lunes, 6 de agosto de 2012

Escribir en las fronteras del cuerpo

Por un orientalismo horizontal


Por Alberto Ruy Sánchez
G. Courbet, mujer con calcetines blancos
















El pasado cultural que une a México con Marruecos, al ser ambos países nietos de la cultura arábigo andaluza, nos permite hablar de una frontera cultural que vale la pena explorar para romperla o disolverla. Los azares de la vida me pusieron en un lugar donde pude ver y tocar esa frontera. Por ese azar he podido describirla y aventurarme en ella, algo que no se había hecho en la literatura mexicana.
En esa frontera yo veo un puente cultural más amplio todos los que nos comunican con la cultura protestante anglosajona de los Estados Unidos. Llevo varios años explorando ese puente cultural arábigoandaluz. No hay exotismo en mi búsqueda; a menos que se considere exótico la búsqueda de algo inesperado que todos llevamos dentro. ¿No es vocación de la literatura explorar el territorio de lo indescriptible de otra manera? ¿No es la literatura por naturaleza exploradora de las fronteras, de los límites, de las posibilidades de la vida?

Me resulta completamente ajena y hasta ofensiva la idea de una literatura determinada absolutamente por un territorio geográfico o, peor aún, geopolítico. ¿Tiene fronteras la literatura? ¿No es parte de su naturaleza romper las fronteras de lo conocido para mostrarnos dimensiones de la vida que otros géneros no alcanzan a iluminar? ¿Cómo se forma la identidad de una literatura? ¿Es el pasado lo que cuenta o el presente? El pasado marca al presente pero a la vez es reinventado por el presente. Somos hijos de múltiples pasados tanto como lo somos de nuestro propio tiempo. Y la literatura explora esta dinámica, no es pasiva receptora de aquello que la precede, es mirada aguda que se mueve en 180 grados.

¿La literatura mexicana está hecha sólo por los que tengan pasaporte mexicano o por los que vivan aquí? ¿Por qué no se considera literatura mexicana la de Álvaro Mutis o la de Augusto Monterroso que llevan viviendo en México más años que yo? ¿No merecerían ser a la vez literatura mexicana y colombiana en el caso de Mutis o mexicana y guatemalteca en el de Monterroso? ¿Por qué obligarlos a renunciar a una de sus identidades? Ambos han roto sus fronteras personales y ninguna sociedad tiene derecho a reclamarle a nadie que renuncie a las identidades que adquiere en la vida.

Algunos escritores defienden que es la lengua el verdadero territorio del escritor. Como si las lenguas no se pudieran multiplicar en una persona. ¿Por qué renunciar a vivir varias lenguas? La literatura, el arte, los hacen artistas individuales con historias peculiares. Individuos que luego podemos agrupar en generalizaciones, pero no es la generalización la que define esencialmente su creatividad, su diferencia. La lengua o la sociedad no son las que escriben la obra. El artista verdaderamente creativo produce una excepción, y el territorio, la identidad social, e incluso la lengua o la patria cultural de un artista no puede ser la determinante fundamental de su trabajo. La vida de cada escritor es un recorrido por fronteras que reconoce o desconoce. Muchas veces involuntariamente. Eso me lleva obligatoriamente a preguntarme sobre mis fronteras y sobre las fronteras en las que crece mi obra. Es la historia de cada escritor la que define con precisión sus territorios más allá del pasaporte o los pasaportes que tenga.

Soy un escritor mexicano nacido a mediados del siglo veinte en una ciudad que todavía aceptaba ser llamada "la región más transparente del aire". Casi 48 años después, el aire se hizo turbio porque la ciudad se convirtió en siete u ocho ciudades obsesionadas en vivir como si fueran una sola ciudad. Tenemos los problemas de ocho ciudades bajo una sola cuenta de problemas. En el valle de México y sus alrededores vivimos tantos habitantes como todos los que hay en el país entero de Marruecos o en todo Canadá. ¿Dónde comienza y dónde termina esta ciudad? Sus fronteras se han vuelto algo borroso, un letrero arbitrario en la carretera o en una vía rápida completamente inútil.

