Impenetrable en el paisaje, Eugenio Espinoza, 1972. |
A Eugenio
Lo indudable para el escritor es que la
verdadera realidad con que se enfrenta
es la realidad del lenguaje
Guillermo Sucre
Cuando la conocí se llamaba Gabriela. Esa tarde yo esperaba, sentado en el suelo de la galería, que Ana llegara con mi medicina. Gracias a mi asma, a ese silbido encajado en mi pecho que me tenía aferrado al piso, no pude repetir su nombre cuando dijo Gabriela, cosa que acostumbro a hacer cada vez que alguien se me presenta para recordarlo después. No lo hago con todos, es cierto, sólo lo hago cuando intuyo que ese nuevo nombre, nuevo rostro, nueva voz, llegará a ser parte de mi vida de alguna manera, sea cual sea. Repetirlos en voz alta, hace que mi memoria retenga mucho mejor los nombres al imaginármelos, letra por letra, tatuados en sus frente.
Ella estaba en la librería buscando un libro de Carver. Alcancé a escuchar el título mientras la encargada le informaba que hace tiempo no lo tenían, que ya lo habían pedido y que no esperaba que llegara pronto. Ella comentó su urgencia de encontrarlo, cosa que supe debía aprovechar para llamar su atención y decirle que yo lo tenía, que iba a estar en la ciudad unos días más y que podía prestárselo mientras conseguía el suyo. Ni siquiera la falta de aire, la opresión en mi pecho y el obstinado silbido que no cesa, pudieron evitar que ella me hiciera olvidar mi propio cuerpo mientras la veía, que lo dejara olvidado en el suelo, quejándose, reclamando mi atención, mientras yo la seguía con la vista desde el mismo momento en que entró a la galería.
Aunque el turista era yo, ella era la que se movía con esa lentitud propia del extranjero, aquél que mira cada cosa con el rigor y la minuciosidad del que le sobra tiempo. Antes de preguntar por el título que buscaba, pasó mucho rato ojeando libros, leyendo sus tapas, los índices quizá, y una que otra página escogida al azar. Hasta ese momento, nunca había pensado en cómo es posible distinguir a un buen lector sólo con verlo moverse dentro de una librería. Obviamente éste – el buen lector – sabe con certeza el estante donde se quedará la mayor parte del tiempo, no se le ve perdido ni mirando todo a su alrededor como si estuviera buscando a la señorita que atiende. Pareciera que el entorno no sucediera ante él, detrás de él, al lado de él; pareciera que los niños corriendo, las conversaciones ajenas o las señoras preguntando por libros de cocina, alcanzaran cierta disolvencia hasta el punto de no ser advertidos. Así se movía Gabriela, como si estuviera sola en la biblioteca de su casa. Los buenos lectores – como ella - se inclinan sólo por ciertas editoriales, revisan los índices, se interesan por los autores de los prólogos, por los traductores, buscan en los epígrafes palabras convincentes, decisivas, epifanías que los ayuden en su elección. De esto me di cuenta al verla durante varios minutos, al detallar sus movimientos, su manera de examinar cada libro, en la que incluso comprobaba el tipo de papel manoseando algunas páginas con la punta de sus dedos. Todos detalles que aún permanecen intactos en mi memoria, aquel largo preámbulo para llegar al libro que la había llevado ese día a la librería.
Ella estaba en la librería buscando un libro de Carver. Alcancé a escuchar el título mientras la encargada le informaba que hace tiempo no lo tenían, que ya lo habían pedido y que no esperaba que llegara pronto. Ella comentó su urgencia de encontrarlo, cosa que supe debía aprovechar para llamar su atención y decirle que yo lo tenía, que iba a estar en la ciudad unos días más y que podía prestárselo mientras conseguía el suyo. Ni siquiera la falta de aire, la opresión en mi pecho y el obstinado silbido que no cesa, pudieron evitar que ella me hiciera olvidar mi propio cuerpo mientras la veía, que lo dejara olvidado en el suelo, quejándose, reclamando mi atención, mientras yo la seguía con la vista desde el mismo momento en que entró a la galería.
