miércoles, 16 de enero de 2013

Arisa

Por Carolina Lozada

Por Daria Endresen



















Imposible soportar ese cintillo de grasa que te rodeaba los labios, Boris. El amor tiene que ser mucho más que un lugar común donde todo vale, inclusive la traición. Boris leía la carta de despedida firmada por Arisa, su amante, y no podía evitar sentir cierto rencoroso desdén hacia el fundamentalismo vegano de la mujer que lo dejó ese día, cuando le encontró una servilleta manchada de grasa animal en su bolsillo. Pero no sólo fue la servilleta, las diestras fosas nasales de la vegetariana supieron detectar  el aroma de una empanada chilena en plena digestión que se coló en una de las ventosidades de su pareja.


Al principio él lo negó, pero un sorpresivo eructo lo delató frente a su encolerizada mujer. No tenía escapatoria, Arisa olisqueó el eructo con la sagacidad de una rata que mueve sus bigotes. “Carne, cebolla y aceitunas, no lograrás engañarme”. “Pero si fue sólo una empanada, querida, además tenía cebolla y aceitunas, ¿eso no vale para un vegetariano?”. “No me manipules, una empanada, dices, y mañana qué será, ¿un cerdo, tal vez una vaca entera?” Arisa rezongaba mientras hacía las maletas para largarse. A Boris no le parecía una exageración la medida tomada por su mujer, el tiempo de convivencia en pareja le había demostrado las extravagancias de las que ella era capaz para mantener un estilo de vida lejos de la ingesta animal. No valía la pena rogarle para que se quedara. Arisa ya estaba en marcha, continuaría su vida tan loca como siempre: abrazando árboles, se enterraría eventualmente en el jardín para saber qué siente un tubérculo, puntualmente asistiría al supermercado para pararse en el pasillo de las latas de atún y tratar de convencer a los compradores de que no consuman alimentos enlatados. Ella lo haría, sin importar cuántas veces los oficiales de seguridad la despacharan del lugar, maldita loca. Él ya no estará a su lado para echarle la tierra encima en el jardín, ni para pagar la fianza cada vez que caiga en prisión.

Su instinto de macho herido le aconsejaba que la matara, que aprovechara que estaba de espalda, flaca y encorvada sobre la maleta. Sólo necesitaba un zarpazo, uno solo, y la flaca zanahoria moriría. Pero no, te quise a pesar de tus debilidades e imperfecciones. La carta la escribió después, en papel reciclado, lo hizo desde otra ciudad. El sobre también era reciclado, con varios envíos anteriores; los funcionarios del correo trataron de impedirlo, pero una extremista conoce sus derechos, y debieron aceptar un sobre con viejos matasellos. Siempre has sido tan condescendiente con tus instintos más primarios que no pudiste evitar afincarle el diente a ese trozo de cadáver indefenso, a pesar de nuestro pacto de no agresión. ¿Recuerdas cuando me amabas y juraste no llevarte ni siquiera un suspiro animal a tu boca? Eran buenos tiempos aquellos. Tal vez fueron buenos tiempos para ella, pero Boris la pasó mal desde el principio.

Se conocieron en las clases de acupuntura del doctor Yuga, Boris fue convencido por una amiga para que se tratarse sus dolores musculares con la milenaria técnica china de las agujas. Arisa era la asistente y amante del acupunturista, fue ella quien clavó las primeras agujas sobre el cuerpo adolorido de Boris. La técnica empleada por la asistente le produjo una inusual excitación sexual. Con el tiempo se enteraría de que Arisa le había estimulado el chakra de la sexualidad reprimida, también se enteraría de que lo había hecho a propósito, en venganza contra Yuga y sus constantes infidelidades con las pacientes. Más adelante, Yuga la abandonaría por una paciente rica y epiléptica. El despecho de Arisa y la soledad de Boris fueron la fórmula perfecta para que este par se uniera. La soledad y el desespero los arrinconó a vivir juntos. Cuando Arisa se instaló en casa de Boris, impuso su orden severo y radical. En la puerta de entrada colgó un pequeño letrero que anunciaba: Arisa y Boris casados con el medio ambiente.

