lunes, 6 de agosto de 2012

El fondo de mares silenciosos

Por Rubi Guerra
Xavier Rey, Lac de Hourtin
















A Marcy Betancourt

Debería yo haber sido un par de ásperas garras
corriendo por los fondos de mares silenciosos.

Eliot


I         
Estaba seguro de que no me había reconocido, aunque yo a ella sí. Caminó en mi dirección, el pelo sobre la cara en una momentánea nube oscura, arremolinado por el viento que levantaba el giro de las aspas del helicóptero, borradas las facciones en las líneas cruzadas de su cabellera, solo durante un instante. El paso vacilante apoyado en la seguridad del bastón de madera, el cuerpo maduro, pero no cansado de viejo, en jean y franela, los senos grandes, iluminada por las luces de la pista, en el estruendo ensordecedor del aparato que le acababa de depositar en tierra luego de un vuelo de dos horas desde la capital.

El bastón innecesario. Una costumbre, un recordatorios, una coqueta anticoquetería. Me tendió su mano, firme, huesuda, poco femenina, o poco parecida a lo que en mi juventud llamábamos femenina, y dijo mi nombre y título, Dr. Marcano, con el tono justo de respeto y distancia que se tiene con un superior jerárquico, Dr. Marcano, encantada de estar aquí.

Recibí sus credenciales. La nueva biomatemática sustituye a Benítez, la más reciente baja de un equipo que se deshacía ante mis ojos.

La acompañé a su habitación. Una cama grande, un armario, un escritorio y una silla, un gavetero, y sobre él un televisor. Baño privado. Todos los muebles eran de madera oscura, lo que contradecía el espíritu de rapidez, eficiencia e impersonalidad que se le quería imponer a nuestra labor. Me despedí de ella en la puerta sin desaprovechar la oportunidad de mirarla a los ojos castaños, buscando ¿Qué?, ¿el tiempo perdido?, ¿mi propio reflejo? No sé qué esperaba encontrar; tal vez solo presentarme, decirle Hola soy el amante de tu madre que las abandonó hace veinticinco años, he vuelto. Solo que yo no volvía de ninguna parte, estaba clavado en el laboratorio desde hacía tres años sin moverme a derecha ni izquierda, mucho menos pensaba regresar a pasados perdidos, viejos amores, esperanzas olvidadas y defraudadas. Un cerebro seco en una seca estación, ese soy yo.

En la oficina destapé la botella de ron y me serví medio vaso. Lo bebí en pequeños sorbos, dejándolo resbalar por mi garganta y calentarme el pecho.

Veinticinco años atrás no era viejo y tampoco joven. Iniciaba mi cuarta década y no sabía nada de la dichosa crisis. Razonablemente saludable, lo único que resentía era una vieja lesión en la rodilla izquierda que me molestaba de vez en cuando, sobre todo cuando el ascensor del Instituto Oceanográfico se encontraba dañado – lo que sucedía una semana sí y otra no – y debía subir los tres pisos del edificio hasta mi oficina.

Eso cambió una mañana, al salir a hacer unas mediciones rutinarias de la temperatura de las aguas del golfo. Mis acompañantes, dos jóvenes biólogos, estaban borrachos cuando embarcamos. Lo mismo que el piloto del bote que alquilábamos porque el instituto no tenía ninguno disponible. Pensé suspender la salida, pero luego consideré que no era la primera vez que trabajamos en esas condiciones.

Era día de la Virgen, y habían estado celebrando. En el trayecto nos encontramos con una procesión de botes. El que encabezaba portaba la pequeña imagen con su vestido blanco y dorado refulgente al sol; una embarcación engalanada con flores. De la docena de botes que la seguían se escapaban cohetes que subían al cielo en trayectorias desiguales. Saludamos con los brazos en alto y manos respondieron de la misma manera y con más cohetes. Veíamos aparecer la pequeña nube en el cielo despejado y luego nos llegaba la detonación arrastrada por la brisa. Los músicos vestidos de blanco, arrancaron con una melodía alegre que solo percibíamos a retazos. Nos alejamos mientras que las embarcaciones repletas de gente se internaban en el golfo.

Mis compañeros resentían la noche de tragos. Tras cada zambullida los veía desfallecer de cansancio. Máximo – el piloto—se dormía sobre el motor. Me sumergí para recoger la última muestra. Cuando me disponía a subir vi sobre mí una sombra inesperada. No supe sino varias horas más tarde que un tanque de oxigeno, dejado caer por uno de mis agotados compañeros, me golpeó el cráneo, sumiéndome en un desconcierto instantáneo. Tuve tiempo de ver mi sangre formando trenzas, espirales rojos, bandas anilladas diluyéndose frente a mi rostro en el agua fría, y aun lo tuve para pensar que me iba a desmayar y luego me ahogaría.

