Los relatos
de Piñera intentan una comprobación simple y a la vez compleja en sus
consecuencias: el hombre está hecho de carne, y manifiestan el peligro de la
ausencia material, de las parte del cuerpo y de las necesidades corporales, como
hambre, dolor físico, falta de vista o cojera.
Antón Arrufat
La Habana, marzo de 1999
CINCO
CUENTOS DE VIRGILIO PIÑERA
Kevlar soul, de Daria Endresen |
Unión
indestructible
(De El que vino a salvarme, 1970)
Nuestro amor va
de mal en peor. Se nos escapa de las manos, de la boca, de los ojos, del
corazón. Ya su pecho no se refugia en el mío y mis piernas no corren a su
encuentro. Hemos caído en lo más terrible que pueda ocurrirles a dos amantes:
nos devolvemos las caras. Ella se ha quitado mi cara y la tira a la cama; yo me
he sacado la suya y la encajo con violencia en el hueco dejado por la mía. Ya
no velaremos más nuestro amor. Será bien triste coger cada uno por su lado.
1957
***
Un
fogonazo
(De Un fogonazo, 1987)
Justamente
frente a la casa de Alberto, al auto de Gladis se le ponchó una goma. Ella tocó
a la puerta para pedirle ayuda. Fue Juan quien abrió, diciéndole: “Pase,
señora”. Pero Gladis no entró. Echó hacia atrás el cuerpo, en instintivo
movimiento de defensa. “¿Alberto no se encuentra? – preguntó. Cerrando el puño
y haciéndolo girar cerca de la oreja, Juan le dio a entender que estaba al
teléfono. Al mismo tiempo, suavemente, repitió-: Pase, señora”.
Al entrar,
Gladis sorprendió a Alberto de rodillas en un confesionario. Escuchaba, atento,
cuanto decía una desconocida, también de rodillas. Alberto vestía de sacerdote,
y la mujer estaba desnuda. La escena resultaba rebuscada en exceso, incluso
cursi, o, si se prefiere, de alocada ingenuidad.
Ante semejante
decorado, Gladis reprimió una carcajada. ¿Sería un juego, o Alberto habría
enloquecido? Sólo demente, un hombre como él cambiaría el aspecto de la sala
hasta el colmo de instalar un confesionario y vestir ropas sacerdotales.
-
Tenga la bondad de sentarse – dijo Juan,
ceremoniosamente -. ¿Quiere una copita de brandy o de menta?
Sin aceptar sus
invitaciones, Gladis se adelantó hacia el confesionario, al mismo tiempo que
preguntaba:
-
¿Se puede saber qué haces ahí?
Rápido como el
rayo, fue Juan quien respondió, con evidente grosería:
-
Confiesa a Marta.
Al escuchar su
nombre, Marta se puso de pie, y, dejando ver una sonrisa encantadora, se
adelantó con la mano extendida:
-
Mucho gusto. Tengo tantos pecados como
las arenas del desierto…
Se inclinó en
una reverencia ceremoniosa, y ocupó de nuevo su sitio en el confesionario.
Gladis pensó,
esta vez, que los tres se divertían. Posiblemente, preparaban una broma para
alguien a punto de llegar. No para ella, por supuesto, que los había
interrumpido. Entonces, sin acordarse del ponche de su goma, decidió ponerse a
tono:
-
Pues yo también quiero confesar mis
pecados.
-
Si yo la autorizo, tendrá que hacerlo
como vino al mundo – advirtió Juan.
Gladis se
arrepintió de su decisión: en la voz del desconocido Juan creyó percibir una
firmeza muy distante de cualquier comicidad. Aunque podía, tras haber agotado
lo humorístico de la situación, regresar a la normalidad y sostener una animada
conversación en serio. Reconfortada por este razonamiento, dijo:
-
A usted me encomiendo. Es cierto que no
nos han presentado; Alberto pone el alma en el desempeño de su ministerio, y
parece que ni siquiera me ha visto entrar, pero ya somos como viejos amigos. Me
expondría desnuda con tal de poder confesar mis pecados, mortales por
necesidad. Además…
Pero Juan la
interrumpió con brusquedad:
-
No es usted quien debe calificar sus
pecados – y señaló una silla -: Siéntese, y no vuelva a abrir la boca.
