la presa más secreta. Lo sobrenatural emerge para explicar una continuidad, producir un salto en la función de la literatura y subvertir la realidad plana a la cual están atados los personajes.
             Al hacer intervenir una fuerza que no está en el reparto, se introduce más bien lo paranatural, pues la cabeza que rueda desde el saco no ha sido cortada en un plano desconocido: la cuidadosa determinación de no mezclar la sangre del tigre con el agua del río nos advierte que sangre y agua corresponden a dos naturalezas distintas. La violencia larval de la psiquis produciendo otras consecuencias distintas a la del dominio de los hechos: deberíamos ver en esto la inconformidad del escritor ante con mundo uniforme pero aplastado por la dimensionalidad moral de esos hechos cumplidos. Es, pues, la voluntad de enfrentar el realismo en cuanto versión predominante pero insuficiente de la experiencia, razón efímera que rinde culto no solamente a un presente prestigioso sino que desconfía de la imaginación. Si algo reaparece constantemente en toda la obra de Ednodio es ese desafío a los acuerdos del sentido común donde sólo lo visible es verificable, vemos como se rearma y contraargumenta frente a esos acuerdos.
            Sus universos, aun cuando son previsibles no nos resultan familiares dentro de la tradición de nuestra narrativa, ya no porque no son universos del correlato sociohistórico o contextual –respecto al cual la literatura de manera licita ha construido grandes obras-, sino que resultan universos muy personales, en permanente autoexploración, de individuos desgajados, pues pareciera no haber grupos en la narrativa de Ednodio Quintero. Y hasta en una novela como Mariana y los Comanches, de más trafico de voces, lo gregario no resulta visible. La innominada violencia no está en la secuencia misma de sus historias, parece más bien consecuencia de la profesión de fe del escritor, es una elección, regusto por lo concluso, la voz que puede y quiere apretar los dientes. Incluso en escenas próximas al solaz, situaciones propias de esa manera de conciliación donde el individuo nada reclama, siempre planea el recelo de la felicidad, no se la admite como el triunfo de la sanidad. Y esto es particularmente visible en la exploración de la sexualidad, un cierto rechazo de aquel esplendor de los sentidos.
 Acecha la metástasis, colonización defendiendo un orden pasivo, la idea de conciliación parece problemática en medio de tanto alejamiento, desde el fondo prospera más la denuncia del sosiego, desapego frente a la placidez. Los destinos temblorosos de los personajes, particularmente cuando abordan la sexualidad, están hechos a trazos donde no hay mayor descripción, presiona lo impersonal y con frecuencia todo se resuelve en actos de negación de la propia relación. Aspereza antes que misoginia, simplemente la necesidad de enfrentar el rito de la sexualidad desde la intuición de una cierta complejidad donde el placer oculta otras vibraciones, apelación a una violencia donde la materia no se destruye, se niega  al encontrarla en su opacidad triste. Agudización de esa manera del dolor fruto del caos de la diversidad, ella se disuelve, se la enfrenta con la pura sensualidad, pero se entregan a ella hasta un punto crítico, y ese dolor puede llegar a proyectarse en lo orgánico.
He creído sentir la crispación de una dendrita leyendo por segunda vez, “Billy, el zurdo”, un dolor soportable que sin embargo no nos pertenece. También sería justo relacionar esas sordas emociones con la monotonía como insistencia, flujo y regreso constante, gratificación de encontrarse con lo familiar, o la seguridad de lo reconocible. Y esa recurrencia, limitando el oxígeno, obligando a pausas en busca de la seguridad, acaso sea parte importante de la indagación del proceso creador. Efectivamente, el narrador se repite constantemente, pero no se cita (y así lo prefería Borges), repite o recuerda, por ejemplo, ese texto autobiográfico, ya hecho mascarón o presentación: “Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña…”. Lo utiliza como entrada habitual para desarrollar algunos textos donde, por lo demás, lo autobiográfico cesa, el resto es simplemente una repetición donde ya es imposible comparar párrafos, porque resultan aleatorios, al estar emplazados en momentos distintos, también su significación es distinta.
            Y sin embargo, la capacidad de conmoción y de persuasión que hay su narrativa proviene de esa necesidad de reproducir permanentemente, hasta la desesperación, unos esquemas, al punto de convertirse en vehemencias que nos llevan antes a  reconocer el clima de sus historias con antelación, el recurso de la urdimbre es así como un heraldo. Tomar con toda legitimidad (o impunidad), la historia de otro autor para incorporarla a esa gestión metástica, del colonizador encontrándose con su presa con la facilidad de una manía, deviene en autonomía del observador que se sabe saciado. Diseñador de un mundo circular, la imaginación puede cesar para dar paso a una relación de hábitos previsibles, aunque nunca convencionales, biógrafo de lo anómalo proyectando las pulsiones de quien observa desde el insomnio.
Obsesiones como persistencia se consolidan en la rutina del escritor tornado densa esa normalidad ya sospechosa. Ningún libro nuevo proviene de aquel flujo, es ya dedicación y entrega como abdicación, nada nuevo bajo el sol que todo anima y reduce, tan sólo unos hilos llevados a su máxima tensión, recogen el tramado para mostrar el centro de la araña y su imperio. Poderío que necesita verificarse en la gratuidad, deslumbra y agota pues es un vaciamiento circular, monotonía de toda definitiva identidad.

*Improvisación del caballero Miguel Ángel Campos en la presentación de Combates (Editorial Candaya), antología de cuentos de Ednodio Quintero, trascripción de la señorita periodista Mélida Rosa Briceño, a quien ambos caballeros dejan constancia de su gratitud. Biblioteca Pública del estado Zulia, salón Hesnor Rivera, el día jueves 16 de julio de 2009.

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Miguel Ángel Campos (Motatán, Venezuela, 1955). Ensayista e investigador. Egresado en Sociología y profesor de la Universidad del Zulia. Ha publicado: La fe de los traidores (2010, segunda edición), Incredulidad (2009), Desagravio del mal (2005), La ciudad velada (2001), Andrés Mariño Palacio y el grupo Contrapunto (1994), Las novedades del petróleo (1994), La imaginación atrofiada (1992), Tonos (1987). Premio Bienal de Literatura Mariano Picón Salas (1994), y Premio Fundarte de Ensayo Literario (1994).

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