lunes, 6 de agosto de 2012

Dicho de otro modo...


Los relatos de Piñera intentan una comprobación simple y a la vez compleja en sus consecuencias: el hombre está hecho de carne, y manifiestan el peligro de la ausencia material, de las parte del cuerpo y de las necesidades corporales, como hambre, dolor físico, falta de vista o cojera.
Antón Arrufat
La Habana, marzo de 1999
CINCO CUENTOS DE VIRGILIO PIÑERA
Kevlar soul, de Daria Endresen
Unión indestructible
(De El que vino a salvarme, 1970)

Nuestro amor va de mal en peor. Se nos escapa de las manos, de la boca, de los ojos, del corazón. Ya su pecho no se refugia en el mío y mis piernas no corren a su encuentro. Hemos caído en lo más terrible que pueda ocurrirles a dos amantes: nos devolvemos las caras. Ella se ha quitado mi cara y la tira a la cama; yo me he sacado la suya y la encajo con violencia en el hueco dejado por la mía. Ya no velaremos más nuestro amor. Será bien triste coger cada uno por su lado.
Sin embargo, no me doy por vencido. Echo mano a un sencillo recurso. Acabo de comprar un tambor de pez. Ella, que ha adivinado mi intención, se desnuda en un abrir y cerrar de ojos. Acto seguido se sumerge en el pegajoso líquido. Su cuerpo ondula en la negra densidad de la pez. Cuando calculo que la impregnación ha ganado los repliegues más recónditos de su cuerpo, le ordeno salir y acostarse en las losas de mármol del jardín. A mi vez, me sumerjo en la pez salvadora. Un sol abrazador cae a plomo sobre nuestras cabezas. Me tiendo a su lado, nos fundimos en estrecho abrazo. Son las doce del día. Haciendo un cálculo conservador espero que a las tres de la tarde se haya consumado nuestra unión indestructible.