Aunque el turista era yo, ella era la que se movía con esa lentitud propia del extranjero, aquél que mira cada cosa con el rigor y la minuciosidad del que le sobra tiempo. Antes de preguntar por el título que buscaba, pasó mucho rato ojeando libros, leyendo sus tapas, los índices quizá, y una que otra página escogida al azar. Hasta ese momento, nunca había pensado en cómo es posible distinguir a un buen lector sólo con verlo moverse dentro de una librería. Obviamente éste – el buen lector – sabe con certeza el estante donde se quedará la mayor parte del tiempo, no se le ve perdido ni mirando todo a su alrededor como si estuviera buscando a la señorita que atiende. Pareciera que el entorno no sucediera ante él, detrás de él, al lado de él; pareciera que los niños corriendo, las conversaciones ajenas o las señoras preguntando por libros de cocina, alcanzaran cierta disolvencia hasta el punto de no ser advertidos. Así se movía Gabriela, como si estuviera sola en la biblioteca de su casa. Los buenos lectores – como ella - se inclinan sólo por ciertas editoriales, revisan los índices, se interesan por los autores de los prólogos, por los traductores, buscan en los epígrafes palabras convincentes, decisivas, epifanías que los ayuden en su elección. De esto me di cuenta al verla durante varios minutos, al detallar sus movimientos, su manera de examinar cada libro, en la que incluso comprobaba el tipo de papel manoseando algunas páginas con la punta de sus dedos. Todos detalles que aún permanecen intactos en mi memoria, aquel largo preámbulo para llegar al libro que la había llevado ese día a la librería.
Así que, finalmente, luego de varios minutos preguntó por “Si me necesitas, llámame”, como si en el fondo no existiera esa urgencia por encontrarlo, como si todo el tiempo ocupado revisando cada libro fuera un fin en sí mismo, y no un medio para llegar a Carver. El libro buscado sería entonces la excusa para ese extraño placer de revisar estantes, tantear hojas, títulos y sumarios; como esas adolescentes que van de tienda en tienda probándose vestidos, sabiendo en el fondo que nada van a comprar. Quizá Gabriela quería verse los libros puestos, saber cómo le quedaban, medírselos por el solo placer de ver la conducta de sus manos al examinar cada uno de ellos.
Tuve entonces mucho tiempo para detallarla, olvidando que mis ojos también pertenecían a un cuerpo asmático que, seguramente, jadeaba para llamar mi atención. Desde ese momento comencé a tener esta opaca, un tanto vidriosa, sensación de que ella – de alguna manera – podía contener mis ataques, aliviarlos, o por lo menos hacer que éstos desaparecieran momentáneamente de mi pensamiento, que es, al fin y al cabo, una manera de curarlos.
Veía su cabello línea por línea, hilo por hilo, tanto que en algún momento pensé que podía contarlos. Mi penosa respiración había emigrado a otro lugar de mi cuerpo donde pienso deben estar las ideas olvidadas o poco importantes, donde éstas se hacen inofensivas, donde se desarman o desajustan, donde se vuelven inocuas. Y al pensar en esto, de repente me sentí sólo ojos, ojos que miran, ojos sin cuerpo, ojos que no necesitan respirar para ver. Un cabello oscuro, casi negro, cuyo fin llegaba un poco más abajo de sus hombros, pero que en contraste con algunos encuentros con una luz que entraba por la ventana, dejaba ver tonalidades como de almíbar, como de arrope, exacto al color de sus ojos, semejantes a un frasco de vidrio lleno de miel que es atravesado por la luz del sol. Su piel morena, libre de marcas, la hacía parecer como de niña. La imaginé sumergida en una bañera cubierta de algún líquido cremoso, espeso, como si un ritual secreto que le hiciera llevar esa piel tan ligera, tan límpida, como si nada pesara, como si se la vistiera todos los días antes de salir. Una piel sin usar, estrenada a diario, como si fuera posible una tela sin poros, sin tejido.