Para broma, ya
era demasiado. Ofendida, Gladis inició una débil protesta. Ignoraba que,
precisamente, no le sería permitida protesta alguna, por débil que fuera. Y
obtuvo la evidencia cuando Juan, pasando de golpe del comedimiento formal a la
más ultrajante brutalidad, la sentó en la silla y procedió a amordazarla con un
pañuelo que, semejante a un mago, había sacado del bolsillo de su frac.
Sumida en
abismos, pasó sin transición de la extrema seguridad a la inseguridad extrema.
Hasta este instante – eran las seis de la tarde -, su día se había deslizado armoniosamente.
Gladis hacía todo lo posible porque su existencia transcurriera placentera, sin
conflictos dramáticos. Levantada a las nueve, desayunaba media toronja y unas
tostadas secas; a las diez, recibía a su masajista; de once a una, leía; tomaba
después un baño, almorzaba, dormía una siesta, y dispuesta para el trote, hacía
visitas, jugaba al bridge, se iba al
cine o a un baile, cosas todas que, desde su punto de vista, constituían el
encanto de la vida.
-
Usted se lo ha buscado – oyó decir a
Juan con inflexión irritada -. También Marta se lo buscó. Tan pronto conozco a
alguien, le pregunto qué no haría a ningún precio. Se lo pregunté a Marta, y me
respondió que odiaba la confesión y el desnudo. Su confesión será inacabable, y
la hará siempre desnuda. Tendrá que inventar pecados, veniales y mortales. En
cambio, usted, a quien le encanta confesarse y estar desnuda, estará vestida, y
la mordaza la hará callar.
Mientras lo
escuchaba, a Gladis le parecía hallarse bajo los efectos de una pesadilla. Si
despertara, se iba a reír de lo lindo. Para ella, en la vida real, no podían
suceder tales cosas. ¿Qué sentido tenían el confesionario, el hábito de
Alberto, la desnudez de Marta, aquél tipo vestido de frac, que hablaba de una
manera extraña en un criado? ¿No era un criado, un mayordomo? Llegada a este
punto, sin respuestas, se evadió, desarrollando in mente un programa para la noche. Calculó que el arreglo de su
auto llevaría, a lo sumo, una hora. A las siete estaría en la conferencia de
dietética del eminente profesor Brown; pasaría a las ocho por el hospital de
Maternidad: Adela acababa de tener un hijo; a las nueve se reuniría en un
restorán con su amante; irían a las once al estreno de un filme, y terminarían
la jornada en una boîte. Después, a
dormir el sueño de los justos.
Naturalmente, un
programa tan ameno constituía una aproximación, de acuerdo con el sentir de
Gladis, al inalcanzable paraíso que todo ser humano espera disfrutar en la
tierra. En cambio, la sumían de golpe en el infierno. Y en éste, por el
momento, condenada a estar amordazada y a merced de un vesánico.
Tal pensamiento
la devolvió a la realidad, y otra vez el terror se apoderó de ella.
Desorbitados, sus ojos iban de Juan a Alberto y a Marta. ¿En qué pararía la
situación en que se hallaba atrapada? ¿Duraría una hora, cuatro, diez, o se prolongaría
acaso por días, meses, años? Y sobre todo: ¿cuál sería el desenlace? ¿La
muerte, rápida y brutal? ¿O lenta, e igualmente brutal? Juan, como adivinando
sus pensamientos, le quitó la mordaza. Ella quedó más enmudecida, y él se
encaminó a la habitación contigua. Volvió al instante con unas disciplinas, que
empuñaba en la mano derecha. Ordenó a Marta y a Alberto suspender la confesión,
que ella se vistiera, y que Alberto cambiara sus ropas sacerdotales por un
traje. Mientras se vestían, obedientes, sirvió cuatro copas de oporto, las puso
sobre una mesa y se dirigió a Gladis:
-
Hable hasta que, asqueada de las
palabras, me pida la mordaza.