1957


***
Ataduras, de José Luis Rizzo
Un fogonazo
(De Un fogonazo, 1987)

Justamente frente a la casa de Alberto, al auto de Gladis se le ponchó una goma. Ella tocó a la puerta para pedirle ayuda. Fue Juan quien abrió, diciéndole: “Pase, señora”. Pero Gladis no entró. Echó hacia atrás el cuerpo, en instintivo movimiento de defensa. “¿Alberto no se encuentra? – preguntó. Cerrando el puño y haciéndolo girar cerca de la oreja, Juan le dio a entender que estaba al teléfono. Al mismo tiempo, suavemente, repitió-: Pase, señora”.
Al entrar, Gladis sorprendió a Alberto de rodillas en un confesionario. Escuchaba, atento, cuanto decía una desconocida, también de rodillas. Alberto vestía de sacerdote, y la mujer estaba desnuda. La escena resultaba rebuscada en exceso, incluso cursi, o, si se prefiere, de alocada ingenuidad.
Ante semejante decorado, Gladis reprimió una carcajada. ¿Sería un juego, o Alberto habría enloquecido? Sólo demente, un hombre como él cambiaría el aspecto de la sala hasta el colmo de instalar un confesionario y vestir ropas sacerdotales.
-          Tenga la bondad de sentarse – dijo Juan, ceremoniosamente -. ¿Quiere una copita de brandy o de menta?
Sin aceptar sus invitaciones, Gladis se adelantó hacia el confesionario, al mismo tiempo que preguntaba:
-          ¿Se puede saber qué haces ahí?
Rápido como el rayo, fue Juan quien respondió, con evidente grosería:
-          Confiesa a Marta.
Al escuchar su nombre, Marta se puso de pie, y, dejando ver una sonrisa encantadora, se adelantó con la mano extendida:
-          Mucho gusto. Tengo tantos pecados como las arenas del desierto…
Se inclinó en una reverencia ceremoniosa, y ocupó de nuevo su sitio en el confesionario.
Gladis pensó, esta vez, que los tres se divertían. Posiblemente, preparaban una broma para alguien a punto de llegar. No para ella, por supuesto, que los había interrumpido. Entonces, sin acordarse del ponche de su goma, decidió ponerse a tono:
-          Pues yo también quiero confesar mis pecados.
-          Si yo la autorizo, tendrá que hacerlo como vino al mundo – advirtió Juan.   
Gladis se arrepintió de su decisión: en la voz del desconocido Juan creyó percibir una firmeza muy distante de cualquier comicidad. Aunque podía, tras haber agotado lo humorístico de la situación, regresar a la normalidad y sostener una animada conversación en serio. Reconfortada por este razonamiento, dijo:
-          A usted me encomiendo. Es cierto que no nos han presentado; Alberto pone el alma en el desempeño de su ministerio, y parece que ni siquiera me ha visto entrar, pero ya somos como viejos amigos. Me expondría desnuda con tal de poder confesar mis pecados, mortales por necesidad. Además…
Pero Juan la interrumpió con brusquedad:
-          No es usted quien debe calificar sus pecados – y señaló una silla -: Siéntese, y no vuelva a abrir la boca.
Para broma, ya era demasiado. Ofendida, Gladis inició una débil protesta. Ignoraba que, precisamente, no le sería permitida protesta alguna, por débil que fuera. Y obtuvo la evidencia cuando Juan, pasando de golpe del comedimiento formal a la más ultrajante brutalidad, la sentó en la silla y procedió a amordazarla con un pañuelo que, semejante a un mago, había sacado del bolsillo de su frac.
Sumida en abismos, pasó sin transición de la extrema seguridad a la inseguridad extrema. Hasta este instante – eran las seis de la tarde -, su día se había deslizado armoniosamente. Gladis hacía todo lo posible porque su existencia transcurriera placentera, sin conflictos dramáticos. Levantada a las nueve, desayunaba media toronja y unas tostadas secas; a las diez, recibía a su masajista; de once a una, leía; tomaba después un baño, almorzaba, dormía una siesta, y dispuesta para el trote, hacía visitas, jugaba al bridge, se iba al cine o a un baile, cosas todas que, desde su punto de vista, constituían el encanto de la vida.