            A Boris le tocó despedirse de sus amigos y controlar su fobia a los gatos. En realidad, más que fobia lo suyo era una terrible alergia que le provocaba escozor y que le dejaba ronchas en la piel. A pesar de su alergia, Boris debió convivir con los tres gatos de Arisa (un sagrado de Birmania y dos mestizos), era esto o continuar viviendo solo y sin sexo. Los felinos, las rígidas restricciones en el uso de materiales de procedencia química (como el desodorante) y una estricta dieta naturista fueron parte de las exigencias que Arisa le impuso para ser su compañera y continuar aplicándole la terapia china contra la sexualidad reprimida. A veces el amor tiene mecanismos muy despostas. Aceptaste amarme tal como yo soy, y eso fue lo que me enamoró de ti. Creí que eras distinto, pero ya veo que eres igual a todos, un egoísta.  

Al hombre le parecía demasiado retorcida la permisividad que Arisa establecía con Curly, Larry y Moe, los tres desgraciados gatos que merodeaban sus encuentros sexuales, subiéndose a la cama y retozando muy cerca de ellos. Más de una vez él intentó echarlos de la habitación, porque su presencia, además de provocarle terribles erupciones en la piel, lo amedrentaba e inhiba sexualmente, pero Arisa se volvía irascible y hasta ahí le llegaban sus ronroneos. Así que a Boris le tocó armarse de paciencia y de antialérgicos y permitir la invasión gatuna a su más desnuda intimidad. Lo peor ocurrió esa vez que mientras él se zarandeaba encima de ella, con los espasmos previos al orgasmo, la mujer comenzó a gritar y gemir intensamente. Curly, Larry y Moe se abalanzaron sobre la espalda y cabeza del amante tratando de defender a su dueña de lo que creían era un ataque.

Estuve ciega todo este tiempo, nunca me amaste. De lo contrario no me hubieras traicionado de manera tan vil. Boris tuvo que vender el automóvil porque ya no podía usarlo. Arisa se lo aclaró desde la primera inspección a la casa: “no pretenderás que viva en la misma casa que tiene encerrada en su garage a una máquina destructora de la capa de ozono”. Al hombre le tocó acostumbrarse a la bicicleta, tarea difícil sobre todo porque no sabía usarla; además, no estaba en buenas condiciones físicas y la calle donde se encontraba su oficina era cuesta arriba. En el trabajo se burlaban de él cuando llegaba jadeante y sudado. El jefe hasta lo amenazó con despedirlo si volvía a aparecer con el uniforme mojado y hediondo; por esa razón debía levantarse mucho más temprano para darse una ducha en el gimnasio que estaba al lado de su trabajo y luego se ponía la ropa de oficina, minutos antes de que el jefe llegara. ¿Recuerdas cuando ayudábamos a desinfectar el ambiente usando nuestras bicicletas? “Sí, desgraciada loca, también recuerdo el pedaleo bajo el sol inseparable y tozudo cuando iba al trabajo, mientras tú te quedabas en casa meditando para salvar las abejas de Ruanda”.

En ese entonces me hacía mucha ilusión darte un hijo, engendrado en el bosque, el día del solsticio, criado lejos de agentes externos y contaminantes, viviendo sólo con nosotros en ese búnker ecológico que empezamos a construir como nuestro nido de amor de cara al desastre nuclear. Un búnker para que nuestro hijo creciera sano y sin los peligros del afuera. La verdad es que a Boris le aterraba la idea de tener un hijo con Arisa, temía que más que un hijo fuera un prisionero, un futuro matricida. Sin embargo, una vez ella quedó encinta. Su estado de preñez empeoró sus obsesiones naturistas. Desde el principio decidió parir en parto de agua mineral, una técnica que evitaría la contaminación de gérmenes en el niño al llegar al mundo, y por Amazon encargó algunas batas maternas, elaboradas con telas que protegen la barriga y al feto de los rayos ultravioleta. Sus acostumbrados excesos y cambios de humor empeoraron durante la preñez, lo que atormentaba al pobre hombre, que sentía perder la paciencia. Pero él seguía ahí con ella, cuidándola y acatando órdenes.