Y la agitó ante
sus ojos espantados.
A Gladis, la
perspectiva de verse obligada a hablar durante un tiempo indefinido, en una
situación sin escapatoria, le causaba una desazón infinita. Atropelladamente,
como si las palabras, dichas con temor, se deformaran, exclamó, poniéndose de
pie:
-
Mi madre agoniza en el hospital.
Avisaron por teléfono a mi casa. Señor, déjeme ir.
Con una calma
espantosa, Juan ordenó:
-
Siéntese.
Y dijo, tras
degustar con delectación el oporto:
-
No sé si ignora que hay dos mundos: el
que circunda esta casa y el de la casa misma. La comunicación entre ambos está
cortada. Olvídese del mundo exterior y concéntrese en éste.
-
Pero mi madre…- gritó, posesionada de su
mentira.
-
Si su madre estuviera entre nosotros,
sería el primero en prodigarle solícitos cuidados. Desgraciadamente, se
encuentra en la otra parte del mundo que ya he mencionado.
En ese momento reaparecieron
vestidos Marta y Alberto. Juan les indicó que tomaran asiento:
-
Como corresponde a personas bien
educadas, vamos a presentarnos.
Semejantes a
actores en un escenario, los cuerpos se inclinaron ceremoniosamente. Entonces,
Juan, mostrando una encantadora naturalidad, unida a una insigne perfidia,
exclamó:
-
A conversar largo y tendido.
Por estar
posesionada de su mentira, por la angustia que la devoraba, Gladis protestó:
-
Señor, mi madre se muere.
Decididamente,
no se acomodaba a la nueva situación. Si hubiera tenido dos cuerpos, habría
dejado uno en la casa de Alberto para ir con el otro en busca de su mundo
cotidiano.
A manera de
advertencia, Juan agitó las disciplinas, diciéndole:
-
No vuelva a mencionar a su madre.
Nuestra comunidad no se interesa por ella ¿En tendido? Y ahora, entremos en
materia. Yo la empezaré, y ustedes la continuarán. Como nuestro objetivo es la
narración, haremos caso omiso de todo encadenamiento lógico. Advierto que
cualquier falta en la exposición les valdrá unos cuanto azotes con estas
disciplinas.
-
Carezco por completo del don de la
invención – dijo Marta.
-
Lo mismo me pasa – opinó Gladis.
-
Nunca se me ha ocurrido contar una
historia – aclaró Alberto.
-
¡Qué más da! – exclamó Juan, mostrando
un gran desprecio – Inventen sin pies ni cabeza. El modo de conseguirlo es
hablar sin parar.
Los cautivos se
miraron con estupor infinito. Ninguno tenía deseos de contar nada. Comenzada la
narración, se sentían tan vacíos como el vacío absoluto.
-
En el siglo pasado - comenzó Juan -,
exactamente en 1860, el gran explorador inglés Cook descubrió, en lo más
intrincado de la selva africana, en la región del río Zambeze, una ciudad que
era la réplica exacta de Londres. Y como para un inglés no existe otro Londres
que el de Inglaterra, dio por seguro que su viaje había concluido. Después de
quitarse el polvo del camino, fue a presentarle sus respetos a la reina
Victoria…
Aquí interrumpió
su relato, e hizo señas a Gladis de que lo continuase. Ésta, sin poderlo
evitar, lanzó una carcajada estridente:
-
A mí me sacan del pastel – exclamó.
Un golpe de
correas en plena cara fue la respuesta de Juan.
-
Por favor – dijo Alberto -, obedece al
señor.
Ella se sintió
definitivamente perdida, su bella cara inundada en lágrimas. No se encontraba
en un salón jugando al bridge, rodeada
por las seguridades previstas para una dama del gran mundo. Por el contrario,
algo extraño irrumpía en éste, y cambiaba su encantador mundo por otro nefasto.
Juan, y no ella, era el dueño de sus actos. Y, precisamente, cuando Juan le
alargó un pañuelo con que secar sus lágrimas, la asaltó el horrible pensamiento
de que esta encerrona podía eternizarse. Conocía el momento de su inicio, pero
ignoraba el final.