-          Usted se lo ha buscado – oyó decir a Juan con inflexión irritada -. También Marta se lo buscó. Tan pronto conozco a alguien, le pregunto qué no haría a ningún precio. Se lo pregunté a Marta, y me respondió que odiaba la confesión y el desnudo. Su confesión será inacabable, y la hará siempre desnuda. Tendrá que inventar pecados, veniales y mortales. En cambio, usted, a quien le encanta confesarse y estar desnuda, estará vestida, y la mordaza la hará callar.
Mientras lo escuchaba, a Gladis le parecía hallarse bajo los efectos de una pesadilla. Si despertara, se iba a reír de lo lindo. Para ella, en la vida real, no podían suceder tales cosas. ¿Qué sentido tenían el confesionario, el hábito de Alberto, la desnudez de Marta, aquél tipo vestido de frac, que hablaba de una manera extraña en un criado? ¿No era un criado, un mayordomo? Llegada a este punto, sin respuestas, se evadió, desarrollando in mente un programa para la noche. Calculó que el arreglo de su auto llevaría, a lo sumo, una hora. A las siete estaría en la conferencia de dietética del eminente profesor Brown; pasaría a las ocho por el hospital de Maternidad: Adela acababa de tener un hijo; a las nueve se reuniría en un restorán con su amante; irían a las once al estreno de un filme, y terminarían la jornada en una boîte. Después, a dormir el sueño de los justos.
Naturalmente, un programa tan ameno constituía una aproximación, de acuerdo con el sentir de Gladis, al inalcanzable paraíso que todo ser humano espera disfrutar en la tierra. En cambio, la sumían de golpe en el infierno. Y en éste, por el momento, condenada a estar amordazada y a merced de un vesánico.
Tal pensamiento la devolvió a la realidad, y otra vez el terror se apoderó de ella. Desorbitados, sus ojos iban de Juan a Alberto y a Marta. ¿En qué pararía la situación en que se hallaba atrapada? ¿Duraría una hora, cuatro, diez, o se prolongaría acaso por días, meses, años? Y sobre todo: ¿cuál sería el desenlace? ¿La muerte, rápida y brutal? ¿O lenta, e igualmente brutal? Juan, como adivinando sus pensamientos, le quitó la mordaza. Ella quedó más enmudecida, y él se encaminó a la habitación contigua. Volvió al instante con unas disciplinas, que empuñaba en la mano derecha. Ordenó a Marta y a Alberto suspender la confesión, que ella se vistiera, y que Alberto cambiara sus ropas sacerdotales por un traje. Mientras se vestían, obedientes, sirvió cuatro copas de oporto, las puso sobre una mesa y se dirigió a Gladis:
-          Hable hasta que, asqueada de las palabras, me pida la mordaza.
Y la agitó ante sus ojos espantados.
A Gladis, la perspectiva de verse obligada a hablar durante un tiempo indefinido, en una situación sin escapatoria, le causaba una desazón infinita. Atropelladamente, como si las palabras, dichas con temor, se deformaran, exclamó, poniéndose de pie:
-          Mi madre agoniza en el hospital. Avisaron por teléfono a mi casa. Señor, déjeme ir.
Con una calma espantosa, Juan ordenó:
-          Siéntese.
Y dijo, tras degustar con delectación el oporto:
-          No sé si ignora que hay dos mundos: el que circunda esta casa y el de la casa misma. La comunicación entre ambos está cortada. Olvídese del mundo exterior y concéntrese en éste.
-          Pero mi madre…- gritó, posesionada de su mentira.
-          Si su madre estuviera entre nosotros, sería el primero en prodigarle solícitos cuidados. Desgraciadamente, se encuentra en la otra parte del mundo que ya he mencionado.
En ese momento reaparecieron vestidos Marta y Alberto. Juan les indicó que tomaran asiento:
-          Como corresponde a personas bien educadas, vamos a presentarnos.
Semejantes a actores en un escenario, los cuerpos se inclinaron ceremoniosamente. Entonces, Juan, mostrando una encantadora naturalidad, unida a una insigne perfidia, exclamó:
-          A conversar largo y tendido.
Por estar posesionada de su mentira, por la angustia que la devoraba, Gladis protestó:
-          Señor, mi madre se muere.
Decididamente, no se acomodaba a la nueva situación. Si hubiera tenido dos cuerpos, habría dejado uno en la casa de Alberto para ir con el otro en busca de su mundo cotidiano.
A manera de advertencia, Juan agitó las disciplinas, diciéndole:
-          No vuelva a mencionar a su madre. Nuestra comunidad no se interesa por ella ¿En tendido? Y ahora, entremos en materia. Yo la empezaré, y ustedes la continuarán. Como nuestro objetivo es la narración, haremos caso omiso de todo encadenamiento lógico. Advierto que cualquier falta en la exposición les valdrá unos cuanto azotes con estas disciplinas.
-          Carezco por completo del don de la invención – dijo Marta.
-          Lo mismo me pasa – opinó Gladis.
-          Nunca se me ha ocurrido contar una historia – aclaró Alberto.
-          ¡Qué más da! – exclamó Juan, mostrando un gran desprecio – Inventen sin pies ni cabeza. El modo de conseguirlo es hablar sin parar.
Los cautivos se miraron con estupor infinito. Ninguno tenía deseos de contar nada. Comenzada la narración, se sentían tan vacíos como el vacío absoluto.
-          En el siglo pasado - comenzó Juan -, exactamente en 1860, el gran explorador inglés Cook descubrió, en lo más intrincado de la selva africana, en la región del río Zambeze, una ciudad que era la réplica exacta de Londres. Y como para un inglés no existe otro Londres que el de Inglaterra, dio por seguro que su viaje había concluido. Después de quitarse el polvo del camino, fue a presentarle sus respetos a la reina Victoria…
Aquí interrumpió su relato, e hizo señas a Gladis de que lo continuase. Ésta, sin poderlo evitar, lanzó una carcajada estridente:
-          A mí me sacan del pastel – exclamó.
Un golpe de correas en plena cara fue la respuesta de Juan.
-          Por favor – dijo Alberto -, obedece al señor.
Ella se sintió definitivamente perdida, su bella cara inundada en lágrimas. No se encontraba en un salón jugando al bridge, rodeada por las seguridades previstas para una dama del gran mundo. Por el contrario, algo extraño irrumpía en éste, y cambiaba su encantador mundo por otro nefasto. Juan, y no ella, era el dueño de sus actos. Y, precisamente, cuando Juan le alargó un pañuelo con que secar sus lágrimas, la asaltó el horrible pensamiento de que esta encerrona podía eternizarse. Conocía el momento de su inicio, pero ignoraba el final.
-          Esperamos por usted – y Juan agitaba las disciplinas.
Por simple instinto de conservación, y por las miradas implorantes de Alberto – sin duda él temía represalias más sangrientas -, Gladis, con enorme esfuerzo, continuó el relato:
-          La reina recibió al explorador en audiencia privada y le dijo: Sir Cook, lo nombro jefe de la expedición de rescate de tres infortunados que están a merced de un vesánico en la ciudad de X.
Se calló, arrepentida de su audacia. Esperaba un nuevo correazo. Para su sorpresa, Juan, aprobando con la cabeza, instó a Alberto a proseguir la narración:
-          Habiendo llegado sir Cook al apartamento en que se encontraban los cautivos – prosiguió Alberto -, oyó que hablaban de él. Entonces preguntó: “¿Me conocen?” Y ellos dijeron a coro: “¡Cómo no vamos a conocer al celebérrimo sir Cook!”.
Juan, sin poder contenerse, exclamó:
-          Bien dicho. El eco de las hazañas de sir Cook resuena por el orbe entero.
A una señal suya, Marta continuó, con voz temblorosa:
-          Sé que ustedes – dijo sir Cook – están cautivos de un vesánico llamado Juan, al que desde este momento declaro prisionero de nuestra ilustre soberana. En cuanto a ustedes, quedan en libertad.