La pierdo de vista unos segundos. Ya no estaba en el área de libros ni en ninguna parte de la galería. Supongo que iría al baño pues no la había visto salir. Y de nuevo vuelvo a mi pecho que protesta, que reclama mi olvido, que abuchea mientras mi pecho se agita espasmódicamente, donde los labios y garganta parece que dijeran ja repetidas veces, donde el aire va siempre en la misma dirección, expulsando jas desde mi estómago, ¿quién sería el que anunció el ja como el sonido de la risa?, expulsando, expulsando, aire que nunca se libera, que no sale del cuerpo, de la garganta, a una velocidad que hacía desaparecer sus vocales en los momentos más agudos, una carrera de jotas, de eses, de consonantes impronunciables, oclusiva tras oclusiva, una tras otra, sin pausas, lenguaje de asmáticos, no lenguaje, jadeo, ahogo, vocal expulsada, lanzada lejos, proscrita, descuerpada, así, como ella, como Gabriela que no regresa, que se tarda tanto, que ya lleva mucho tiempo en el baño, que no vuelve su cabello a veces miel, sus ojos siempre miel, sus cabellos y ojos que necesito volver a ver, pronto, rápido, garganta, garganta seca, garganta como de lija, garganta junta, ja hacia adentro, desde adentro, Gabriela, cabellos y ojos que espero, que no saben que los espero, espero, que espero para que traigan de nuevo mis vocales, cabellos y ojos que no me han visto aún, que no saben que existo, existo, que no han mirado a esta esquina del suelo, del suelo donde todavía estoy, suelo, donde espero a Ana, Ana que traerá mi inhalador, inhalador para seguir pintando, suelo donde me reprocho mi oficio, pintando, donde confirmo mi terquedad de luchar con el olor a pintura, pintura, donde termino en esta esquina, esquina donde finalmente puedo verla de nuevo, Gabriela salió del baño. Exhalación. Vuelta de vocales. Alivio. Aliento.
No quise perderla de nuevo, por lo menos no hasta que Ana llegara. Así que levanté mi mano para que pudiera verme, ella advirtió mi llamado y se acercó. Lo primero que hizo fue notar mi dificultad para respirar. Se notó – o fingió hacerlo – preocupada. Le dije que ya me estaba pasando, que pronto traerían mi medicina. Luego se presentó, Gabriela. Escribí Gabriela en su frente de inmediato. Octavio, dije. Me gustó imaginármela imaginando mi nombre. Le comenté que en este momento su nombre me era complicado de pronunciar. Ella sonrió como creyendo que mentía. Quizá sí mentía. Pero, de alguna manera, mi falta de aire, mi glotis casi cerrada, sí hacían casi impronunciable esa secuencia de sonidos. Gabriela era un Grabiela, Gabriela era de entrada un cierre de glotis, Gabriela era una clausura de labios, un difícil movimiento de lengua, un resoplo en la última sílaba, una última sílaba con la boca completamente abierta y el aire pasando sin reservas, como si esta última fuera un regalo, una suerte de premio para quien fue capaz de haber pronunciado todo lo anterior. Repito, ella pareció entender. Luego de unos minutos le ofrecí mi libro en préstamo, aunque en el fondo supiera que ya se lo había regalado. Como extraña coincidencia, éste era uno de los pocos libros que había dejado aquí en Venezuela.
En ese momento, Ana llegó con mi medicina. Se conocían, pues Gabriela iba regularmente a la galería a ver algunas exposiciones y a comprar uno que otro libro. Al ser presentados formalmente por Ana yo supe que ella era escritora, y ella supo que yo era el artista que expondría esa semana. Luego los detalles necesarios. Le conté que había nacido aquí en Caracas, pero que desde hacía cinco años vivía en Ciudad de México, mala elección para un asmático, comentó ella regalándome otro descubrimiento, su sonrisa. Una sonrisa de lado, como si le sonriera a un niño. Como si no bastase con sus ojos miel, tenía también unas largas pestañas que le hacían ver los ojos más grandes, aunque en realidad los tuviera pequeños y ligeramente achinados.
