miércoles, 16 de enero de 2013

El juicio*

Por Ángel Santiesteban Prats

 Lohengrin Papadato. Retrato














El viejo camina por el pasillo arrastrando su pierna renga. Hace tres meses que llegó y los presos se preguntan qué pudo haber hecho esa calamidad de ser humano para que el fiscal decidiera enviarlo a prisión preventiva hasta el día del juicio. Avanza como si fuera una babosa y lo miran con repugnancia. Algunos curiosos se le han acercado para preguntarle y el anciano siempre responde titubeante que está ahí por problemas personales. Nadie se conforma con su silencio, saben que el misterio oculta su vergüenza entre tantos avergonzados, lo que hace sospechar que la de él es más grave. Los reclusos prefieren que se mantenga alejado.
Para que averiguaran en la tarjeta de control de la prisión por qué causa el viejo está preso, el Enano pagó una caja de cigarros. Nadie sabe qué obsesión tiene él por conocer la verdad, dice que algo le huele a quemado y mueve la cabeza afirmando.
El Enano ha estado toda la mañana sentado junto a la puerta esperando la noticia, sabe que el viejo no es tan ingenuo como quiere aparentar. Fuma y observa la entrada del patio de la prisión por donde aparecerá de un momento a otro el confidente. A veces mira al viejo amenazante, pero éste prefiere hacerse el desentendido.
Del otro lado de los barrotes alguien se le acerca al Enano y le habla pegado al oído. Luego el mensajero se va y él recorre con una mirada a los presos que se mantienen dentro de la galera. Avanza hasta la cama del anciano que finge no verlo. Así que problemas personales, dice.
El mandante se acerca y pregunta qué pasa; el Enano explica que es un asunto que tiene que ver con cada hombre de esta galera: en la historia de las prisiones los presos no han soportado el delito de corrupción de menores. Se inicia un murmullo por la sorpresa de la noticia, yo siempre sospeché que tenía que ver con algo de eso. No soporto a los tipos que manosean a los niños.
El jefe va hacia donde está el viejo y lo golpea en la cara, lo hace caer y éste queda acostado en el piso, sólo se mueve hacia un rincón para protegerse, dice que es inocente, estoy por otra causa. El Enano le grita que no hable bajito, si quiere defenderse que lo haga delante de todos. Desde el piso, el anciano se niega a dar explicaciones. Los reclusos se acercan, lo miran con dureza, intentando desentrañar la verdad. El mandante advierte que si es inocente le conviene hablar porque de ahora en adelante te espera el infierno y no podrás soportarlo, tendrás que limpiar el baño todos los días, nunca saldrás al pasillo central, ni siquiera a orinar, sin mi consentimiento; te daré menos ración de leche y de pan; la jaba que te traiga la familia será confiscada; tu cama estará al lado de los baños; te quitaré la colchoneta para que duermas sobre la tabla de la litera; serás el último en bañarte, en lavarte la boca; sólo podrás tomar un vaso de agua al día, ¿entiendes?; cuenta la verdad, será mejor para ti. El viejo continúa negando. Calabaza propone que en la noche se haga un juicio como los de verdad, que tenga derecho a un abogado defensor, a un fiscal y jueces. El Enano se ofrece de fiscal. El Títere pide ser la defensa. Y, por supuesto, el mandante será el único juez.
Durante el resto del día en la galera se comenta sobre el juicio, qué sanción tendrá y si podrá cumplirla en su estado físico. El viejo no quiere almorzar. Ha permanecido en silencio, sentado en su cama sin moverse, mira espantado los preparativos mientras colocan las literas en círculo alrededor de una que han situado en el medio.
El viejo tampoco quiso comer, mantuvo las manos unidas, posiblemente para que no descubrieran su nerviosismo. A pesar del hambre nadie le pidió su bandeja que regresó al fregadero tal como la sirvieron; los fregadores buscaron por el hueco de entrega quién lo hizo y cuando vieron la anciana figura y su desgastada imagen, comentaron que seguro era un tuberculoso.
Al volver del comedor, el viejo recogió sus pocas pertenencias, las introdujo en una funda y amarró la punta con un nudo. Le cuesta trabajo encender un fósforo. Cuando lo logra, se le apaga con el movimiento nervioso de sus manos; en los labios, el cigarro sin encender se ha humedecido y algunas gotas de saliva caen sobre el pantalón. Finalmente, decide no fumar y espera.