-
Esperamos por usted – y Juan agitaba las
disciplinas.
Por simple
instinto de conservación, y por las miradas implorantes de Alberto – sin duda
él temía represalias más sangrientas -, Gladis, con enorme esfuerzo, continuó
el relato:
-
La reina recibió al explorador en
audiencia privada y le dijo: Sir Cook, lo nombro jefe de la expedición de
rescate de tres infortunados que están a merced de un vesánico en la ciudad de
X.
Se calló,
arrepentida de su audacia. Esperaba un nuevo correazo. Para su sorpresa, Juan,
aprobando con la cabeza, instó a Alberto a proseguir la narración:
-
Habiendo llegado sir Cook al apartamento
en que se encontraban los cautivos – prosiguió Alberto -, oyó que hablaban de
él. Entonces preguntó: “¿Me conocen?” Y ellos dijeron a coro: “¡Cómo no vamos a
conocer al celebérrimo sir Cook!”.
Juan, sin poder
contenerse, exclamó:
-
Bien dicho. El eco de las hazañas de sir
Cook resuena por el orbe entero.
A una señal
suya, Marta continuó, con voz temblorosa:
-
Sé que ustedes – dijo sir Cook – están
cautivos de un vesánico llamado Juan, al que desde este momento declaro prisionero
de nuestra ilustre soberana. En cuanto a ustedes, quedan en libertad.
Al conjuro de
esta palabra, y por un instante ilusorio, los tres cautivos se creyeron
devueltos al mundo gracias al poder de la ficción. Pero Juan, soplando con
fuerza sobre tal castillo de naipes, disipó al punto la falsa creencia:
-
¡Ah, pobre sir Cook con sus engañosas
promesas! … Por más que quiera, no está en su mano libertarlos. Si mi placer es
tenerlos cautivos, el tema de la libertad sobra en esta velada.
Alberto, entonces,
se atrevió a preguntar:
-
¿Qué va a ser de nosotros?
Juan se encogió
de hombros, y respondió con gran comedimiento:
-
Ni yo mismo lo sé. Sospecho que todo irá
surgiendo de la misma situación en la que están atrapados.
Alberto osó
interrumpirlo:
-
Al fin lo reconoce: atrapados.
-
No me queda otro remedio. Para hacer lo
que me gusta, es necesario que hagan lo que les disgusta. Lástima; mis
designios están en desacuerdo con los suyos.
Ante afirmación
tan categórica, sobraban toda pregunta y toda imploración de clemencia. Los
cautivos se abismaron en sus pensamientos, y Juan, en sus maquinaciones.
Sentados en estatuaria inmovilidad, con copas entre las manos, parecían salidos
de una instantánea. En consonancia con tal atmósfera, el silencio habló por
espacio de unos minutos en su intraducible lenguaje. Un timbrazo lo redujo a
polvo. Juan se puso de pie y exclamó, con la voz tronante de un actor durante
una tirada trágica:
-
¡El fotógrafo viene a inmortalizarnos!
En efecto – y de
acuerdo con la organización que parecía regir los acontecimientos de aquella
casa -: era un fotógrafo. Sin cambiar un saludo con Juan – quien tampoco lo
saludó -, ni con los cautivos, se limitó a armar su cámara, provista de un
trípode. Miró con ojo profesional la estancia; con su fotómetro midió la
intensidad de la luz, lo acercó al grupo y, por último, furtivamente, lo
devolvió a su bolsillo. La minuciosa operación duró casi media hora.
Estas morosas
precauciones del fotógrafo y su teatralidad – que se emparejaba con la de Juan
– crearon una expectación mortal en los cautivos. Parecían anunciar su
inminente salida del mundo de los vivos: semejaban el objetivo de una operación
sobrehumana.