Al conjuro de esta palabra, y por un instante ilusorio, los tres cautivos se creyeron devueltos al mundo gracias al poder de la ficción. Pero Juan, soplando con fuerza sobre tal castillo de naipes, disipó al punto la falsa creencia:
-          ¡Ah, pobre sir Cook con sus engañosas promesas! … Por más que quiera, no está en su mano libertarlos. Si mi placer es tenerlos cautivos, el tema de la libertad sobra en esta velada.
Alberto, entonces, se atrevió a preguntar:
-          ¿Qué va a ser de nosotros?
Juan se encogió de hombros, y respondió con gran comedimiento:
-          Ni yo mismo lo sé. Sospecho que todo irá surgiendo de la misma situación en la que están atrapados.
Alberto osó interrumpirlo:
-          Al fin lo reconoce: atrapados.
-          No me queda otro remedio. Para hacer lo que me gusta, es necesario que hagan lo que les disgusta. Lástima; mis designios están en desacuerdo con los suyos.
Ante afirmación tan categórica, sobraban toda pregunta y toda imploración de clemencia. Los cautivos se abismaron en sus pensamientos, y Juan, en sus maquinaciones. Sentados en estatuaria inmovilidad, con copas entre las manos, parecían salidos de una instantánea. En consonancia con tal atmósfera, el silencio habló por espacio de unos minutos en su intraducible lenguaje. Un timbrazo lo redujo a polvo. Juan se puso de pie y exclamó, con la voz tronante de un actor durante una tirada trágica:
-          ¡El fotógrafo viene a inmortalizarnos!
En efecto – y de acuerdo con la organización que parecía regir los acontecimientos de aquella casa -: era un fotógrafo. Sin cambiar un saludo con Juan – quien tampoco lo saludó -, ni con los cautivos, se limitó a armar su cámara, provista de un trípode. Miró con ojo profesional la estancia; con su fotómetro midió la intensidad de la luz, lo acercó al grupo y, por último, furtivamente, lo devolvió a su bolsillo. La minuciosa operación duró casi media hora.
Estas morosas precauciones del fotógrafo y su teatralidad – que se emparejaba con la de Juan – crearon una expectación mortal en los cautivos. Parecían anunciar su inminente salida del mundo de los vivos: semejaban el objetivo de una operación sobrehumana.
Y como, para el hombre común, lo inexplicable aparece siempre bajo el aspecto de lo catastrófico, los cautivos tuvieron por primera vez clara ciencia de que una catástrofe se cernía sobre sus vidas. Un miedo indescriptible se apoderó de ellos, pero ninguno se atrevió a decir palabra. El fotógrafo iba a accionar por fin el disparador, cuando Juan lo detuvo, y gritó con violencia:
-          ¡Sonrían!
Una mueca se reflejó en la cara de cada uno de los futuros fotografiados.
-          Así no – pidió Juan, recobrando el aplomo -. Hagan como si estuviesen en el mejor de los mundos posibles. Recuerden: la posteridad los juzgará por esta sonrisa. De modo que llénense, amigos, de felicidad. El tiempo apremia.
Los tres presintieron que ésta sería su última orden. Gracias a esa facultad de la hipocresía, que tan útil les pareció en semejante momento, sus caras se fueron iluminando poco a poco, hasta alcanzar las copias fieles de tres maravillosas sonrisas.
-          Así está bien – admitió Juan suavemente, e hizo una señal al fotógrafo. Con lentitud de especialista, éste hizo accionar la máquina, que a ellos se les antojaba infernal. Una vez cumplida la ceremonia, recogió cautelosamente sus implementos y desapareció, tan silencioso como había llegado.
Esto era lo que Juan esperaba. Con satisfacción evidente, amontonó en un rincón todos los muebles y objetos de la sala. El escenario de su espectáculo adquirió un aspecto deplorable, pero bien sabía él que esto formaba parte del programa. Por último, tomó uno por uno los cuerpos rígidos de los cautivos y los depositó sobre la montaña de escombros. Antes de marcharse, los miró con tristeza:
-          Un poco rebeldes. La próxima vez me costará menos trabajo.