Me dicen que estaba consciente cuando me sacaron del agua y que hablé durante todo el trayecto hasta el muelle y aun cuando me recogió la ambulancia; sin embargo nada de eso ha guardado mi memoria. Mi siguiente recuerdo es de una enfermera algo mayor, baja, regordeta y morena, que trataba con manifiesta impericia de introducir una aguja en una de mis venas. La dejé hacer; aun no sabía qué pasaba pero sospechaba que mejor era entregarse ciegamente a las manipulaciones de aquella criatura que trata de pensar y actuar por mí mismo con el descomunal dolor de cabeza que tenía. Abandonando mi brazo, la enfermera me miró y dijo El doctor vendrá pronto. Así fue.

No hay nada digno de mención en una estadía en una clínica. Quien haya estado así sea un día hospitalizado sabe de la profunda sensación de irrealidad que lo rodea, acompañado siempre de la amenaza tangiblemente material del dolor. No hay nada digno de mención, sino solo que al segundo día conocía a Julia, mi enfermera  del turno de la mañana. Morena, como la otra, pero bonita, joven. Capaz de inspirar confianza con solo una mirada. Su manera de entrar a la habitación y tomarme el pulso mientras me saludaba era tranquilizadora. En las horas y días siguientes supe de la serena dedicación, de la amabilidad de su sonrisa.

Cuando salí de allí, tres días después, estaba casi enamorado. En todo caso estaba lo suficientemente enamorado como para pedir su número telefónico e insistir hasta que aceptó almorzar conmigo, el siguiente sábado, bajo la excusa lamentable de que quería  agradecerle las atenciones que había tenido conmigo. Se río, y no me creyó, pero aun así aceptó la invitación.

Me reintegré al trabajo. Hubo disculpas que, en parte, había recibido ya en la clínica. No me interesaba. Esperaba el sábado.

Estuve a punto de desbaratarlo todo antes de que nada comenzara. Llegué con media hora de anticipación al restaurante italiano –lo escogí porque a todo el mundo le gusta la pasta–, bebí media botella de vino y cinco minutos antes de la hora convenida estaba convencido de que lo que había hecho era una tontería. ¿Qué podría tener en común con una enfermera? Era, más o menos, como una secretaría, y yo siempre les había rehuido porque me parecían una raza nefasta. Me preparaba para pedir la cuenta, pensando en llamar el día siguiente y ofrecer la menos convincente de las explicaciones. En ese momento Julia entró al restaurante. Llevaba un vestido blanco sin mangas, sostenido por delicados tiros que dejaban al descubierto hombros maravillosamente bien formados. Los hombres somos, ya se ha dicho hasta la saciedad, animales de sensaciones visuales: la contemplación de su belleza arrastró las dudas que segundos antes amenazaban con hacerme desaparecer del lugar.

Cuando abandonamos el local –cerca del mar, para poderme referir sin dificultad a mi accidente y, en caso necesario, a mi trabajo; así, si la conversación languidecía o encontraba insufriblemente aburrida a mi pareja, siempre podía entretenerme hablando de mis investigaciones– ya sabía que le gustaba leer a Cortázar, tenía treinta años, aspiraba estudiar medicina alguna vez, en un futuro no determinado, y que tenía una hija de cinco años engendrada por un padre del cual no se me informó el nombre ni detalle alguno (“alguien que desapareció de mi vida, por suerte”). En realidad, los mismos detalles intrascendentes y superficiales que ya había escuchado en infinidad (no, en unas pocas en realidad; en los últimos años cada vez menos) de citas exploratorias, prospectos de citas amorosas naufragadas en el mar del aburrimiento y el desinterés. Ahora (entonces) las mismas historias que me habrían arrancado un disimulado bostezo se presentaban a mi conciencia con la fascinación de una extraña música lejana de origen desconocido que atrae a los buscadores de lo nunca escuchado. Yo seguía esa música –constituida tanto por palabras, gestos, relatos, como por silencios, ausencias, pudores entrevistos y descaradas confesiones, con pleno uso de mis facultades. ¿Cuál era la diferencia? Julia; ella era la única diferencia.

Dimos un paseo por la playa. No había brisa ni sombra, el mar refulgía dolorosamente en nuestras pupilas. Pronto estuvimos empapados de sudor y decidimos regresar a la modesta seguridad del aire acondicionado de mi vehículo. La llevé a su casa, un apartamento en un conjunto de cuatro edificios de diez o doce pisos cada uno construido en las cercanías de un cerro de arenisca roja. El gran estacionamiento común bullía de actividad: niños persiguiéndose en constantes carreras, vehículos entrando y saliendo, adolescentes riéndose de cualquier cosa, comadres que nos lanzaron miradas maliciosas; y en todos los pisos, en los pasillos que daban al exterior, gente asomada, gritándose cosas de un bloque a otro. Había también, apenas perceptible, un extraño ulular. Le pregunté qué ruido era ése.

–Lechuzas. Son lechuzas que tienen sus nidos en el cerro. Más tarde las podrás ver volando por aquí.

No quiso que la acompañara hasta su apartamento y se despidió con un suave beso en la mejilla.