Y como, para el
hombre común, lo inexplicable aparece siempre bajo el aspecto de lo
catastrófico, los cautivos tuvieron por primera vez clara ciencia de que una
catástrofe se cernía sobre sus vidas. Un miedo indescriptible se apoderó de
ellos, pero ninguno se atrevió a decir palabra. El fotógrafo iba a accionar por
fin el disparador, cuando Juan lo detuvo, y gritó con violencia:
-
¡Sonrían!
Una mueca se
reflejó en la cara de cada uno de los futuros fotografiados.
-
Así no – pidió Juan, recobrando el
aplomo -. Hagan como si estuviesen en el mejor de los mundos posibles.
Recuerden: la posteridad los juzgará por esta sonrisa. De modo que llénense,
amigos, de felicidad. El tiempo apremia.
Los tres
presintieron que ésta sería su última orden. Gracias a esa facultad de la
hipocresía, que tan útil les pareció en semejante momento, sus caras se fueron
iluminando poco a poco, hasta alcanzar las copias fieles de tres maravillosas
sonrisas.
-
Así está bien – admitió Juan suavemente,
e hizo una señal al fotógrafo. Con lentitud de especialista, éste hizo accionar
la máquina, que a ellos se les antojaba infernal. Una vez cumplida la
ceremonia, recogió cautelosamente sus implementos y desapareció, tan silencioso
como había llegado.
Esto era lo que
Juan esperaba. Con satisfacción evidente, amontonó en un rincón todos los
muebles y objetos de la sala. El escenario de su espectáculo adquirió un
aspecto deplorable, pero bien sabía él que esto formaba parte del programa. Por
último, tomó uno por uno los cuerpos rígidos de los cautivos y los depositó
sobre la montaña de escombros. Antes de marcharse, los miró con tristeza:
-
Un poco rebeldes. La próxima vez me
costará menos trabajo.
1975
***
Las
partes
(De Cuentos fríos, 1956)
Al abrir
la puerta de mi cuarto vi que mi vecino estaba de pie en la puerta del suyo.
Como el corredor que separaba nuestras habitaciones respectivas era de grandes
proporciones, no pude precisar a la primera ojeada en qué consistía el objeto
que le cubría, desde los hombros, todo el cuerpo. Una indagación más minuciosa
me hizo ver una larga capa de magníficos pliegues. Pero lo que me chocó fue
precisamente esa parte de su cuerpo que correspondía a su brazo izquierdo: en
aquella región, la tela de la capa se hundía visiblemente y establecía una
ostensible diferencia con la otra, es decir, con la región de su brazo derecho,
aunque debo confesar que la causa no era como para pedirle explicaciones.
Tampoco hubiera podido hacerlo, pues mi vecino ya trasponía la puerta de su
habitación imprimiendo un elegante movimiento a los últimos pliegues de la cola
de su capa. Por mi parte, empecé a cavilar sobre aquella hendidura en la región
del hombro izquierdo, pero no pude avanzar gran cosa en mis pensamientos; otra
vez salía mi vecino envuelto en su gran capa. Miré rápidamente su hombro
izquierdo, y en seguida, como es natural, el derecho. También ahora se hundía
allí visiblemente la tela.