Además, aquí todos somos también un poco de otra parte. Más allá del territorio mismo de esta ciudad de ciudades hay una pertenencia al lugar de donde uno vino o de donde vinieron los familiares. Mi familia viene de Sonora por lado de padre y de madre. Durante siete generaciones los Ruy-Sánchez, originarios de España, nacieron y vivieron en Álamos, una bellísima ciudad minera en zona semidesértica convertida en pueblo fantasma. Mi bisabuelo emigró a Navojoa con sus hijos, donde nació mi padre. Mi madre nació en Cajeme, hoy Ciudad Obregón. A dos horas de distancia de Álamos. Su bisabuelo era alemán de origen irlandés: O'Lacy convertido en Lacy, que llegó a México, se casó y desapareció dejando huérfano a su único hijo de diez años, el abuelo de mi madre. Así que soy sonorense de varios orígenes y defeño por nacimiento. La primera década de mi vida la pasé alternando periodos en la ciudad de México, en la Colonia Roma, con periodos en Sonora o en Baja California. Regresaba con acento sonorense ganándome el apelativo de "el norteño" y llegaba allá con acento de Cantinflas mereciendo que me llamaran "el chilango". Siendo siempre de otra parte a los ojos de los demás, en vez de sentir que yo no era de ninguna parte comencé a sentirme de ambos lugares. ¿Por qué tendría que renunciar a alguna de esas dos identidades que de cualquier manera me marcaron?

La segunda década de mi vida la pasé con mi familia en un suburbio de la ciudad de México. Tuve una vida casi de campo en las afueras del pueblo de Atizapán de Zaragoza, en el Estado de México, yendo a la escuela en la ciudad los últimos años. Así que a mi par de identidades añadí una de niño y adolescente de un pueblo transformado en suburbio. Una nueva relatividad que me daba para todo un punto de vista diferente a aquellos compañeros de escuela que sólo conocían su barrio y los lugares a donde los llevaban de vacaciones.

La tercera década de mi vida transcurrió en Francia. Me fui a París tras de una mujer, Margarita, que hoy es mi esposa, y juntos exploramos en París los laberintos fascinantes de la francofonía. La ciudad se convirtió en nuestro territorio primordial, nuestra ciudad de adopción y poco a poco sus calles fueron la línea pautada de nuestras vidas. Aprendimos a descifrar los códigos evidentes y los códigos secretos de una cultura que no era nuestra pero que adoptamos con intensa pasión crítica. Lo vivimos como un aprendizaje gozoso; austero en comodidades materiales pero exuberantes y prolíficas en abundancia cultural. Fue una decisión de la que nunca nos hemos arrepentido. Hicimos nuestros doctorados, que fueron para cada uno de nosotros una introducción al rigor del pensamiento, a la disciplina del trabajo intelectual, pero también a la pasión por la sensualidad y la inteligencia de las formas del arte. Además del doctorado seguimos los cursos y conferencias de profesores que considerábamos geniales, muchos de ellos no tan conocidos como otros, algunos ya muertos ahora. Años de formación y deformación que sin duda nos ayudaron a ver a la cultura mexicana como la vemos ahora y como la estudiamos y difundimos desde hace una década en nuestra revista Artes de México. Así que a mis determinaciones territoriales anteriores añadí la de afrancesado que alguna vez ha llegado a reprocharme en público algún periodista nacionalista.

Para colmo, a través de Francia vinieron otros territorios espirituales. Porque Margarita y yo vivimos la Francia de la calle y la Francia de los libros y en ambas encontramos como en ninguna parte un mirador al mundo. Vivimos el verdadero sentido de la palabra cosmopolita teniendo amigos de Francia y de Sri Lanka, de Argentina, de Inglaterra y de Polonia; viendo con naturalidad cine de Japón, de Rusia, de la India, de Alemania, de China o de Checoslovaquia cada día; leyendo poesía portuguesa, turca o Italiana, novelas alemanas, israelitas, angoleñas, irlandesas o italianas; comiendo en casa lo mismo borjol afgano que cous-cous maghrebino, polenta toscana o coq au vin; familiarizándonos con el arte de los aborígenes australianos, con el constructivismo soviético, con el expresionismo abstracto norteamericano, con el arte conceptual alemán, etc. Porque la cultura francesa es voraz asimilación de grandes y pequeñas diferencias que enriquecen la vida cotidiana.