En los días siguientes, busqué su compañía y casi siempre aceptó verme. Yo actuaba con cautela: de verdad me gustaba y no querría que un gesto apresurado pudiera ahuyentarla. Íbamos al cine, a cenar y a veces me atrevía a tomarle la mano. Casi siempre nuestras citas acababan pronto: quien le cuidaba la niña no podía quedarse hasta muy tarde.

Han transcurrido demasiados años, y ya no puedo recobrar todos los matices que tenían mis sentimientos de entonces: había, lo sé, una deliberada voluntad de no acelerar las cosas, un suave enamorarse que no era falta de pasión sino pasión demorada; había también algo de miedo a la equivocación y al fracaso; y una honda expectación, un vibrante observarme a mí mismo y seguir las transformaciones de mi ánimo. Solo cuando estuve seguro de que Julia era más que un interés momentáneo intenté convertir nuestra ambigua amistad en relación amorosa.

Ella tampoco parecía apresurada por definir las cosas, pero cuando le propuse ir a mi apartamento –hasta el momento había postergado esa visita, nuestros encuentros eran, invariablemente, en lugares públicos– aceptó de inmediato.

–Puedo quedarme –dijo una vez que estuvimos en la sala de mi pequeña vivienda–. Una prima me cuidará a la niña toda la noche. No hay problema.

A partir de ese momento todo pareció natural. Nos acoplamos con la facilidad y la espontaneidad que solo proporciona una larga frecuentación, con tal falta de pudor y prevenciones que por primera vez llegué a sospechar que pudiera compartir mi vida con una mujer.

Yo insistí varias veces en conocer a su hija. Julia se mostró encantada con la idea, pero por una razón u otra este encuentro se fue retrasando. Al fin, una tarde, pudimos combinar mis obligaciones y las de ella, y quedamos en almorzar en su casa; luego, tal vez iríamos al parque a comer helados. Llegué puntual; Julia me recibió en la puerta con un beso en la boca. El apartamento era, como ya sospechaba, pequeño, de muebles baratos, aunque también ordenado y limpio. Casi toda una pared estaba cubierta por una amplia biblioteca. Me  sorprendió este detalle, a pesar que había podido comprobar en nuestras conversaciones, que las lecturas de Julia eran, fuera de mi especialidad, bastante más extensas y apasionadas que las mías. De inmediato me sentí a gusto allí. Podría pasar largas horas en el sofá que en ese momento ocupaba, contemplando la baja mesa de madera  pulida en la que el único adorno era un florero con una única flor amarilla.

Todo lo pensaba en término de permanencia, perdurabilidad, tiempo extendido rebosante de futuro: estaba por decirle que se casara conmigo. La idea había comenzado a tomar forma algunos días atrás y si bien al principio la rechacé como algo descabellado –después de todo mi soltería duraba cuarenta y dos años, y además de Julia estaba enamorado de mis hábitos y mis manías, que temía perder si daba ese paso–, continuaba circulando en mi cerebro y apareciendo en los momentos más inesperados. Entre los muebles, las tristes reproducciones de cuadros famosos, y los libros de Julia, lo que era una simple posibilidad se convertía en convicción.

Julia se había  ausentado de la sala para buscarme en la cocina una taza de café; al frente tenía un pasillo en el que aparecían puertas cerradas a derecha e izquierda.

La niña apareció a mitad del pasillo; asomó la cabeza sin dejar ver el cuerpo, las puntas del largo cabello ondulado le caían casi hasta el piso. Tenía grandes ojos marrones y una piel clara que recordaba poco a la de su madre. Supuse que se parecía al padre. Le sonreí, ella me devolvió la sonrisa, le faltaba uno de los dientes inferiores. Ya sabía que tenía cinco años, pero me pareció alta para su edad. Debió pensar que yo era alguien confiable, porque salió del cuarto y avanzó hacia mí por el pasillo. Sus pasos eran rígidos por los aparatos ortopédicos que ceñían sus piernas. Sentí un primer impulso de lástima por la belleza arruinada de la niña, un sentimiento nada noble, más cercana a la desilusión estética que a la verdadera compasión. Se sentó –con dificultad– en un mueble colocado frente al que yo ocupaba y me miró durante unos instantes con absoluta seriedad y atención, sin rastros de timidez.

–Hola –dije–. ¿Cómo te llamas?
–Lucía y tengo cinco años. ¿Cómo te llamas tú?
–Roberto. Lucía es muy bonito nombre. Mejor que Roberto. ¿Vas a la escuela, Lucía?
–Al preescolar.

En ese momento regresó Julia y me salvó de la continuación del diálogo. Ya había agotado todos mis tópicos para una conversación infantil.

Después del almuerzo, que careció de tensiones y discurrió plácido como un río poco caudaloso con las ocasionales interrupciones de la niña, escuchamos algo de música. Finalmente Lucía comenzó a dar cabezadas y su madre la llevó a que tomara una siesta.

