Por Daria Endresen |
Imposible
soportar ese cintillo de grasa que te rodeaba los labios, Boris. El amor tiene
que ser mucho más que un lugar común donde todo vale, inclusive la traición. Boris leía la carta de
despedida firmada por Arisa, su amante, y no podía evitar sentir cierto
rencoroso desdén hacia el fundamentalismo vegano de la mujer que lo dejó ese
día, cuando le encontró una servilleta manchada de grasa animal en su bolsillo.
Pero no sólo fue la servilleta, las diestras fosas nasales de la vegetariana
supieron detectar el aroma de una
empanada chilena en plena digestión que se coló en una de las ventosidades de
su pareja.
Al
principio él lo negó, pero un sorpresivo eructo lo delató frente a su
encolerizada mujer. No tenía escapatoria, Arisa olisqueó el eructo con la
sagacidad de una rata que mueve sus bigotes. “Carne, cebolla y aceitunas, no
lograrás engañarme”. “Pero si fue sólo una empanada, querida, además tenía
cebolla y aceitunas, ¿eso no vale para un vegetariano?”. “No me manipules, una
empanada, dices, y mañana qué será, ¿un cerdo, tal vez una vaca entera?” Arisa
rezongaba mientras hacía las maletas para largarse. A Boris no le parecía una exageración
la medida tomada por su mujer, el tiempo de convivencia en pareja le había
demostrado las extravagancias de las que ella era capaz para mantener un estilo
de vida lejos de la ingesta animal. No valía la pena rogarle para que se
quedara. Arisa ya estaba en marcha, continuaría su vida tan loca como siempre:
abrazando árboles, se enterraría eventualmente en el jardín para saber qué
siente un tubérculo, puntualmente asistiría al supermercado para pararse en el
pasillo de las latas de atún y tratar de convencer a los compradores de que no
consuman alimentos enlatados. Ella lo haría, sin importar cuántas veces los
oficiales de seguridad la despacharan del lugar, maldita loca. Él ya no estará
a su lado para echarle la tierra encima en el jardín, ni para pagar la fianza
cada vez que caiga en prisión.
Su
instinto de macho herido le aconsejaba que la matara, que aprovechara que
estaba de espalda, flaca y encorvada sobre la maleta. Sólo necesitaba un
zarpazo, uno solo, y la flaca zanahoria moriría. Pero no, te
quise a pesar de tus debilidades e imperfecciones. La
carta la escribió después, en papel reciclado, lo hizo desde otra ciudad. El
sobre también era reciclado, con varios envíos anteriores; los funcionarios del
correo trataron de impedirlo, pero una extremista conoce sus derechos, y
debieron aceptar un sobre con viejos matasellos. Siempre
has sido tan condescendiente con tus instintos más primarios que no pudiste
evitar afincarle el diente a ese trozo de cadáver indefenso, a pesar de nuestro
pacto de no agresión. ¿Recuerdas cuando me amabas y juraste no llevarte ni
siquiera un suspiro animal a tu boca? Eran buenos tiempos aquellos. Tal vez
fueron buenos tiempos para ella, pero Boris la pasó mal desde el principio.
Se
conocieron en las clases de acupuntura del doctor Yuga, Boris fue convencido
por una amiga para que se tratarse sus dolores musculares con la milenaria
técnica china de las agujas. Arisa era la asistente y amante del acupunturista,
fue ella quien clavó las primeras agujas sobre el cuerpo adolorido de Boris. La
técnica empleada por la asistente le produjo una inusual excitación sexual. Con
el tiempo se enteraría de que Arisa le había estimulado el chakra de la
sexualidad reprimida, también se enteraría de que lo había hecho a propósito,
en venganza contra Yuga y sus constantes infidelidades con las pacientes. Más
adelante, Yuga la abandonaría por una paciente rica y epiléptica. El despecho
de Arisa y la soledad de Boris fueron la fórmula perfecta para que este par se
uniera. La soledad y el desespero
los arrinconó a vivir juntos. Cuando Arisa se instaló en casa de Boris, impuso
su orden severo y radical. En la puerta de entrada colgó un pequeño letrero que
anunciaba: Arisa y Boris casados con el
medio ambiente.
A Boris le tocó despedirse de sus
amigos y controlar su fobia a los gatos. En realidad, más que fobia lo suyo era
una terrible alergia que le provocaba escozor y que le dejaba ronchas en la
piel. A pesar de su alergia, Boris debió convivir con los tres gatos de Arisa
(un sagrado de Birmania y dos mestizos), era esto o continuar viviendo solo y
sin sexo. Los felinos, las rígidas restricciones en el uso de materiales de
procedencia química (como el desodorante) y una estricta dieta naturista fueron
parte de las exigencias que Arisa le impuso para ser su compañera y continuar
aplicándole la terapia china contra la sexualidad reprimida. A veces el amor
tiene mecanismos muy despostas. Aceptaste amarme tal como yo
soy, y eso fue lo que me enamoró de ti. Creí que eras distinto, pero ya veo que
eres igual a todos, un egoísta.