Un hecho inesperado ocurrió durante el embarazo; a pesar de los rigurosos cuidados, la gestación se detuvo a finales del proceso, el feto no nació. Con un mordido silencio, Boris merodeaba la posibilidad de que el embarazo lo hubiera truncado la rígida dieta de su mujer, que únicamente consumía brotes, tubérculos, gotas de flores, hojas caídas de los árboles, semillas inmunizadas. Sólo los pájaros pueden vivir así, ¿cómo hacerle entender esto? Era imposible; así que el futuro bebé (al cual llamarían Nube, de ser niña, o Eucalipto si corría con la mala suerte de nacer varón) no nació. Lo de la mala suerte la temía Boris porque con tan crueles onomásticos la pasarían muy mal en la escuela, sobre todo Eucalipto. A Boris le daban escalofríos al imaginar las burlas de los niños. Pero tal vez para su suerte, ni Nube ni Eucalipto nacieron. El feto murió al séptimo mes, pequeño detalle del que el hombre no se enteró sino hasta al final del embarazo, porque Arisa no avisó que de pronto dejó de sentirlo. Nunca le informó a nadie, ni siquiera a su ginecólogo. La muy loca pasó varios meses con un feto muerto en el vientre. Cuando Boris se enteró, coincidió con el médico en que era hora de internarla. A pesar de que ambos habían decidido que lo mejor para Arisa era el sanatorio, las delirantes justificaciones del proceder de la mujer convencieron a Boris de que ella lo había hecho por el bien del vuelo cósmico del hijo no nacido. Necesitaba parirlo a los nueve meses, argumentaba, de lo contrario, el niño se perdería en su camino sideral hacia Dios.

Los médicos que atendieron el parto-aborto, alarmados por la salud de Arisa, hicieron caso omiso a las súplicas de ésta para que le entregaran el cuerpo del feto al “nacer”, con la intención de darle sepultura en su jardín. Insultados y ofendidos por la paciente histérica, le advirtieron que podía estar infectada como consecuencia de tener un cadáver en su cuerpo; para que entendiera lo grave de la situación, le ponían el ejemplo de una rata muerta en una alcantarilla. Como no lograron convencerla, la durmieron. El feto fue cremado. Cuando Arisa despertó no tenía útero, era la única manera de salvarla de una muerte por infección. Afuera la esperaba Boris con las cenizas de su no-hijo metidas en la canastilla que con tanta ilusión había hecho de papel reciclado. Ahora que Boris lo piensa, no le cabe duda: lo mejor fue que su hijo no naciera, ambos hubieran tenido un hijo que con los años sería su verdugo. Luego de vivir años sometido a la burla por llevar un nombre tan estrafalario, reprimido y azotado por la intemperie de las prohibiciones, el pobre cultivaría un odio solapado hacia sus progenitores y un día tomaría una decisión y un arma.

El asunto del búnker ecológico fue una cosa seria, un proyecto tan disparatado que mientras estuvo construyéndolo más de una vez le provocó agarrar una pala y clavársela en la cabeza a su mujer y enterrarla bajo los escombros hechos de material no contaminante, pero desistía al imaginarse preso y su historia escrita en la página de los crímenes más famosos, por la mano de Max Haines. Si cedió a la construcción del búnker fue por las inexplicables sensaciones que produce la acupuntura erótica. Pero en el fondo se hartaba y burlaba de las excentricidades de Arisa, y en silencio compartía el mote que vecinos y amigos le habían puesto: la loca de la yuca.

Amarte fue difícil, sobre todo por tu testarudez al cambio, tu resignado primitivismo carnívoro. Ya no más, Boris, quédate con tus vísceras, con tu carne en vara. Quédate pequeñito, solo, estúpido asesino. Sí, porque eso eres, el cómplice de un asesinato. Oh, Boris, esa miserable empanada, ¿cómo pudiste? Desgraciado, aún tengo el olor de la grasa en la nariz. Arisa le estragaba su amor propio, lo más sano era que ella se fuera. En realidad, lo más sano es que nunca hubiera estado junto a él, pero el hombre no se puede arrepentir de todo, y menos de lo bien que la pasaba con las técnicas chinas de Arisa para producirle orgasmos. Tanto placer en ese punto, en esa clavada de aguja que Boris jamás revelaría, era anal. Ese corrientazo merecía la pena, era una sensación esponjosa y traslúcida que atenuaba los sobresaltos cotidianos de alguien que convive con una extremista.

Antes que el amor están mis convicciones. Por sus convicciones, más de una vez Boris debió ir a prisión, y gradualmente fue perdiendo el respeto de vecinos y amigos. Todavía recuerda con vergüenza aquella ocasión en que Arisa disfrazada de zanahoria se instaló afuera de una carnicería, repartiendo papeles en donde alertaba a los compradores sobre los oxidantes y radicales libres que contiene la carne, que destruyen las células y aceleran el proceso del envejecimiento. Pero lo peor ocurrió ese día que su mujer se fue al matadero municipal y tomó como rehenes a varios empleados. La loca de la yuca exigía al menos un día sin sacrificio animal. Lo único que logró fue que despidieran a los funcionarios de seguridad del matadero y que éstos en venganza contrataran a un sicario para que la asesinaran, con la suerte de que el sicario era extremadamente torpe y mal pagado; esto le salvó la vida. Entonces se fueron a vivir al campo durante un tiempo, en espera de que bajaran las aguas.