Durante la comida había logrado olvidar el defecto de la niña; ahora, mientras la veía alejarse por el pasillo de la mano de su madre, su andar rígido y trabajoso, el ruido metálico que la acompañaba, me embargaba un sentimiento nuevo y que no podía explicar: un perceptible disgusto, una sensación de profunda incomodidad que no dejaba de asombrarme. Podía escuchar la voz de Julia en la habitación aunque no entendía las palabras. Tuve ganas de marcharme, de estar en mi propia casa escuchando mis propios discos. No me moví. También yo tenía sueño. Cerré los ojos y traté de apartar aquellas emociones. Flotaba en el aire, como un rumor de fondo, la voz de Julia –debía estar leyendo un cuento– y pasos y gritos, risas, un silbido de tres notas que llegaban hasta mis oídos provenientes de los otros apartamentos y los pasillos; más lejos, en el límite de la audición, motores de autos.

Julia regresó. Durante media hora intercambiamos bromas y besos y luego anuncié que tenía que marcharme. Ninguno de los dos mencionamos la prevista salida en busca de helados. Pero antes de irme, ya de pie junto a la puerta, respondiendo a una especie de impulso compensatorio, le dije que quería llevarlas al cine el día siguiente, domingo.

Era media tarde de un sábado caluroso y con demasiada luz, y yo no sabía dónde ir. El deseo de estar en mi casa había desaparecido y había sido sustituido por una oscura inquietud: buscaba un lugar –que no existía– donde pudiera sentirme a gusto conmigo mismo. Me movía; transitaba las calles protegido del calor por el aire acondicionado; chatos edificios, feos hasta la exageración, aparecían de vez en cuando ante mis ojos entre la sucesión de pequeñas casas, la mayoría descuidadas y mal pintadas. Nunca la fealdad de la ciudad me había importado tanto; buscaba un lugar donde depositar una mirada de admiración o de simple placer; creía, no sé por qué, que el descubrimiento de una belleza inadvertida en un portal, una pared, un grupo de fachadas, un alero de tejas, el trazado de una calle, me salvaría de mí mismo. ¿De qué parte de mi mismo debía salvarme? ¿A qué oscuro y maloliente sumidero le tenía miedo?

Como en cualquier ciudad del mundo, las calles los domingos adquieren una cualidad nebulosa; aunque el sol se eleve radiante nos parece andar en sueños, los sentidos amortiguados envían lentas señales al cerebro, que las procesa aún más lentamente. Como un paciente anestesiado en una mesa de operaciones, la realidad borra sus límites, se hace esponjosa y suave, y la propia muerte parece más aceptable porque no hay dolor; no hay temor ni esperanza. Así contemplé desde mi apartamento el quieto mar del golfo, preparé café, revisé informes, almorcé cualquier cosa, vi televisión, y a las cuatro de la tarde me dirigí a buscar a Julia y Lucía para llevarlas al cine.

Media hora después abandonamos el coche y caminamos hacia la entrada del teatro, a media cuadra de distancia. Lucía iba entre su madre, a quien tomaba de la mano, y yo. Sus aparatos ortopédicos emitían leves chasquidos metálicos con cada paso, y cada chasquido se incrustaba en mi sistema nervioso, provocaba descargas de dolor, tal como las sufren quienes retornan al mundo poco a poco después de la anestesia.

Lucía tomó mi mano. Bajé la mirada, pero ella veía hacia el frente. Su mano se perdía entre la mía, un peso insignificante, un leve tirón hacia abajo que, sin embargo, me clavaba al suelo. El chasquido de los hierros estaba ahora, también, en mi carne. Junto a la venta de boletos nos encontramos con Aníbal Sosa, un compañero del Instituto. Estaba acompañado de un niño que reproducía su gesto desconfiado y condescendiente.

– ¿Cómo estás, Marcano? ¿Paseando con la familia?

Quise decir que no, que se trataba sólo de amigas. Vertiginosamente pasaron por mi cabeza todas las explicaciones posibles y, al mismo tiempo, me di cuenta de que no podría articularlas. Me limite a sonreír y palmearle un hombro en señal de camaradería masculina. Le presente a Julia sin añadir detalles. Mientras nos adentrábamos en la oscuridad de la sala mis palmas comenzaron a sudar; debí soltar a la niña para secarlas de la tela del pantalón. Agradecí las luces apagadas, la búsqueda de los asientos vacíos, las primeras imágenes de dibujos animados en la pantalla.