Y me hice escritor en esa década de cruce de caminos, de incesantes fronteras múltiples, de lenguas multiplicadas. En esa década, entre otras cosas, me preocupé por encontrar mi propia voz narrativa. Explorar, es decir tratar de comprender y narrar la dimensión del deseo en la vida cotidiana fue una aventura vital que se fue convirtiendo en obra. Así construí una nueva determinación de mi territorio de escritor, al preocuparme obstinadamente en comprender en la medida de lo posible, en descifrar con mis limitaciones genéricas, el universo del deseo femenino frente al universo del deseo masculino: el territorio móvil y accidentado de los cuerpos y su imaginación. Toda una nueva cultura de adopción: territorio central de mi literatura.

A través de mi esposa me viene también otra determinación cultural por su doble origen cubano. Por más de veinte años la literatura y la música de Cuba han ocupado una buena parte de nuestra dedicación. Soy casi cubano por contagio, por cultura venérea lo llevo en la sangre y por el ritmo pegajoso de esa misma sangre lo llevo en la imaginación.

Por periodos muy breves en Italia y en Marruecos. Paralelamente a París, nuestras ciudades de elección fueron Siena, en Italia y Essaouira en Marruecos. Con ellas tuvimos contactos vitales menos prolongados pero no menos intensos. En esta última está inspirada la ciudad imaginaria, la ciudad del deseo, Mogador, donde transcurren mis novelas. En Marruecos encontré un territorio cultural limítrofe con México: otro México separado por varios mares. Pero en suma dos culturas descendientes de ocho siglos de cultura arábigo andaluza en España.

Esa frontera cultural además lleva en sí misma para mí un salvoconducto hacia el territorio del deseo. Así lo han visto algunos pintores: "Trato de pintar ese poema admirable que es el cuerpo humano", escribe Eugene Delacroix durante su viaje a Marruecos de diciembre 1831 a julio de 1832. Y es cierto que en sus cuadros orientalistas hay un fundamento de intensidad corporal que rige las composiciones. Luego afirma que toda la indumentaria árabe está más cerca del cuerpo y de la naturaleza. Y así la pinta. La exuberancia orientalista del vestido femenino no es entonces algo superfluo, es parte del cuerpo. Anota que muchas veces, "aunque el atuendo sea el mismo, la manera de portarlo es tan diversa en cada persona que toma un desconcertante carácter de belleza y de nobleza." Delacroix pinta la belleza solar de las mujeres árabes en la sombra de sus apartamentos. Contrasta esa paz con el arrojo veloz de los jinetes que le permiten hacer una estampida del color. Fija en un cuadro, como testigo impasible, el noble orgullo del sultán derrotado y de su corte. Finalmente lo conmueve radicalmente el espectáculo de los danzantes rituales Sufi que entran en éxtasis en las calles de Tanger.

E. Delacroix, Mujer desnuda sentada

     Según Alexandre Dumas, Delacroix encuentra en Marruecos y Argelia el lenguaje de su "rebelión pictórica del color en contra de la perfección del dibujo, de la carne en contra del mármol, y de la libertad de movimiento en contra de la mesura tradicionalista." En la obra de Delacroix está la síntesis de lo que significó el arte orientalista del siglo pasado como estética sensual del deseo, como descubrimiento asombrado de otras culturas y como afirmación liberal. Tres grandes impulsos que siguen estando vigentes porque siguen siendo necesarios. Pero que sólo podremos ver vivos de otra manera: con una estética contemporánea que tome en cuenta las rupturas, ya clásicas, de las vanguardias de este siglo. Una estética que, además, sea consciente de que se puede romper el eje histórico y cultural Norte-Sur que orientaba el desplazamiento de Delacroix y los otros orientalistas de su siglo. Hoy podemos movernos estéticamente hacia el Oriente islámico de sur a sur.