Los presos se acomodan sobre las literas para presenciar el espectáculo. A una señal del mandante, Albino y Jábico asumen como alguaciles y van en su búsqueda. Lo sujetan por los brazos, las piernas apenas lo sostienen y a veces le fallan, hacen por doblarse, pero sus acompañantes lo aguantan, le dicen burlones que no sea artista, que haga lo que haga el juicio va, mejor te portas como un hombre y quizá hasta te sirva de atenuante. Al llegar a la litera que han colocado en el centro, el mandante le pregunta el nombre completo, edad, lugar de nacimiento, hijo de...; cuando responde, pide que lo suban. Con dificultad lo elevan hasta el tercer nivel, quiere sentarse y le ordenan permanecer de pie; dice que no puede sostenerse y el llanto quiere escapársele, pero al ver el rostro del mandante, que hace un gesto de impaciencia, logra contenerlo. El jefe alza la voz para avisar que se le hará un juicio por Corrupción de Menores.
El anciano mira hacia los lados, como buscando una persona razonable que proteste a su favor; pero todos permanecen inmóviles. El Enano le pide que narre los hechos. El viejo mueve los hombros, no sabe de qué hablan. Jábico mira al jefe que, con un gesto aprobatorio, le ordena que mueva la cama y lo hace con gusto, riéndose; el acusado pierde el equilibrio, cae y queda suspendido en una esquina de la litera, con el cuerpo ladeado, casi afuera. Calabaza lo sostiene, dice que para la próxima lo dejará caer y seguramente se partirá la cadera. Aún más tembloroso, el viejo logra reponerse, a veces hace por arrodillarse pero no se lo permiten; en vano las manos buscan en el aire dónde sujetarse. El Enano le pregunta si hablará, el anciano va a negar y Jábico vuelve a mover la cama y el viejo suplica que no lo haga, que hablará, y comienza a llorar. El Enano le grita que acabe de contar qué sucedió. El viejo asiente con la cabeza, a veces intenta abrir la boca pero no le sale ningún sonido. Explica que fue sin querer, un malentendido, realmente no fue su intención; los padres lo acusaron porque lo odiaban, son mala gente, pésimos vecinos, loca que está esa familia. Siempre he sido un hombre honorable, de respeto, trabajador, tengo esposa, hijos, nietos... El Enano lo interrumpe, lo conmina a que explique qué ocurrió. El viejo desea permanecer callado, quiere quedarse en la cama sin que lo molesten; pero sabe que tiene que convencerlos. Sólo le daba caramelos, me gustan los niños como a todos y trata de exhibir una sonrisa infantil. Y cómo hacía para darle los caramelos, le preguntan. Ni siquiera la tocaba, dice, simplemente le señalaba dónde tomarlos. La galera está en silencio, los reclusos permanecen atentos a cada palabra. ¿Dónde estaban los caramelos? Guardados, responde. ¿Guardados dónde? No habla. Es evidente que ha cometido delito, dice un preso y el jefe lo manda a callar. El Enano alza la voz para volver a preguntarle dónde los guardaba. El viejo continúa en silencio y Jábico se acerca a la cama para moverla. El anciano se asusta, pide que no lo haga, por lo que más quiera, me voy a caer, mijo. El Enano le advierte que no le dará más oportunidades, es la última. Asegura que los guardaba dentro del bolsillo. ¿Y estaban los caramelos dentro de ese bolsillo? El viejo quiere quedarse callado pero mira a los ojos del Jábico que delatan los deseos de empujarlo y hacerlo caer desde esa altura. A veces, dice. ¿A veces qué? Si no era en ese bolsillo lo tenía en el otro, el caso es que los caramelos estaban allí. ¿Y en el bolsillo equivocado qué había? Nada, responde. El Enano camina impaciente, conque nada, dice y se rasca la cabeza. Seguramente que algo habría allí. Insiste en saber qué encontraba la niña en el bolsillo equivocado. Esa vez que me acusaron fue sin querer, ni yo sabía que el bolsillo estaba roto. Jábico va hacia la cama para moverla, pero el mandante le ordena regresar. El Enano le exige al acusado que termine, ¿qué tocó la niña cuando su mano llegó al final del bolsillo? No quiere contestar, le suplica que no continúe, es suficiente. El mandante le advierte que está obligado a contestar las preguntas del fiscal, que después regresará a su cama. Afirma que la niña se confundió y tocó los genitales, que luego de buscar en el otro bolsillo y tomar los caramelos corrió para su casa a contarle a los padres; fue un accidente, asegura, nunca le haría algo así a una menor, no pueden imaginar cuánto he sufrido desde el día en que ocurrió ese mal entendido.