Sobre mi escritorio, al lado de la computadora, tenía un sobre con una carta en la que se me invitaba a formar parte de un equipo de investigación en Centroamérica. Amplia libertad para desarrollar mis propuestas, fondos generosos, intercambio intelectual con los mejores de mi especialidad. Una oportunidad que había decidido dejar pasar, sacrificar en aras de un destino que consideraba superior, más noble y, en definitiva, más feliz: la vida futura con Julia. Ahora la carta, las amables palabras impresas sobre el papel blanco, quemaba mis manos. Encendí la computadora, tecleé un mensaje donde agradecí la invitación, muy honrado, etc., etc., y aseguré que estaría  en una semana en San José de Costa Rica. Luego envié mi renuncia al Instituto Oceanográfico. Tomé dos lexotanil y me acosté a dormir. Al día siguiente me marché a Caracas. Desde allí organicé la mudanza de mis cosas, recibí ruegos y amenazas de mis antiguos patrones con serena indiferencia, sin impaciencia, ni hastío, ni temor; sin verdadera expectativa preparé mi viaje a Costa Rica. Las horas que se transformaron en días, y los días en semanas, fueron pasando en una apariencia de normalidad. Sólo de vez en cuando me asaltaba la sensación de haber dejado olvidado algo, un extraño vacío que se parecía a la angustia sin serlo, pero el espacio de los gestos cotidianos arrinconaba aquel temor sin nombre al fondo de mí mismo donde desaparecía en silencio.

Regresé diez años después, abriéndome paso hacia una vejez decorosa, con buena salud y un sólido prestigio académico que me abría puertas que antes habían permanecido cerradas. No me había casado, no tenía hijos, las amantes ocasionales se hacían cada vez más ocasionales, más efímeras, más tediosas. Acumulaba los días de mi existencia como otros acumulan dinero, sumando céntimo a céntimo; veía desaparecer a los amigos, los amores, y todo aquello que un día me importara en un horizonte cada vez más lejano, una memoria erosionada, ni siquiera dolorosa, en la que aparecían restos mutilados de mi propia vida irreconocible.

                                                              II
Fui de los primeros en notar, y alertar, la peligrosa disminución en la fertilidad de los peces del Caribe. Al principio, los que deberían escuchar no escucharon. Eso era algo a lo que estaba acostumbrado. Solo cuando el asunto adquirió carácter de tragedia internacional se permitieron prestar atención. En nuestro país, se conformó un equipo de investigadores conmigo a la cabeza, se dotó un viejo laboratorio en la bahía de Santa Fe, en las afueras de Cumaná, la ciudad que había abandonado veintidós años atrás y a la que había sepultado tan eficientemente en mi memoria que su cercanía no despertó en mí añoranza alguna. La ciudad nos recibió como héroes, la avanzada de la ciencia al rescate de los sitiados pobladores. Dos años antes un terremoto había asolado la península de Araya y Cumaná: las señales de la muerte y la destrucción eran aún visibles como heridas abiertas y pestilentes; la furia de los estremecimientos de tierra contrastaba con la silenciosa y casi invisible muerte del mar, pero, al fin y al cabo, ambas dejaban una región agotada y sin esperanzas. Con ingenuidad, los desalentados habitantes esperaban de nosotros, de nuestros equipos electrónicos, nuestros reactivos químicos, de nuestro saber biológico, la salvación.

Tres años pueden resumirse con facilidad: veinte profesionales de siete disciplinas diferentes, miles de horas de trabajo, varios millones de dólares invertidos, ningún resultado. Aprendimos en ese tiempo muchas cosas; nada significativo para solucionar un problema que, entre tanto, crecía y crecía como una paradójica bola: mientras más grande, menos masa tenía. Menos biomasa: las pantallas de los monitores nos mostraban plácidas arenas del fondo, rocas, corales muertos, restos de naufragios, basura; la triste belleza de un mundo acabado.

Nuestros sofisticados instrumentos no podían explicar aquello, las imágenes nos obsesionaban y pasábamos horas frente a las pantallas, aun cuando no fuese necesario. Elaborábamos, poníamos a prueba y desechábamos teorías, planes, operaciones de rescate. Finalmente perdimos popularidad entre los que deciden y, con la pérdida de interés político, vino la reducción de los recursos. No hay que achacar toda la culpa a otros, no podíamos librarnos de la conciencia del fracaso y muchos se marcharon buscando otros cielos y otros mares. Fue en ese tiempo final –la ruina y la intemperie también llamaban a nuestra puerta– cuando llego Lucía. Creí que no me había reconocido, pero yo a ella sí, a pesar de los veinticinco años transcurridos.

Exteriormente nuestra relación se limitó a la de un jefe y una subalterna. Ella, como todos, cumplía sus tareas más allá de lo que se esperaba, y como todos desembocó en un camino cerrado, en la esterilidad de las aguas en las pantallas, en la inviabilidad de los modelos, los afanosos experimentos y mediciones.

Y más allá del primer estremecimiento, ¿qué significaba su presencia para mí? Me hice esa pregunta, la examiné a la hora de acostarme y al momento de despertar en las mañanas. Encontraba una respuesta invariable: no sé qué significa, no sé qué mensaje hay; algo estaba pasando, sin embargo, porque las cosas se movían en mí, como se mueven los bloques de hielo en un mar helado cuando la temperatura sube, o como imperceptiblemente se mueven las dunas en el desierto. Hacia dónde se movían, no alcanzaba a saberlo. Deseché un impulso paternal: ella no era mi hija. Deseché un impulso erótico: ella pudo haber sido mi hija. Un cerebro seco en una seca estación, ése soy yo. Y es lo único de lo que estoy seguro.