Esta vez
mi vecino no me concedió el lujo de sorprenderme: un portazo me advirtió que de
nuevo había desaparecido. O, mejor dicho, que aparecía otra vez; de pie, como
siempre, pero un tanto envarado en la parte donde la pierna derecha se articula
a la cadera; también allí la tela de la capa formaba un profundo seno. Un nuevo
portazo me anunció una nueva salida: en efecto, iniciaba la cuarta. La única
diferencia con la anterior venía a radicar en el punto de elasticidad, es
decir, que la capa, de las caderas hacia arriba, descontando aquellas
pronunciadas hendiduras de los brazos, contorneaba asombrosamente toda la
anatomía de mi vecino; pero, en cambio, de las caderas hacia abajo la tela de
la capa se arremolinaba, formaba caprichosos pliegues como si debajo de ella no
continuase su anatomía. Yo esperaba que un nuevo portazo me traería alguna
explicación; pero si el portazo se cumplió fue para dejarme ver que ahora la
tela encontraba nuevas regiones en donde arremolinarse. O sea, que toda la
región que abarca la caja torácica parecía de una elasticidad tan extremada que
la tela de la caja podía adoptar los pliegues más insospechados. Quedaba la
cabeza, pero la capa comenzaba a caer justamente desde los hombros, o más
precisamente desde la base del cuello, y, en verdad, no llovía en aquel
instante, había un hermoso sol, y por otra parte, ¿no se estaba bajo un seguro
techo? Sin contar que mi vecino iniciaba la séptima vuelta a su habitación, y
allí era de todo punto imposible la más remota inclemencia del tiempo. En lo
que a mí toca, pensé lógicamente en una octava salida, pero lo cierto es que
transcurrió un tiempo más largo que el empleado en todas las anteriores, y no
se oía el portazo anunciador. Entonces me lancé furiosamente a la puerta, le di
un terrible empujón. Clavados con enormes pernos a la pared se veían las
siguientes partes de un cuerpo humano: dos brazos (derecho e izquierdo), dos
piernas (derecha e izquierda), la región sacrocoxígea, la región torácica, todo
imitando graciosamente a un hombre que está de pie como aguardando una noticia.
No pude mirar mucho tiempo, pues se escuchaba la voz de mi vecino que me
suplicaba colocar su cabeza en la parte vacía de aquella composición.
Complaciéndolo de todo corazón, tomé con delicadeza aquella cabeza por su
cuello y la fijé en la pared con uno de esos pernos enormes, justamente encima
de la región de los hombros. Y como ya la capa no le sería de ninguna utilidad,
me cubrí con ella para salir como un rey por la puerta.
1944
***
El
cambio
(De Cuentos fríos, 1956)
El amigo
esperaba a las dos parejas. Iban por fin los amantes a reunirse en su carne, y
justo es confesar que el amigo había preparado las cosas con tacto exquisito. Pero
exigió, a cambio de la dicha inmensa que les proporcionaba, que todo fuese
consumado en la más absoluta tiniebla y en silencio más estricto. Así, llegados
a su presencia los amantes, les hizo saber que la última cámara iluminada que
contemplarían en el transcurso de su memorable noche carnal era esta que ahora
los alumbraba a todos. Entonces, tras las consiguientes protestas de cortesía y
las frases de estilo, se pusieron en marcha por una pequeña galería que
desemboca frente a lo que el amigo decía eran las inmensas puertas de dos
cámaras nupciales.
Ya el trayecto
por dicha galería había sido consumado en la más definitiva oscuridad. El
amigo, que no tenía necesidad del poder de la luz, les hizo saber que estaban a
la entrada del paraíso humano, y que a una señal suya las puertas se abrirían
para dejar paso a los eternos amantes hasta ahora separados por las asechanzas
del destino.
De pronto, un
movimiento de terror hubo de producirse: parece que un golpe de viento levantó
rudamente la túnica de las damas, las cuales, aterrorizadas, se apartaron de
sus amantes y fueron a estrecharse enloquecidas contra el pecho del amigo, que
estaba en el centro de aquel extraño grupo. El amigo, sonriendo levemente, y
sin romper la consigna dada, las tomó por las muñecas y, obligándolas a un
breve giro, las cambió, de tal suerte, que cada una de ellas fue a quedar en
brazos del amante que no le correspondía. Estos, como caballos bien
amaestrados, aguardaban, silenciosos y tensos. Pronto el orden quedó
restablecido y a una señal del amigo se abrieron las puertas y entraron por
ellas los amantes trocados.
Allí, en la
cámara carnal, se prodigaron las caricias más refinadas e inauditas. Guardando
una gratitud y un respeto amoroso al juramento empeñado, no pronunciaron ni
siquiera el comienzo de una letra, pero se le cumplieron en el amor hasta
agotar, como se dice, “la copa del placer”. Entretanto, el amigo, en su cámara
iluminada, se retorcía de angustia. Pronto saldrían de las otras cámaras los
amantes y comprobarían el horrible cambio y su amor quedaría anulado por el
hecho insólito que es haberlo realizado con objetos que les eran absolutamente
indiferentes.