Al hombre
le parecía demasiado retorcida la permisividad que Arisa establecía con Curly,
Larry y Moe, los tres desgraciados gatos que merodeaban sus encuentros
sexuales, subiéndose a la cama y retozando muy cerca de ellos. Más de una vez
él intentó echarlos de la habitación, porque su presencia, además de provocarle
terribles erupciones en la piel, lo amedrentaba e inhiba sexualmente, pero
Arisa se volvía irascible y hasta ahí le llegaban sus ronroneos. Así que a
Boris le tocó armarse de paciencia y de antialérgicos y permitir la invasión
gatuna a su más desnuda intimidad. Lo peor ocurrió esa vez que mientras él se
zarandeaba encima de ella, con los espasmos previos al orgasmo, la mujer
comenzó a gritar y gemir intensamente. Curly, Larry y Moe se abalanzaron sobre
la espalda y cabeza del amante tratando de defender a su dueña de lo que creían
era un ataque.
Estuve
ciega todo este tiempo, nunca me amaste. De lo contrario no me hubieras
traicionado de manera tan vil. Boris tuvo que vender el
automóvil porque ya no podía usarlo. Arisa se lo aclaró desde la primera
inspección a la casa: “no pretenderás que viva en la misma casa que tiene
encerrada en su garage a una máquina destructora de la capa de ozono”. Al
hombre le tocó acostumbrarse a la bicicleta, tarea difícil sobre todo porque no
sabía usarla; además, no estaba en buenas condiciones físicas y la calle donde
se encontraba su oficina era cuesta arriba. En el trabajo se burlaban de él
cuando llegaba jadeante y sudado. El jefe hasta lo amenazó con despedirlo si
volvía a aparecer con el uniforme mojado y hediondo; por esa razón debía
levantarse mucho más temprano para darse una ducha en el gimnasio que estaba al
lado de su trabajo y luego se ponía la ropa de oficina, minutos antes de que el
jefe llegara. ¿Recuerdas cuando ayudábamos a
desinfectar el ambiente usando nuestras bicicletas? “Sí,
desgraciada loca, también recuerdo el pedaleo bajo el sol inseparable y tozudo
cuando iba al trabajo, mientras tú te quedabas en casa meditando para salvar
las abejas de Ruanda”.
En
ese entonces me hacía mucha ilusión darte un hijo, engendrado en el bosque, el
día del solsticio, criado lejos de agentes externos y contaminantes, viviendo
sólo con nosotros en ese búnker ecológico que empezamos a construir como
nuestro nido de amor de cara al desastre nuclear. Un búnker para que nuestro
hijo creciera sano y sin los peligros del afuera. La verdad es que a Boris
le aterraba la idea de tener un hijo con Arisa, temía que más que un hijo fuera
un prisionero, un futuro matricida. Sin embargo, una vez ella quedó encinta. Su
estado de preñez empeoró sus obsesiones naturistas. Desde el principio decidió
parir en parto de agua mineral, una técnica que evitaría la contaminación de
gérmenes en el niño al llegar al mundo, y por Amazon encargó algunas batas maternas, elaboradas con telas que
protegen la barriga y al feto de los rayos ultravioleta. Sus acostumbrados
excesos y cambios de humor empeoraron durante la preñez, lo que atormentaba al
pobre hombre, que sentía perder la paciencia. Pero él seguía ahí con ella,
cuidándola y acatando órdenes.
Un hecho
inesperado ocurrió durante el embarazo; a pesar de los rigurosos cuidados, la
gestación se detuvo a finales del proceso, el feto no nació. Con un mordido
silencio, Boris merodeaba la posibilidad de que el embarazo lo hubiera truncado
la rígida dieta de su mujer, que únicamente consumía brotes, tubérculos, gotas
de flores, hojas caídas de los árboles, semillas inmunizadas. Sólo los pájaros
pueden vivir así, ¿cómo hacerle entender esto? Era imposible; así que el futuro
bebé (al cual llamarían Nube, de ser niña, o Eucalipto si corría con la mala
suerte de nacer varón) no nació. Lo de la mala suerte la temía Boris porque con
tan crueles onomásticos la pasarían muy mal en la escuela, sobre todo
Eucalipto. A Boris le daban escalofríos al imaginar las burlas de los niños.