El gran especialista en estudios árabes, Jaques Berque, dice que el arabismo es una manera de ser, y es además un signo afectivo que se impone y rebasa la objetividad del geógrafo y del historiador. Ese orientalismo arabista es más grande que el territorio inmenso del Islán: va desde Andalucía hasta Indonesia pasando por las estepas africana y asiática, el Punjab, Bengala, etc. Podemos agregar que es además un signo afectivo que en nuestras conciencias sigue creciendo hasta llegar a nuestras costas: hasta las costas de nuestra piel.

Porque al terminar el siglo veinte México tiene una situación privilegiada con respecto a Oriente y muy especialmente con respecto al Maghreb, es decir, al Occidente de Oriente. Porque es justo ahora cuando comienza a emerger en ambos extremos del mundo la conciencia de que es posible una relación cultural estrecha que no necesariamente pase por Europa. Es decir que es posible una mirada de México hacia el Oriente árabe, y de ese Oriente hacia México, que no tenga como eje central la verticalidad de la visión europea, con las ventajas y desventajas de ese sesgo.

Es posible una visión mutua que, sin dejar de tomar en cuenta la historia que la forma, reconozca los muchísimos rasgos de una cultura compartida en el presente y que a partir de esos rasgos elabore puentes culturales más amplios para el futuro. Se trata entonces de construir un Orientalismo que además de ser ahora claramente horizontal sea de doble sentido. Porque en la nueva globalización del mundo, dando la vuelta al revés, México, con su diversidad cultural y creatividad artística, se va convirtiendo a su vez en una especie de atractivo Oriente del viejo Oriente.

Si la palabra misma Maghreb significa Occidente y Marruecos es así el extremo Occidente de Oriente, México es también el extremo Occidental de su propio continente, la última y más rica extravagancia cultural de América.

Un rico Orientalismo horizontal ha comenzado a crecer en los ojos de ciertos escritores marroquíes que han escrito sobre México y su cultura. Son especialmente notables, por ejemplo, las reflexiones de la escritora de Salé, Oumama Aouad sobre el horizonte poético compartido por esos dos nietos de Al Andalus que son los actuales México y Marruecos. Por otra parte, a todos los viajeros marroquíes les impresiona el parecido geográfico entre una parte mayoritaria de nuestro país y el suyo. Y a partir de esa geografía en común se vuelven más evidentes para ellos los fondos raciales, históricos y culturales que nos unen.

Situados en la misma altura del planeta, los dos países comparten algunos climas y semiarideces. Un viaje breve como el de Durango a Torreón, o el de Zacatecas a Aguascalientes ofrece un paisaje muy parecido a cualquiera en el norte y centro de Marruecos. Pero hasta por sus respectivos desiertos, el de Sonora y el del Sahara, un puente geográfico y cultural de arena puede ser imaginariamente construido.

El asombroso parecido genético de los mexicanos y los marroquíes nos hace evidente a quienes lo vivimos de primera mano que el mito del mexicano como el producto de un mestizaje entre indios y españoles es por lo menos incompleto. Y que a través del componente hispano nos llega la sangre arábigoandaluza en proporciones mucho más grandes que las supuestas hasta ahora. Es posible incluso que la idea mítica mexicana de que todo el que tenga piel obscura se lo deba completa y únicamente al componente indígena sea falsa y que una buena parte de la llamada "raza de bronce" deba la belleza de su bronceado a las primeras inmigraciones españolas a México, genéticamente originarias de los territorios que durante ocho siglos antes de la conquista de América fueron mayoritariamente árabes.

La no menos mítica naturaleza laberíntica del mexicano merece también ser explorada de nuevo incluyendo el ingrediente árabe de nuestra cultura. Es evidente también, para el que lo pueda observar de primera mano, que el lenguaje gestual, la actitud y la mentalidad cultural del mexicano mestizo medio tiene tal vez más en común con un maghrebí que con un castellano o un indígena mexicano. Sobre el lenguaje escrito y hablado, el lingüista Antonio Alatorre afirma en su libro Los mil y un años de la lengua española que aproximadamente cuatro mil palabras de la lengua que hablamos mayoritariamente en México es de origen árabe. ¿Qué elemento cultural más definitivo que la lengua? Resistente y maleable al mismo tiempo, la lengua, a lo largo de los siglos, absorbe y acarrea lo que somos. Es el termómetro de nuestras mezclas. Es siempre más viva que las políticas que la controlan o tratan de controlarla. En ella entran ampliamente, se haya querido o no, las palabras insustituibles del nahuatl y hasta los anglicismos de nuestro imperio más reciente, que tal vez no dure tanto. Habrá que examinar dentro de un siglo si serán más los anglicismos que hayan entrado al español que los mexicanismos e hispanismos presentes entonces en el inglés. Porque según los expertos en crecimiento de la población, es probable que entonces la de algún origen mexicano sea mayoritaria en el territorio que ahora conocemos como los Estados Unidos.