Ella fue al día siguiente a buscar el libro prometido, me sonrió – de lado, como a un niño – con un agradecimiento que terminó en cena, y los siguientes diez desayunos del resto de los días que pasé en Caracas. A partir de ahí, me acompañó a diario en la galería mientras yo trabajaba. Salíamos a almorzar, me preguntaba sobre mis obras, yo hacía lo mismo con sus textos. Una tarde, tomándonos un café en la galería, me leyó varios de sus cuentos. No había grandes historias, de hecho ninguno logró atraparme por completo, quizá porque todavía era muy joven, mucho más joven que yo. Daban la sensación de que aún no estaban terminados, como si luego de la última palabra estuviera una coma. Muchas frases se tambaleaban, cojeaban, vacilaban como quien dice algo sin convicción, como si mintiera. Nunca pude decirle lo que realmente opinaba de sus cuentos, no había razón para hacerlo, lo que importaba era que ella disfrutaba leyéndomelos, y yo disfrutaba que lo hiciera, aunque fuera sólo para ver cómo su boca pronunciaba cada palabra, cómo le daba entonación o énfasis a ciertas frases. Me gustaba esa voz afiebrada, como de cobija y antigripal, que leía para mí. Quizá disfrutaba esas lecturas más por escuchar su voz y por saber que leía sólo para mí, únicamente para que yo la escuchara.
Fue en una de esas lecturas, intercaladas con extensas conversaciones, donde me atreví a pedirle que cambiara su nombre sólo para mí. Gabriela no es un nombre tan complicado de pronunciar, pero para una persona que ha intentado toda su vida dominar la respiración, resultaba un tanto sofocante. No es un nombre para asmáticos. Ella lo tomó como una complicidad – cosa que también era cierta - y dejó que yo escogiera su nuevo nombre. Mi capricho resultó estar bien argumentado. Necesitaba un nombre para mis pulmones y garganta, no tanto para pensarla verbalmente, pues Gabriela ya sonaba en mí como acorde, como eufonía bien alimentada, como amarillo derramado sobre pasto, como el sonido que deben hacer las nubes al chocar.
Yo sólo sabía en la práctica los sonidos que resultarían complicados para mi asma, ella en cambio conocía la teoría y, entre los dos, comenzamos a jugar con los sonidos que pudieran formar ese nuevo nombre para mi salud. Un nombre para mi salud, qué bien lo había dicho Gabriela. Así era ella, siempre tenía las palabras justas para nombrar las cosas, para decirlo todo como si no hubiera otra manera, como si no existiera otra posibilidad de llamarlo. Nos divertía lanzar letras y pronunciarlas exagerando cada sonido, formar palabras enteras para comprobar su grado de dificultad, para reírnos al vernos tan tontos, tan infantiles, repitiendo las muecas, las contorsiones gestuales que resultaban de estos intentos. Después de muchos ensayos, sólo teníamos dos certezas, ese nombre tendría que tener a y m. Ella argumentó que el sonido ma era el más cómodo, que de hecho éste era – apartando las significaciones obvias - el primer sonido que los bebés podían pronunciar más fácilmente. Luego probamos combinaciones posibles mientras yo iba ensayándolas – como si de catar vinos se tratase - pronunciando cada una de ellas en voz alta, siguiendo cada movimiento de mi garganta, de mi boca, de mi lengua, para dar luego un veredicto de manera casi solemne.
Durante estos días de juego, cuando no podíamos encontrar un resultado que nos convenciera a ambos, solíamos quedarnos unos segundos en silencio pensando en más combinaciones. En esos instantes, de vez en cuando, se nos escapaba uno que otro suspiro propio del que está a punto de rendirse, y de pronto me di cuenta que estos suspiros eran lo más parecido al alivio, a la respiración reconfortante, un ejercicio casi medicinal, terapéutico. Hablamos de los suspiros y la palabra “suspiro”, del placer de suspirar, de su extraña naturaleza, de su aparente no servir para nada, del desconcierto de saber únicamente que aparece como respuesta ante un sentimiento. Era una de sus palabras favoritas, una de esas palabras que se parecen tanto a lo que nombran que no deberían tener traducción a otro idioma. Sin embargo, ella mencionó sigh y soupir, y las pronunció de una manera tan ligera y cómoda que quedé convencido de la validez de la traducción. Al llegar a esta palabra, acordamos olvidar entonces nuestra primera opción de m y a, para buscar un nombre que se pareciera a la resonancia de un suspiro.