1975


***
Ron Mueck
Las partes
(De Cuentos fríos, 1956)

Al abrir la puerta de mi cuarto vi que mi vecino estaba de pie en la puerta del suyo. Como el corredor que separaba nuestras habitaciones respectivas era de grandes proporciones, no pude precisar a la primera ojeada en qué consistía el objeto que le cubría, desde los hombros, todo el cuerpo. Una indagación más minuciosa me hizo ver una larga capa de magníficos pliegues. Pero lo que me chocó fue precisamente esa parte de su cuerpo que correspondía a su brazo izquierdo: en aquella región, la tela de la capa se hundía visiblemente y establecía una ostensible diferencia con la otra, es decir, con la región de su brazo derecho, aunque debo confesar que la causa no era como para pedirle explicaciones. Tampoco hubiera podido hacerlo, pues mi vecino ya trasponía la puerta de su habitación imprimiendo un elegante movimiento a los últimos pliegues de la cola de su capa. Por mi parte, empecé a cavilar sobre aquella hendidura en la región del hombro izquierdo, pero no pude avanzar gran cosa en mis pensamientos; otra vez salía mi vecino envuelto en su gran capa. Miré rápidamente su hombro izquierdo, y en seguida, como es natural, el derecho. También ahora se hundía allí visiblemente la tela.
Esta vez mi vecino no me concedió el lujo de sorprenderme: un portazo me advirtió que de nuevo había desaparecido. O, mejor dicho, que aparecía otra vez; de pie, como siempre, pero un tanto envarado en la parte donde la pierna derecha se articula a la cadera; también allí la tela de la capa formaba un profundo seno. Un nuevo portazo me anunció una nueva salida: en efecto, iniciaba la cuarta. La única diferencia con la anterior venía a radicar en el punto de elasticidad, es decir, que la capa, de las caderas hacia arriba, descontando aquellas pronunciadas hendiduras de los brazos, contorneaba asombrosamente toda la anatomía de mi vecino; pero, en cambio, de las caderas hacia abajo la tela de la capa se arremolinaba, formaba caprichosos pliegues como si debajo de ella no continuase su anatomía. Yo esperaba que un nuevo portazo me traería alguna explicación; pero si el portazo se cumplió fue para dejarme ver que ahora la tela encontraba nuevas regiones en donde arremolinarse. O sea, que toda la región que abarca la caja torácica parecía de una elasticidad tan extremada que la tela de la caja podía adoptar los pliegues más insospechados. Quedaba la cabeza, pero la capa comenzaba a caer justamente desde los hombros, o más precisamente desde la base del cuello, y, en verdad, no llovía en aquel instante, había un hermoso sol, y por otra parte, ¿no se estaba bajo un seguro techo? Sin contar que mi vecino iniciaba la séptima vuelta a su habitación, y allí era de todo punto imposible la más remota inclemencia del tiempo. En lo que a mí toca, pensé lógicamente en una octava salida, pero lo cierto es que transcurrió un tiempo más largo que el empleado en todas las anteriores, y no se oía el portazo anunciador. Entonces me lancé furiosamente a la puerta, le di un terrible empujón. Clavados con enormes pernos a la pared se veían las siguientes partes de un cuerpo humano: dos brazos (derecho e izquierdo), dos piernas (derecha e izquierda), la región sacrocoxígea, la región torácica, todo imitando graciosamente a un hombre que está de pie como aguardando una noticia. No pude mirar mucho tiempo, pues se escuchaba la voz de mi vecino que me suplicaba colocar su cabeza en la parte vacía de aquella composición. Complaciéndolo de todo corazón, tomé con delicadeza aquella cabeza por su cuello y la fijé en la pared con uno de esos pernos enormes, justamente encima de la región de los hombros. Y como ya la capa no le sería de ninguna utilidad, me cubrí con ella para salir como un rey por la puerta.
1944

***
Kris Wlodarski
El cambio
(De Cuentos fríos, 1956)

El amigo esperaba a las dos parejas. Iban por fin los amantes a reunirse en su carne, y justo es confesar que el amigo había preparado las cosas con tacto exquisito. Pero exigió, a cambio de la dicha inmensa que les proporcionaba, que todo fuese consumado en la más absoluta tiniebla y en silencio más estricto. Así, llegados a su presencia los amantes, les hizo saber que la última cámara iluminada que contemplarían en el transcurso de su memorable noche carnal era esta que ahora los alumbraba a todos. Entonces, tras las consiguientes protestas de cortesía y las frases de estilo, se pusieron en marcha por una pequeña galería que desemboca frente a lo que el amigo decía eran las inmensas puertas de dos cámaras nupciales.
Ya el trayecto por dicha galería había sido consumado en la más definitiva oscuridad. El amigo, que no tenía necesidad del poder de la luz, les hizo saber que estaban a la entrada del paraíso humano, y que a una señal suya las puertas se abrirían para dejar paso a los eternos amantes hasta ahora separados por las asechanzas del destino.
De pronto, un movimiento de terror hubo de producirse: parece que un golpe de viento levantó rudamente la túnica de las damas, las cuales, aterrorizadas, se apartaron de sus amantes y fueron a estrecharse enloquecidas contra el pecho del amigo, que estaba en el centro de aquel extraño grupo. El amigo, sonriendo levemente, y sin romper la consigna dada, las tomó por las muñecas y, obligándolas a un breve giro, las cambió, de tal suerte, que cada una de ellas fue a quedar en brazos del amante que no le correspondía. Estos, como caballos bien amaestrados, aguardaban, silenciosos y tensos. Pronto el orden quedó restablecido y a una señal del amigo se abrieron las puertas y entraron por ellas los amantes trocados.
Allí, en la cámara carnal, se prodigaron las caricias más refinadas e inauditas. Guardando una gratitud y un respeto amoroso al juramento empeñado, no pronunciaron ni siquiera el comienzo de una letra, pero se le cumplieron en el amor hasta agotar, como se dice, “la copa del placer”. Entretanto, el amigo, en su cámara iluminada, se retorcía de angustia. Pronto saldrían de las otras cámaras los amantes y comprobarían el horrible cambio y su amor quedaría anulado por el hecho insólito que es haberlo realizado con objetos que les eran absolutamente indiferentes.
El amigo se dio a pensar en varios proyectos de restitución; de inmediato deshecho el que consistiría en llevar a las damas a una cámara común para de allí restituirlas, ya trocadas rectamente, a sus respectivos amantes. Solución parcial: por ejemplo, cualquiera de las damas podía caer en sospecha de que algo anormal ocurría en virtud de ese paseo de una cámara oscura a una cámara iluminada. De pronto, sonrió el amigo. Dio una palmada y llegaron al instante dos servidores. Deslizó algunas palabras en sus oídos y estos desaparecieron volviendo poco después armados de un diminuto punzón de oro y unas enormes tijeras de plata. El amigo examinó los instrumentos y acto seguido indicó a los servidores las puertas nupciales. Entraron estos y, tanteando en las tinieblas, se apoderaron de las mujeres y rápidamente les cercenaron la lengua y les sacaron los ojos, haciendo cosa igual con los hombres. Una vez desposeídos de sus lenguas y de sus ojos fueron conducidos a presencia del amigo, quien los esperaba en su cámara iluminada.
Allí les hizo saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran los ojos y les cercenaran la lengua. Al ori tal declaración, los amantes recobraron inmediatamente su expresión de inenarrable felicidad y por gestos dieron a entender al amigo la profunda gratitud que los embargaba.
Así vivieron largos años en una dicha ininterrumpida. Por fin les llegó la hora de la muerte, y, como perfectos amantes que eran, les tocó la misma mortal dolencia y el mismo minuto para morir. Visto lo cual, el amigo sonrió levemente y decidió sepultarlos, restituyendo a cada amante su amada, y, por consiguiente, a cada amada su amante. Así lo hizo, pero como ellos ya nada podían saber, continuaron dichosamente su memorable noche carnal.
1944