Si un alto porcentaje de nuestra lengua es de origen árabe, ¿no seremos árabes en una proporción similar, lejana y poco reconocida pero igualmente existente? Muchas generaciones hemos crecido dándole la espalda a ese componente cultural y genético nuestro. Estamos acostumbrados a ese desconocimiento. En parte por el mito de la hispanidad, que quiso pensarse a sí misma como una pureza después de la reconquista de España. Y la Nueva España heredó esa mitología, con su cruzada simbólica y real en contra de los infieles del mundo cristianizado. ¿Cómo reconocer entonces la sangre y la cultura infieles en las propias venas? Imposible. Al contrario, había que asimilar a los indígenas convertidos levantándolos imaginariamente en contra de los infieles. El mestizaje terminó por fortuna imponiéndose más allá de todas las guerras reales y simbólicas. Como está sucediendo y sucederá en el mundo anglosajón, a pesar de su cultura protestante fundadora, enemiga de la idea de mestizaje. Lo árabe fluye en nuestras venas y aflora donde menos lo pensemos.

En las artesanías de México las huellas árabes son muy profundas. Evidentes en materias como las cerámicas vidriadas, que llamamos Talavera de Puebla, una técnica originaria del poblado de Talavera de la Reina, cerca de Toledo, que fuera territorio arábigo en España. Esa cerámica que se piensa en México como netamente mexicana es de claro origen español y antes de eso andaluz, como lo fue también, más lejos, de origen persa y chino. Pero hasta en algunas artesanías que la mitología actual mexicana quiere pensar que son cien por ciento mexicanas, como los textiles de los indígenas Chiapas, hay huellas de la cultura maghrebí. En los primeros siglos de la evangelización los tejedores mayas asimilaron técnicas y motivos de los misioneros españoles, muchos de los cuales eran del sur de España y de Extremadura. Donde las técnicas y los motivos árabes en las artesanías eran y son muy presentes. El uso mismo de la lana, en el continente americano donde originariamemente no había borregos, es una huella del mestizaje cultural en esos textiles indígenas donde incluso hay motivos bereberes mezclados con los clásicos motivos mayas. Los parecidos entre los textiles actuales de Marruecos, Argelia y Túnez y los del sureste de México y Guatemala son asombrosos.

A través de todas las diferencias culturales entre nosotros y el Oriente árabe, una trama común surge para el que tenga la oportunidad de presenciarla o la tenacidad de buscarla, sin excluir la sensibilidad para encontrarla. Pero es importante que la visión o construcción de esa trama común no se convierta en un acto de nostalgia por un pasado; es más bien un futuro en elaboración.

Este nuevo Orientalismo horizontal, del que llevo varios años trazando el mapa imaginario en mis novelas, tiene ya en México varios escritores, entre los cuales Myriam Moscona, Marianne Toussaint, Alfonso Alfaro, Eugenio Aguirre, Jorge Ruiz Dueñas, León Rodríguez Zahar. En la poesía, la narrativa y el ensayo han hecho un puente auténtico de Sur a Sur, de Oriente a Oriente o de extremo Occidente a extremo Occidente, como quiera llamársele. Tuvo en otra generación un gran arquitecto visionario, Luis Barragán, pero no ha tenido hasta ahora pintores contemporáneos que exploren esta veta de descubrimientos.

Para mí, como escritor, el reto artístico no está en mostrar mi fascinación por la riqueza sensual de las diferencias culturales y de las similitudes que nos las acercan. El reto creativo consiste parcialmente en reconocer lo propio en lo ajeno. Pero más bien está en encontrar una voz narrativa nueva que hable de la vida diciendo cosas que sólo pueden ser dichas con los elementos del lenguaje artístico que nos brinda esta trama cultural común, esta frontera convertida en puente por la literatura.