Ahora, después de haber vivido tantos trances juntos, su mujer lo abandonaba tan sólo por haberse comido una empanada chilena. No hay derecho, rumiaba el hombre con la carta en la mano, entre incrédulo y obstinado. Y para completar tan ridículo cuadro, Arisa no se había llevado los gatos consigo. En algún momento Curly, Larry y Moe se vendrán conmigo, por ahora necesito estar sola. Cuídalos, no te atrevas a hacerles daño o tendrás que enfrentar una demanda por maltrato animal. Además lo amenazaba, esto era el colmo. Los felinos estaban tan acostumbrados a dormir en la cama que Boris, por temor a las represalias de Arisa, optó por acostarse en el sofá; así evitaba también el brote de alergia en su piel.

La noche que leyó la carta, Boris daba vueltas en el sofá sin lograr conciliar el sueño, pensaba en Arisa, y aunque estaba consciente de que ella se había convertido en una presencia siniestra en su vida, no podía dejar de extrañarla. “Maldito sea el amor”, moqueaba.

Con una desesperación que solamente la más absoluta falta de amor propio podría explicar, Boris abrazó a los gatos y se restregó las colas en su rostro. Curly, Larry y Moe no estaban acostumbrados a las muestras de cariño del hombre, por lo tanto se defendieron con uñas y chillidos afincados en sus fieras dentaduras. Con la cara enconada y abrasada por las lágrimas del desamor, Boris se arrastró hasta el jardín y comenzó a arrancar y a comerse algunos pétalos mientras sollozaba el nombre de Arisa, en un intento desquiciado de establecer contacto con ella. Siempre fuiste un pusilánime sin orgullo. El despechado se tiró al suelo como un gusano rastrero, lo besaba y se tragaba la tierra, con la mala suerte de que un grupo de hormigas negras se le colgaron de los labios. Dolía, pero más dolía la ausencia de Arisa, y a pesar de la hinchazón en su boca seguía implorando entre sollozos vergonzosos el nombre de la mujer. Y como suele ocurrir en toda relación sórdida y enfermiza, más adelante él agotaría todos los recursos para que ella regresara a su lado, sin importarle recrudecer ese tácito pacto de humillación y sometimiento a una vida áspera y austera. Boris, te arrancaré de mi vida como si fueras una hoja marchita de lechuga. Adiós, no podemos continuar juntos nuestro vuelo espiritual. Lamento tu caída. Namaste, Arisa.

“¡Mamaste tu madre, desquiciada Arisa!, tú volverás conmigo. Tú y esas agujas chinas, así tenga que convertirme en un árbol budista para convencerte”. No sé si así fue, pero la misma noche de la carta, Boris cogió a los tres gatos, tomó el auto del vecino, y cruzó un paisaje desértico, como el de Arizona, como el de las películas; él siempre había querido hacer algo como en París Texas. Se fue en busca de la mujer que le desgraciaba la vida pero lo hacía feliz. ¿Qué se le va hacer? El amor a veces puede ser un arduo acatamiento.

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Carolina Lozada (Valera, 1974). Licenciada en letras mención lengua y literatura hispanoamericana y venezolana (ULA, Mérida). Es investigadora de la Cinemateca Nacional. Ganadora del I Certamen Internacional de Relato Breve “El País Literario” con el cuento “Viejo bar. Viejo tango” (Madrid, 2005); del Premio Municipal de Narrativa Oswaldo Trejo por el libro de relatos Memorias de azotea (Mérida, 2006) y del Premio Nacional de Narrativa Solar por su libro Adictos y transeúntes (Mérida, 2007). Además, su libro Historias de mujeres y ciudades obtuvo mención publicación en el I Certamen de Narrativa Salvador Garmendia (Caracas, 2006) y mención de honor en el II Concurso de Narrativa Antonio Márquez Salas de la Asociación de Escritores de Mérida (Mérida, 2005), y Los cuentos de Natalia obtuvo mención publicación en el II Certamen de Narrativa Salvador Garmendia (Caracas, 2007). Su cuento “Los muchachos Karamasov” obtuvo el 3er. Lugar en la V Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana Para Jóvenes Autores, 2011. Su último libro La vida de los mismos, resultó ganador del Premio de Literatura Stefania Mosca, Mención Crónica, 2011. Lleva el Blog Tejados sin gatos, y es co-editora de la página web Las malas juntas.

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