Por Israel Centeno
Diana Coca, Made in China |
Me di vuelta sobre la cama, abandoné la almohada y caí al suelo.
Era hora de levantarme.
Hacer café, comenzar a discurrir por el largo día. Sitiado por la rutina,
ensimismado en la tarea de regar el jardín. Vencí el entumecimiento del cuerpo.
El letargo, las últimas quejas no satisfechas.
Cada vez es más difícil satisfacerlo,
saciar sus necesidades, siempre por encima de las fuerzas.
Le di vuelta a la manilla y dejé
correr el agua a través de la goma, iba cobrando vida como un gusano verde y
liso, fluía la fuerza a través de ella; estallaba sobre la sedienta tierra, la yerba
oportunista; finalmente al levantar la
manguera y tapar con un dedo el extremo del ducto, se abrió el chorro de agua en
una lluvia diversa, y sostenida sobre el campo.
Su espalda, sobre su espalda. Mi pecho.
El jardín se ha constituido en un lugar donde me pierdo en los días largos
del verano, entre las abejas y la sexualidad vegetal del fondo de la casa.
Derramo sobre él, mi sudor o una pasión proscrita. He necesitado vencer al
deseo y dejar fuera al miedo. Hay una relación entre el deseo y el miedo; es
cierta, inefable, fuerte y trascendente.
Pero es perturbada por la explosión interior y el desplome veleidoso de
un tiempo mejor, puesto sobre el lienzo donde cultivo las más reticentes miradas nostálgicas.
Sus hombros, contra su cuello. Mi boca.
Sus dedos, sus labios, la depresión sobre el esternón.
Mientras me desempeño en esas jornadas tristes aparece la luz. Una pequeña
y titilante ilusión, un hada.
Algo inquieto. El olor genital y la gracia
femenina de la ausencia. Los girasoles se enciman, se transforman en sombras
monstruosas de tiranosaurios que largan sus brazos desiguales sobre la
tristeza en la que me he convertido.Una
lasitud entregada a morir en la umbría de un peral, agotado por el arresto de
una virilidad negada a sucumbir a la luz vulgar de un burdel, empeñado enescudriñar entre
las hojas de los rosales a una temblorosa criatura confundida entre las
emisiones del fuego diurno, el recuerdo o la inapelable realidad.
Comienza la acción. Al salir retraigo con el tronco sus labios, y vuelvo a
hundirme en la carne demandando el peso de mi orquídea.
Si sólo fuese de noche, pienso. Me seco el sudor y la veo aparecer en el salón de baile de la fiesta de
brujas.
Respiré e hice un sonido patético; me dispuse a emborracharme hasta perder
la noción de la realidad.
Entonces entró la pequeña, diminuta y delgada, vestida de Marilyn, con su
falda de vuelos y calzando tacones de aguja.Acusé el golpe del guante y me
sorprendí diciéndole en su idioma, usted puede caber en la caricia de una sola
de mis manos.Puedo deshojarla sin rudeza, abrir sus caminos con mis dedos.
O puedo destruirla.
Lo apreciaría, lo disfrutaría, me babearía sobre una almohada mientras lo
hace, susurró.
Comencé a planificar acercarme. Ella
se movía tensa por toda la habitación
disfrazada de luciérnaga.El tono de la velada se dilató cruento en su sonrisa y
suslos ojos ávidos proyectaban una imagen, su cara contra la almohada, los
golpes de cadera contra sus nalgas, los
movimientos de sus manos convertidas en garras. ¿Ávidos de qué? Sentí una gran
angustia, quería ser el objeto de su hambre, de su inquietud, de su necesidad
porabrevar, comer o entrometerse con danzas y devastaciones en mi vida.
Aunque cabía en una caricia no era manejable, logré rebasarla. Sus pezones
erectos bajo la blusa de tafetán le dieron a mi fatiga un motivo para
vencerse, disimularse, empinarse y
buscar el salto largo hacia las aureolas que lo rodeaban.Sus piernas tintineaban el azoro, delgadas, trabajadas
sobre las colinas de los parques, afanadas en jornadas patrimoniales de yoga.El
final y el comienzo se delinearon como
una serpiente en aquella habitación donde acostada sobre una meridiana de
mimbre se convertía en una emperatriz mensurable. Eché mano atodas las mañas de quien ha envejecido
con previsiones lascivas.Aventajé al fuerte torrente endurecedor de mi pene,
con la plena conciencia del cosquilleo sobre mí lengua, la fuerza fundadora dela barbilla, la sutileza del envés de las manos y la
sabiduría puntual de la yema de los dedos.
Esa luz iridiscente e inquieta fuetodo lo que quise entonces. Todo lo que
querría después.
Bebimos un trago, otro y luego las escenas se volvieron confusas, sólo se
podía sacar en limpio la abrumadora necesidad de la consustanciación avara,
sucia, inalterablemente instintiva.
Recorrí el durazno.
Fui abriendo al loto, la alcachofa, un trozo de carne cruda y tibia, sangre
palpitante, rosa encarnada, centro devorador
de la vida. Ella, más salvaje aún, se
abrió para tragarme desde su espaldaempinada, con el pequeño culo al aire,
urgido de un cubrimiento bestial: al final, la muerte. El vértigo y los aromas
de la aniquilación.
No quería volver.Deseaba quedarme con labruja, bajo sus puentes; anclar por
siempre liado por todos sus labios,fuera del letargo de los demás. Allá en el
fin de las cosas, en el infinito de
nosotros, entre los tatuajes expuestos sobre su piel.
Una gran tontería.
Se difuminó el encanto detrás de la jarra de ponche y me quedé deshabitado.
Pasaron los meses, los muérdagos desaparecieron y con ellos las ganas de sostenerme vivo, de ser
terco con los rescoldos de la juventud. Moro en una casa de laberintos de
madera, entre jorobas de libracos inútiles, hastiado por los vapores de la incertidumbre
de los ocasos, bajo las sombras de los despojos.Apenas puedo con los
dolores.Debo golpearme cada mañana contra el piso para continuar, ahogarme en
café y darle vida a esa vulgar manguera,
humedecer la aridez del jardín, eyacularagua
transparente, intentando entrever al ímpetu, la fuerza y la necesidad de
aquella tímida y pequeña refulgenciasugerida desde la luz y la nada, entre elflorecimiento
de las rosas y el recuerdo de una noche de brujas.
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