III
Llegaron en la mañana, con el sol ya alto. Atravesaron el golfo en un zodiac del laboratorio. Lo dejaron en la playa y descargaron unas livianas bolsas de viaje.

El interior de la estación biológica –una vieja casa en un pueblo abandonado– olía a pescado podrido. El calor era sofocante. Las muestras se habían dañado hace mucho. El aire acondicionado no funcionaba. Lucía se acercó a una de las ventanas que daban a la calle, mientras Marcano abría un escritorio y buscaba entre las gavetas. Afuera, el viento levantaba remolinos de polvo y sal.

–Vamos –escuchó la voz de Marcano decidida y con un matiz de irritación. Salieron por otra puerta a la calle. Allí estaba el jeep con el logo del instituto en la puerta del chofer.

No vieron muchas casas destruidas, aunque sí torcidas, con las paredes inclinadas en ángulos inverosímiles, con grietas zigzagueantes en sus fachadas. Había, también, una blanca capa de sal que comenzaba a cubrir la parte baja de las casas.

–Se dice –afirmó Lucía con voz clara, casi alegre– que todavía viven algunas mujeres aquí, entre estas ruinas. La mayoría de los hombres, las familias, se marcharon después del terremoto; luego los peces dejaron de reproducirse, se acabó la pesca y los que quedaban también se fueron.
–Todos los pueblos costeros están muertos.
–No del todo. Al menos, es lo que se dice. Algunas mujeres permanecen; esperan el regreso de sus hombres. No se les ve a la luz del sol. Sólo de noche se atreven a salir de sus casas en ruinas. Temen que el gobierno las obligue a irse y cuando sus hombres vuelvan no las encuentren.

Marcano la miró, sin decidirse a sonreír. Se preguntaba si la mujer hablaría  en serio o se estaría burlando de él.

Habían dejado atrás las casas devoradas por el salitre. Transitaban por una estrecha y recta carretera de tierra entre las aguas estancadas del mar y las aguas color violeta de la antigua Laguna Madre, origen de la sal que se acumulaba en las orillas y era arrastrada por el viento en forma de espuma.

La Laguna se extendía hasta donde la vista podía abarcar. Sus aguas daban al paisaje una apariencia espectral. Sobre la superficie se elevaban carcomidas estructuras metálicas cubiertas de sal, como muñones blanqueados de animales muertos mucho tiempo atrás. La brisa arrastraba copos de sal que se adherían al parabrisas del vehículo. La topografía había cambiado: Marcano recordaba vagamente los límites de las aguas de su última visita anterior al terremoto. No eran ni la mitad de los actuales. La carretera que salía del pueblo y llevaba al resto de la península había desaparecido tragada por el movimiento de tierra y la posterior expansión de la Laguna.

–Y bien, ¿por dónde? –preguntó al tiempo que detenía el vehículo manteniendo el motor encendido. Frente a ellos, las aguas inverosímiles reflejaban el cielo azul, los cerros pelados, rocas.
–Sigue adelante en línea recta; aquí el agua solo tiene unos pocos centímetros de profundidad. Debajo aún está la carretera, o lo que queda de ella.

Sujetó con firmeza el volante y condujo como Lucía le indicaba: había decidido confiar en ella. Una vez del otro lado subieron una pequeña loma. Detrás apareció una estrecha senda que serpenteaba entre cerros y rocas desprendidas. Bajaron con cuidado. Los neumáticos chirriaban entre la arena y la piedra menuda. En el camino entre los cerros soplaba una brisa caliente, seca, que los hizo sudar en minutos. Lucía saco un pañuelo y secó su cara, su cuello y el nacimiento de los senos. Marcano la miró brevemente antes de prestar atención otra vez al camino. Desde la noche anterior casi no habían hablado, apenas intercambiaban las palabras precisas para llegar a su destino. Él, ahora, tenía ganas de hablar pero no estaba seguro de lo que quería decir. A ella no parecía importarle el silencio; sabía mantenerse aparte sin hostilidad ni indiferencia. Marcano comenzó a decir algo sobre el paisaje y se detuvo. Luego habló nuevamente:

– ¿Nos estarán esperando?
–No te preocupes. Ella siempre nos espera.
–No estoy preocupado.

Estaban en lo alto de una loma; frente a ellos una sucesión de cerros más bajos daba paso al mar, que espejeaba abajo, silencioso y muerto.

–A partir de aquí –dijo Lucía– debemos caminar.

Marcano contempló con desasosiego el descenso entre rocas inestables, y los siguientes cerros, iguales, duros, pelados, bajo el intenso sol del mediodía, y pensó en sus años, y en que ya no se sentía tan seguro ni tan fuerte. No hay agua aquí, pensó, solo rocas. Rocas y no agua. Y algunos huesos de animales que asoman entre la tierra parda cruzada de vetas rojas y amarillas.