El amigo se dio
a pensar en varios proyectos de restitución; de inmediato deshecho el que
consistiría en llevar a las damas a una cámara común para de allí restituirlas,
ya trocadas rectamente, a sus respectivos amantes. Solución parcial: por
ejemplo, cualquiera de las damas podía caer en sospecha de que algo anormal
ocurría en virtud de ese paseo de una cámara oscura a una cámara iluminada. De
pronto, sonrió el amigo. Dio una palmada y llegaron al instante dos servidores.
Deslizó algunas palabras en sus oídos y estos desaparecieron volviendo poco
después armados de un diminuto punzón de oro y unas enormes tijeras de plata.
El amigo examinó los instrumentos y acto seguido indicó a los servidores las puertas
nupciales. Entraron estos y, tanteando en las tinieblas, se apoderaron de las
mujeres y rápidamente les cercenaron la lengua y les sacaron los ojos, haciendo
cosa igual con los hombres. Una vez desposeídos de sus lenguas y de sus ojos
fueron conducidos a presencia del amigo, quien los esperaba en su cámara
iluminada.
Allí les hizo
saber que, deseando prolongar para ellos aquella memorable noche carnal, había
ordenado que dos de sus criados, armados de punzones y tijeras, les vaciaran
los ojos y les cercenaran la lengua. Al ori tal declaración, los amantes
recobraron inmediatamente su expresión de inenarrable felicidad y por gestos
dieron a entender al amigo la profunda gratitud que los embargaba.
Así vivieron
largos años en una dicha ininterrumpida. Por fin les llegó la hora de la
muerte, y, como perfectos amantes que eran, les tocó la misma mortal dolencia y
el mismo minuto para morir. Visto lo cual, el amigo sonrió levemente y decidió
sepultarlos, restituyendo a cada amante su amada, y, por consiguiente, a cada
amada su amante. Así lo hizo, pero como ellos ya nada podían saber, continuaron
dichosamente su memorable noche carnal.
1944
***
El
parque
(De Cuentos
fríos, 1956)
Siempre se había
discutido con viva pasión si el parque era rectangular o cuadrado. El sabio del
pueblo afirmaba que era una de tantas ilusiones ópticas muy frecuentes en toda
la tierra; opinión que apoyaba el agrimensor afirmando que cualquier transeúnte
que viniera en dirección al parque por su lado norte lo vería rectangular, pero
que, asimismo, otro que lo hiciera por su lado este lo vería cuadrado. En el
fondo, sólo disputas municipales. Sobre todo, lo que hacía el orgullo de los
habitantes de M. era el magnífico piso de granito gris que cubría sus
doscientos metros – rectangulares o cuadrados – del parque. Ayudaba a prestarle
mayor solemnidad la total ausencia de arbolado. En el centro se levantaba algo
así como una columna retorcida. O también podría decirse que aquella masa gris
no tenía forma definida o que recordara algún objeto preciso. Se le llamaba
humorísticamente el Monumento a los Obreros del Ramo de Marmolería y Piedras de
Pavimentación. Se contaba que los obreros encargados de accionar las máquinas
pulimentadoras del granito las habían, en la última jornada de trabajo, manejado
con tal ardor, con tal devoción ciudadana, que al llegar los cuatro obreros y
las cuatro máquinas, desde los cuatro ángulos de la plaza hasta su centro,
chocaron para ser inmediatamente cubiertos por una gigantesca columna de
granito líquido que resolvió el espinoso problema de orden público de la
putrefacción de los cuerpos y el enmohecimiento de las máquinas. Tampoco se
advertían bancos.
De pronto y bajo
un sol terrible – eran aproximadamente las tres de la tarde – T. avanzó
destocado, de izquierda a derecha y de norte a sur. Al llegar al espacio
inmediatamente anterior al monumento conmemorativo, vio a D. que, viniendo del
oeste, sombreaba un tanto con su cuerpo la mitad derecha de su cara. Un poco
más allá las excretas de un perro probaban que el basurero no había pasado
todavía.
1944
No hay comentarios:
Publicar un comentario