***
New Babylon, de Constants
El parque
(De Cuentos fríos, 1956)

Siempre se había discutido con viva pasión si el parque era rectangular o cuadrado. El sabio del pueblo afirmaba que era una de tantas ilusiones ópticas muy frecuentes en toda la tierra; opinión que apoyaba el agrimensor afirmando que cualquier transeúnte que viniera en dirección al parque por su lado norte lo vería rectangular, pero que, asimismo, otro que lo hiciera por su lado este lo vería cuadrado. En el fondo, sólo disputas municipales. Sobre todo, lo que hacía el orgullo de los habitantes de M. era el magnífico piso de granito gris que cubría sus doscientos metros – rectangulares o cuadrados – del parque. Ayudaba a prestarle mayor solemnidad la total ausencia de arbolado. En el centro se levantaba algo así como una columna retorcida. O también podría decirse que aquella masa gris no tenía forma definida o que recordara algún objeto preciso. Se le llamaba humorísticamente el Monumento a los Obreros del Ramo de Marmolería y Piedras de Pavimentación. Se contaba que los obreros encargados de accionar las máquinas pulimentadoras del granito las habían, en la última jornada de trabajo, manejado con tal ardor, con tal devoción ciudadana, que al llegar los cuatro obreros y las cuatro máquinas, desde los cuatro ángulos de la plaza hasta su centro, chocaron para ser inmediatamente cubiertos por una gigantesca columna de granito líquido que resolvió el espinoso problema de orden público de la putrefacción de los cuerpos y el enmohecimiento de las máquinas. Tampoco se advertían bancos.
De pronto y bajo un sol terrible – eran aproximadamente las tres de la tarde – T. avanzó destocado, de izquierda a derecha y de norte a sur. Al llegar al espacio inmediatamente anterior al monumento conmemorativo, vio a D. que, viniendo del oeste, sombreaba un tanto con su cuerpo la mitad derecha de su cara. Un poco más allá las excretas de un perro probaban que el basurero no había pasado todavía. 

1944





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