Después de algunas horas se detuvieron bajo un saliente de rocas que los protegía escasamente del calor. Marcano miró el perfil de Lucía a su lado, la curva de sus senos, sus largas piernas. Recién en ese momento notó que ella no llevaba el bastón.

Reanudaron la marcha; las sombras se alargaban en el declinante día. Caminaban por una estrecha garganta entre dos colinas cubiertas de matorrales espinosos. La cabeza le latía y había comenzado a ver puntos y manchas de luz en el aire. Debía secar con frecuencia el sudor de la cara para que no entrara en sus ojos. Por momentos los cerraba, guiándose por el sonido de los pasos de la mujer. De pronto Marcano notó que había una tercera sombra entre la de ellos dos. Se detuvo y volteó. Un muchacho se acercaba con paso elástico entre las rocas. Era intensamente moreno y delgado, de unos dieciséis años. Vestía solo pantalones cortos azules y zapatos deportivos. Pasó junto a Marcano con una breve mirada y abrazó a Lucía; ésta respondió el abrazo. Luego dijo:  

―Éste es Juan, mi hermano.

De ahí en adelante el camino se hizo más fácil. Descendían por una suave pendiente de arena endurecida, los pies encontraban menos obstáculos y el sol golpeaba con menos saña. Se acercaba la última hora de luz. Juan y Lucia conversaban entre ellos y únicamente palabras sueltas llegaban hasta Marcano. Eso no le importaba. Estaba demasiado cansado y sediento para hablar y apenas para pensar. Quería llegar de una vez. Cuando, la noche anterior, Lucía había ido a su habitación para proponerle el viaje, y le dijo que sería agotador, él había aceptado casi como se acepta un reto. Ella dijo: Iremos a casa de mi madre, sin hacer referencia a ese pasado común que casi no había existido, y Marcano había sentido como si lo hubieran pinchado con una vara eléctrica, pero exteriormente no manifestó nada. Dijo: Me gustaría conocerla, como si se tratara de una visita de cortesía. ¿De qué trataba, en realidad? ¿Por qué había aceptado venir en esta especie de peregrinaje o búsqueda o lo que fuera? Lucía se había limitado a invitarlo, diciéndole que podría descansar luego del anuncio del cierre inminente del laboratorio, pero ¿podía confiar en los motivos de ella? ¿Podía confiar en sus propios motivos?

Entre dos inmensas rocas apareció la casa. Era una construcción grande, baja, que parecía haber ido creciendo a partir de diversos añadidos, reconstrucciones y cambios de un plan original, lo que provocaba una primera impresión de abigarramiento y, al mismo tiempo, de espacios abiertos, de libertad. El mar resonaba cerca, detrás. Julia estaba sentada a una mesa, leyendo o escribiendo; desde esa distancia, Marcano no estaba seguro. Levantó la cabeza y los vio acercarse. El corazón de Marcano latió durante unos segundos con violencia y después se aquietó, demasiado quieto, como sumergido en un bloque de hielo.

Las dos mujeres se abrazaron y rieron. El muchacho saludó a su madre con un beso en la mejilla y se internó en la casa. Julia miró a Marcano, lo besó en la mejilla también y se colgó de su brazo, llevándolo hacia una larga mesa bajo un techo de palma.

–Me alegra que hayas podido venir –dijo, una vez que estuvieron sentados–. Debes tener hambre y sed.

Julia sirvió la comida mientras Lucia disponía los platos. Carne de chivo asada y tubérculos. Marcano miraba a Julia: se movía con la misma gracia y calma que veinticinco años atrás. Su cuerpo era más grueso, su rostro estaba tostado de sol y había arrugas alrededor de sus ojos y marcas profundas cerca de la boca, pero en lo esencial era la misma Julia: hermosa y tranquila.

El muchacho regresó. Se había bañado y puesto una camisa, aunque vestía los mismos pantalones cortos.

–Hay muchas cosas que quisiera contar y explicarte –dijo Marcano, cuando en realidad no quería contar ni explicar nada; sentía como si debiera justificar su vida ante un jurado examinador.
–No tienes que hacer nada de eso –Julia sonrió y su sonrisa disolvió las reservas de Marcano–: Estoy contenta de encontrar a un amigo. Ya habrá tiempo para conversar y contarnos nuestras vidas. Mañana. Esta noche hay que dormir; yo sé lo que cuesta llegar hasta mi casa. Además, creo que mis hijos quieren mostrarte algo.

Lucía se levantó y caminó hasta el centro del patio, donde había un estanque rectangular recubierto de azulejos. No era muy grande, tal vez de uno por dos metros de lado y cincuenta centímetros de profundidad, le pareció a Marcano. Ven, dijo Lucia invitándolo con la mano. Marcano se asomó al estanque. En el fondo había un par de peces de tamaño mediano, grises, oscuros, con franjas más claras en el dorso, tan inmóviles que al principio los creyó muertos. Pero no, eran dos animales vivos y saludables, de los más comunes. Marcano se dio cuenta de que la sorpresa había borrado de su memoria el nombre que conocía tan bien y que servía para designar aquellos peces. Miró a Lucía.