Pero tal vez para su suerte, ni Nube ni Eucalipto nacieron. El feto murió al
séptimo mes, pequeño detalle del que el hombre no se enteró sino hasta al final
del embarazo, porque Arisa no avisó que de pronto dejó de sentirlo. Nunca le
informó a nadie, ni siquiera a su ginecólogo. La muy loca pasó varios meses con
un feto muerto en el vientre. Cuando Boris se enteró, coincidió con el médico
en que era hora de internarla. A pesar de que ambos habían decidido que lo
mejor para Arisa era el sanatorio, las delirantes justificaciones del proceder
de la mujer convencieron a Boris de que ella lo había hecho por el bien del
vuelo cósmico del hijo no nacido. Necesitaba parirlo a los nueve meses,
argumentaba, de lo contrario, el niño se perdería en su camino sideral hacia
Dios.
Los
médicos que atendieron el parto-aborto, alarmados por la salud de Arisa,
hicieron caso omiso a las súplicas de ésta para que le entregaran el cuerpo del
feto al “nacer”, con la intención de darle sepultura en su jardín. Insultados y
ofendidos por la paciente histérica, le advirtieron que podía estar infectada
como consecuencia de tener un cadáver en su cuerpo; para que entendiera lo
grave de la situación, le ponían el ejemplo de una rata muerta en una
alcantarilla. Como no lograron convencerla, la durmieron. El feto fue cremado.
Cuando Arisa despertó no tenía útero, era la única manera de salvarla de una
muerte por infección. Afuera la esperaba Boris con las cenizas de su no-hijo
metidas en la canastilla que con tanta ilusión había hecho de papel reciclado.
Ahora que Boris lo piensa, no le cabe duda: lo mejor fue que su hijo no
naciera, ambos hubieran tenido un hijo que con los años sería su verdugo. Luego
de vivir años sometido a la burla por llevar un nombre tan estrafalario,
reprimido y azotado por la intemperie de las prohibiciones, el pobre cultivaría
un odio solapado hacia sus progenitores y un día tomaría una decisión y un
arma.
El
asunto del búnker ecológico fue una cosa seria, un proyecto tan disparatado que
mientras estuvo construyéndolo más de una vez le provocó agarrar una pala y
clavársela en la cabeza a su mujer y enterrarla bajo los escombros hechos de
material no contaminante, pero desistía al imaginarse preso y su historia
escrita en la página de los crímenes más famosos, por la mano de Max Haines. Si
cedió a la construcción del búnker fue por las inexplicables sensaciones que
produce la acupuntura erótica. Pero en el fondo se hartaba y burlaba de las
excentricidades de Arisa, y en silencio compartía el mote que vecinos y amigos
le habían puesto: la loca de la yuca.
Amarte
fue difícil, sobre todo por tu testarudez al cambio, tu resignado primitivismo
carnívoro. Ya no más, Boris, quédate con tus vísceras, con tu carne en vara.
Quédate pequeñito, solo, estúpido asesino. Sí, porque eso eres, el cómplice de
un asesinato. Oh, Boris, esa miserable empanada, ¿cómo pudiste? Desgraciado,
aún tengo el olor de la grasa en la nariz. Arisa le estragaba su
amor propio, lo más sano era que ella se fuera. En realidad, lo más sano es que
nunca hubiera estado junto a él, pero el hombre no se puede arrepentir de todo,
y menos de lo bien que la pasaba con las técnicas chinas de Arisa para
producirle orgasmos. Tanto placer en ese punto, en esa clavada de aguja que
Boris jamás revelaría, era anal. Ese corrientazo merecía la pena, era una
sensación esponjosa y traslúcida que atenuaba los sobresaltos cotidianos de
alguien que convive con una extremista.
Antes
que el amor están mis convicciones. Por sus convicciones, más
de una vez Boris debió ir a prisión, y gradualmente fue perdiendo el respeto de
vecinos y amigos. Todavía recuerda con vergüenza aquella ocasión en que Arisa
disfrazada de zanahoria se instaló afuera de una carnicería, repartiendo
papeles en donde alertaba a los compradores sobre los oxidantes y radicales
libres que contiene la carne, que destruyen las células y aceleran el proceso
del envejecimiento. Pero lo peor ocurrió ese día que su mujer se fue al
matadero municipal y tomó como rehenes a varios empleados. La loca de la yuca
exigía al menos un día sin sacrificio animal. Lo único que logró fue que
despidieran a los funcionarios de seguridad del matadero y que éstos en
venganza contrataran a un sicario para que la asesinaran, con la suerte de que
el sicario era extremadamente torpe y mal pagado; esto le salvó la vida.