Así, la geometría de las fuentes de Marruecos, que es una dramaturgia de la mirada y que no existe en nuestros azulejos (más sencillos en su geometría), me sirve para construir una estructura narrativa afín a la travesía del deseo de mi personaje principal en la novela En los labios del agua. Una estructura dramática hecha a la medida del deseo y sus movimientos de creación de la certeza y rompimiento de ella. Una estructura también de heterogeneidad donde la poesía y la prosa narrativa en sus múltiples transformaciones pueden convivir armónicamente en la misma obra. Por otra parte, los baños públicos árabes, el Hammam, con su maravillosa arquitectura de iniciación al deseo, se vuelven imagen de la iniciación de Fatma en Los nombres del aire. Los jardines árabes, y todos los jardines posibles a partir de ellos, se vuelven imagen del cuerpo femenino convertido en paraíso en La piel de la tierra o los jardines secretos de Mogador. Pero ya la ciudad misma de Essaouira, en la costa atlántica de Marruecos, con sus murallas al mar vuelve a ser en estas novelas la Mogador imaginaria donde la dimensión del deseo es más visible y uno puede observar cómo cada quien entra en los sueños amorosos de los demás.

Escribir la vida de ese "poema admirable que es el cuerpo humano", como decía Delacroix, con sus magnéticas atracciones hacia otros cuerpos y los sueños generados en esa atracción, es para mí el reto del nuevo orientalismo horizontal. Un orientalismo extendido que se atreva a explorar un cuerpo que pueda ser de ambos orientes y que se parezca más a la visión que pintó Courbet del cuerpo femenino en El origen del mundo. Un cuadro no orientalista en su origen pero que por eso mismo podemos adoptar en la nueva sensibilidad y donde los labios de un pubis sonríen al que los mira con la placidez de quien mientras sueña es visitado por sus más vitales fantasmas.

El poema admirable que es el cuerpo humano implica mostrar además el poema interno de sus sueños: los cuerpos eróticos no vistos desde afuera (como en cualquier película erótica) sino desde adentro de cada uno de los amantes. No la mirada externa del deseo vertical, posesivo, sino la interna y externa de la geometría deseante más bien horizontal, fronteriza. Tal vez la literatura sirve para mostrar y mostrarnos que cada uno es diferente; que cada frontera compartida lo es de muy diferente manera; que la identidad y por lo tanto su sistema de fronteras es algo que se construye y las fronteras algo que los humanos desplazamos siempre, tanto en nuestras historias colectivas.

Alberto Ruy-Sánchez (1951, México). Vivió en París ocho años, donde estudió, entre otros profesores, con Roland Barthes, Gilles Deleuze, Jacques Rancière. Terminó un doctorado y se hizo editor y escritor. Desde 1988 dirige la revista Artes de México, que en dos décadas obtuvo más de ciento cincuenta premios nacionales e internacionales al arte editorial. En 1987, con su primera novela, Los nombres del aire, recibió el premio Xavier Villaurrutia. Desde entonces, inicia una exploración poética y narrativa del deseo, que continúa con las novelas En los labios del agua (1996), Los jardines secretos de Mogador (2001), La mano del fuego: un Kama Sutra involuntario (2007), y Nueve veces el asombro (México, 2005). Ha publicado también: Los demonios de la lengua (1987, nueva edición aumentada: 1998), Con la literatura en el cuerpo: historias de literatura y melancolía (1995), La inaccesible (1990), Diálogos con mis fantasmas (1997) y Una introducción a Octavio Paz (1990), Premio José Fuentes Mares. Su obra ha sido traducida a varios idiomas y distinguida además por la Fundación Guggenheim en Nueva York, el Sistema Nacional de Creadores en México, la Universidad de Louisville en Kentucky, la Fundación Tinker a través de la Universidad de Stanford en California, y el Gobierno de Francia que lo condecoró como Oficial de la Orden de las Artes y de las Letras. En 2006 se le otorgó el Premio Juan Pablos al Mérito Editorial, la máxima distinción que un editor puede recibir en México por su trayectoria profesional. 

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