Cuando el viejo termina de hablar se escucha el sonido metálico de una lata que el viento empuja en el patio central. El jefe le da la palabra al abogado defensor, y el Títere pide que tengan en cuenta la edad de su defendido, que es padre de familia, que la vejez a veces nos hace regresar a la niñez y podemos hacer cosas que después no sabríamos explicar. Los presos se emocionan y aplauden en apoyo a las palabras del Títere. El Enano asegura que los que aplauden son maricones o también les gusta tocar a los niños. Y se hace un silencio absoluto y nadie le responde, saben que tiene malas pulgas y puede joderlos. Ahora el Títere afirma que su defendido se retracta de los hechos y está penando por su conciencia que es el peor castigo que puede enfrentar un ser humano… Y el Enano le dice que no coma más mierda y termine de hablar, ¿cómo puedes pedir clemencia por un viejo hijo de puta que merece lo peor?
El mandante avisa que deliberará y en unos minutos dará a conocer la sentencia. Va hacia una esquina de la galera, acompañado por el fiscal y la defensa, conversan, a veces miran amenazantes al viejo. Cuando deciden regresar, el jefe hace un gesto con las manos y los presos se levantan para recibirlos; dice que la sentencia es hacerlo pasear desnudo como un perro por la compañía con una correa al cuello, que cuando pase por las camas de los reclusos podrán azotarlo con las toallas. Los presos entusiasmados las mueven como látigos y ruidosamente golpean en el aire.
Sin esperar, el Enano hace un gesto al Albino y al Jábico para que cumplan la orden. Primero lo desnudan y ven su piel arrugada, luego le atan un pedazo de tela al cuello que sirva para halarlo y, obligado, el viejo avanza arrastrando por el piso rodillas y manos. El Enano lo pasea y es el que más lo golpea con la toalla; lo hace con gusto, los ojos le brillan y sonríe complacido.
Según avanza, los presos le van pegando con rabia, primero la piel se le pone roja, luego se oscurece; el viejo mantiene la boca cerrada, sólo llora, apenas unas lágrimas que le corren por la cara, a veces salta por las patadas que el Enano le propina en los costados del cuerpo. El viaje es largo y cada vez se hace más lento; por momentos le fallan los brazos y apoya el pecho o los hombros, y el Enano se ensaña más, le da con la punta de sus zapatos y con las rodillas. Los reclusos han comenzado a asustarse, temen que no soporte y después haya investigaciones y alguien tenga que pagar; varios presos prefieren no pegarle y el Enano los mira y los acusa de pendejos. Decide halarlo con la tela que sirve de arreo y el anciano se pone rojo, después morado, tose, necesita respirar, busca con angustia un soplo de aire que lo libere de la estrangulación, de la tela que se le encaja en la piel del cuello, deja caer un poco de baba, una escupida que sirve de auxilio, un aviso de que se ahoga, las manos crispadas tratando de arañar el piso, buscando algo que lo ayude a resistir. La mayoría de los reclusos ya no quiere mirar, no entienden por qué tanto ensañamiento. Cuando termina el recorrido, el Enano no está conforme y continúa descargando su rabia contra él, lo golpea con el puño por la cara y las costillas, grita, abusador y empieza a llorar, y con gestos de loco, entre gritos, dice que fue un abuso contra esos niños. ¿Cómo pueden hacerlo? Sólo eran niños y eso no se cura. Es para siempre, coño. ¿Acaso no lo entienden? Es para siempre.

*De Dichosos los que lloran
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Ángel Santiesteban Prats (La Habana, 1966). Narrador. Ha publicado los libros de cuentos: Sueño de un día de verano (Unión, 1998), Premio Uneac. Los hijos que nadie quiso (Letras Cubanas, 2001), Premio Alejo Carpentier. Sur: latitud 13 (Emily, 2006); Dichosos los que lloran (Casa de las Américas, 2006), Premio Casa de las Américas. Mención del Premio Juan Rulfo en 1989 y Premio César Galeano,1999.

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