Entonces se fueron a vivir al campo durante un tiempo, en espera de que bajaran
las aguas.
Ahora,
después de haber vivido tantos trances juntos, su mujer lo abandonaba tan sólo
por haberse comido una empanada chilena. No hay derecho, rumiaba el hombre con
la carta en la mano, entre incrédulo y obstinado. Y para completar tan ridículo
cuadro, Arisa no se había llevado los gatos consigo. En algún momento Curly, Larry y
Moe se vendrán conmigo, por ahora necesito estar sola. Cuídalos, no te atrevas
a hacerles daño o tendrás que enfrentar una demanda por maltrato animal. Además
lo amenazaba, esto era el colmo. Los felinos estaban tan acostumbrados a dormir
en la cama que Boris, por temor a las represalias de Arisa, optó por acostarse
en el sofá; así evitaba también el brote de alergia en su piel.
La
noche que leyó la carta, Boris daba vueltas en el sofá sin lograr conciliar el
sueño, pensaba en Arisa, y aunque estaba consciente de que ella se había
convertido en una presencia siniestra en su vida, no podía dejar de extrañarla.
“Maldito sea el amor”, moqueaba.
Con
una desesperación que solamente la más absoluta falta de amor propio podría
explicar, Boris abrazó a los gatos y se restregó las colas en su rostro. Curly,
Larry y Moe no estaban acostumbrados a las muestras de cariño del hombre, por
lo tanto se defendieron con uñas y chillidos afincados en sus fieras
dentaduras. Con la cara enconada y abrasada por las lágrimas del desamor, Boris
se arrastró hasta el jardín y comenzó a arrancar y a comerse algunos pétalos
mientras sollozaba el nombre de Arisa, en un intento desquiciado de establecer
contacto con ella. Siempre fuiste un pusilánime
sin orgullo. El
despechado se tiró al suelo como un gusano rastrero, lo besaba y se tragaba la
tierra, con la mala suerte de que un grupo de hormigas negras se le colgaron de
los labios. Dolía, pero más dolía la ausencia de Arisa, y a pesar de la
hinchazón en su boca seguía implorando entre sollozos vergonzosos el nombre de
la mujer. Y como suele ocurrir en toda relación sórdida y enfermiza, más
adelante él agotaría todos los recursos para que ella regresara a su lado, sin
importarle recrudecer ese tácito pacto de humillación y sometimiento a una vida
áspera y austera. Boris, te arrancaré de mi vida
como si fueras una hoja marchita de lechuga. Adiós, no podemos continuar juntos
nuestro vuelo espiritual. Lamento tu caída. Namaste, Arisa.
“¡Mamaste
tu madre, desquiciada Arisa!, tú volverás conmigo. Tú y esas agujas chinas, así
tenga que convertirme en un árbol budista para convencerte”. No sé si así fue,
pero la misma noche de la carta, Boris cogió a los tres gatos, tomó el auto del
vecino, y cruzó un paisaje desértico, como el de Arizona, como el de las
películas; él siempre había querido hacer algo como en París
Texas. Se fue en busca de la mujer que le desgraciaba la vida pero
lo hacía feliz. ¿Qué se le va hacer? El amor a veces puede ser un arduo
acatamiento.
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Carolina Lozada (Valera, 1974).
Licenciada en letras mención lengua y literatura hispanoamericana y venezolana
(ULA, Mérida). Es investigadora de la
Cinemateca Nacional. Ganadora del I Certamen Internacional de Relato Breve “El País Literario” con el cuento
“Viejo bar. Viejo tango” (Madrid, 2005); del Premio Municipal de Narrativa
Oswaldo Trejo por el libro de relatos Memorias de azotea (Mérida, 2006)
y del Premio Nacional de Narrativa Solar por su libro Adictos y transeúntes
(Mérida, 2007). Además, su libro Historias de mujeres y ciudades obtuvo
mención publicación en el I Certamen de Narrativa Salvador Garmendia (Caracas,
2006) y mención de honor en el II Concurso de Narrativa Antonio Márquez Salas
de la Asociación de Escritores de Mérida (Mérida, 2005), y Los cuentos de
Natalia obtuvo mención publicación en el II Certamen de Narrativa Salvador
Garmendia (Caracas, 2007). Su cuento “Los muchachos Karamasov” obtuvo el 3er.
Lugar en la V Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana Para
Jóvenes Autores, 2011. Su último libro La vida de los mismos, resultó
ganador del Premio de Literatura Stefania Mosca, Mención Crónica, 2011. Lleva
el Blog Tejados sin gatos, y es
co-editora de la página web Las malas
juntas.
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