–Los atrapó mi hermano hace tiempo –Juan seguía sentado a la mesa, indiferente a la conversación.

Más tarde, en la habitación junto al patio en la que se había instalado, daba vueltas en la cama alejado de toda idea de sueño. Los dos peces lo miraban con sus ojos redondos a través del agua. Antes, Julia lo había acompañado hasta la entrada del dormitorio; y Lucía había tocado a su puerta poco después, cuando ya estaba acostado, todavía con la luz encendida. Se sentó en el borde de la cama y le preguntó cómo se sentía. Él quiso contestar que bien, pero no pudo mentir y confesó que se sentía débil y confundido.

–Tal vez eso sea bueno. A lo mejor hay esperanzas para ti –luego se inclinó y lo besó en la boca. Salió antes de que Marcano dijera algo.

Apagó la luz. En la oscuridad, los peces lo miraban alternativamente con los ojos de Julia y de Lucia. Sin que lo advirtiera se durmió.

Abrió los ojos y estuvo seguro de que un ruido en la habitación lo había despertado. Esperó unos segundos. El ruido se repitió, pero no era allí sino afuera. Consultó su reloj: las cinco y media, pronto amanecería. Se levantó y vistió cuidando de no producir sonido alguno, pero no pudo evitar que sus articulaciones de viejo crujieran. Salió de la habitación que daba directamente al patio de tierra. En el cielo despejado, dos estrellas brillaban con inusitada claridad en el azul cada vez más pálido. Juan lo miró desde la lejanía incomprensible de sus dieciséis años, una edad que a Marcano le parecía no haber tenido nunca. Se acercó al muchacho. Pero antes debió pasar por el centro del patio, donde estaban los peces. Se detuvo junto a ellos. Giraban con lentitud uno alrededor del otro, casi invisibles en la escasa luz, sorprendentemente ordinarios.

–No logro entenderlo –dijo en voz alta, hablándose a sí mismo, no al muchacho al otro lado del estanque. No quería pensar en aquellos peces imposibles, no quería verlos y no lograba apartar la vista de ellos. Ahora estaban quietos, aplastados contra el fondo, tal vez mirándolo.

Juan tosió con discreción, como si no quisiera interrumpir una conversación ajena y sin embargo se viera obligado a ello. Marcano levantó la mirada. Vio los anzuelos y el rollo de nylon en las manos de Juan. Le preguntó si podía acompañarlo.

–Claro, para eso ha venido, ¿no?

Los cerros cobraban volúmenes, rugosidades, zanjas y grietas en la luz naciente. Marcano caminó detrás de Juan siguiendo el lecho seco de una quebrada hasta llegar a una roca plana que se elevaba dos metros sobre el agua gris. Marcano contempló la inmensa extensión en su movimiento incesante, la curva del horizonte, sintió la solidez de la tierra bajo sus pies, el calor del sol subiendo por su espalda y su nuca. El mar golpeaba con fuerza la costa y salpicaba espuma en su cara. Un rastro de sal se depositó en sus labios. Miró a su acompañante, esperando un gesto que lo confirmara. El muchacho tensó el brazo en un movimiento rápido y contenido, la delgada línea plateada salió de sus dedos, cortó el aire y se hundió en las olas. Su rostro era serio, concentrado y feliz.

Marcano sostuvo el ligero peso del anzuelo. Volvió la vista otra vez hacia el muchacho, a sus diestras manos, y una repentina e inexplicable sensación de orgullo lo inundó. Trató de sentir la gravedad del propio cuerpo afirmada en los talones. A su lado, Juan tensaba la línea que lo unía el mar respondiendo a las sacudidas que venían de lo profundo. Con resignación, con esperanza, se preguntó si también él sería capaz, si tendría la ligereza y la habilidad, si habría perdido y ganado lo necesario. Bueno, pensó, ya lo averiguaré. Soy Roberto Marcano, estoy aquí, frente el mar, pescando.



Rubi Guerra. (1958, San Tomé, Anzoátegui). Ha ejercido el periodismo y la gerencia cultural. Actualmente se desempeña como editor independiente y facilitador de cursos. Ha publicado los libro de cuentos: El avatar (1986), El mar invisible (1990), Partir (1998), El fondo de mares silenciosos (2002), Un sueño comentado (2004) y La forma del amor y otros cuentos (2010), y las novelas: El discreto enemigo (2001) y La tarea del testigo (2007). Es compilador de la antología de cuento venezolano 21 del XXI (2007). Sus cuentos aparecen en diversas antologías publicadas en Venezuela, España, Canadá y Eslovenia; la más reciente, La vasta brevedad, Antología del cuento venezolano del siglo XX (2010)

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