Tampoco era fácil llegar a este sonido, en cuanto soltamos esta segunda opción, nos encontramos de repente suspirando casi frenéticamente para imaginarnos los signos que podrían definirlo, y entonces tuvimos que quedarnos un momento sin hacer nada, pues la contradicción de nuestro arrebato se había hecho evidente cuando nos dimos cuenta de que ya no estábamos suspirando, sino más bien jadeando hasta la fatiga. En nuestra desesperación por encontrar la representación del suspiro, habíamos convertido el suspiro en ahogo. Yo tuve que usar mi inhalador, ella se fue caminando como una niña a la cocina, como una niña contenta, como una niña que ha terminado de jugar y que anda con pequeños brincos, sutiles, casi sin levantar los pies del suelo, y me trajo un vaso con agua mientras sonreía como si acabara de hacer una maldad. Nos reímos. Esta era una de las cosas que más me gustaba de ella, sus momentos infantiles, su tierno e inofensivo desparpajo para mostrar su lado vulnerable, para hacerme saber que confiaba en mí, que puedo saberla frágil.
Seguimos pensando en el suspiro. Ella no paraba de pensar con su expresión de niña, con su media sonrisa, sonrisa torcida, y con la mirada puesta en un punto fijo del techo. En mi pueblo, yo salía los domingos a buscar suspiros, ahora ni que los quiera comprar se consiguen, dice de pronto mientras sonríe. La imagen de una espesa crema de leche con almendras vino a mi mente, suspiros de limeña, decía mi tía que se llamaban cada vez que los preparaba. Sólo Gabriela puede llevarme a lugares de la memoria que creía olvidados, aunque presiento que su pequeña narración no hablaba de esos suspiros que hacía mi tía, sino que era más bien un juego de palabras, un pensamiento suyo en voz alta, una frase que se le ocurrió en ese momento quizá para un cuento. Y yo seguía con las almendras de mi recuerdo en la boca, una palabra que se vuelve sabor, olor, casi como si lo tuviera en mi mano, como si pudiera masticarlo. Y ella me saca repentinamente el suspiro de la boca al gritar ¡Jah… así suena un suspiro! Lo había encontrado, o por lo menos el más cercano. Suspira al terminar la frase, y ciertamente suena como Jah, como un jah que extiende su vocal hasta el punto de vaciar todo el aire contenido en el pecho. Así que ya tenía su nombre, que ya no sería más Gabriela, que ya era desde ese momento suspiro, Jah, dicho lentamente, usando todo el aire. Así que cada vez que decía su nombre yo suspiraba, y mis pulmones se llenaban de aire, y el pecho se abría, y mi lengua caía rendida y el aire salía fácilmente. Orgullosa de su hallazgo, soltó - con una leve arrogancia juguetona - la frase Pensar no es mucho, es sólo otra manera de fumar, y encendió un cigarrillo. Yo sonreí para celebrar su frase, ¿por qué no tendría varias como éstas en sus cuentos?
Durante esos días que pasamos juntos no volví a tener asma. Nunca hablamos de lo que haríamos al irme, de lo que pasaría con nosotros cuando regresara a México, estábamos muy ocupados hablando de las palabras, de los colores. Papel, tela, línea, palabra. Estábamos muy ocupados comiendo, bebiendo, haciendo el amor o, simplemente, durmiendo. Al despedirnos en el aeropuerto intercambiamos correos, juramos escribirnos como lo hicieron Dan y Nancy en el cuento de Carver. Ella recordó el libro, lo sacó de su cartera para devolvérmelo, yo le reclamé su gesto, pues ambos sabíamos que esto no era una separación, que no éramos como Dan y Nancy, que apenas comenzábamos nuestra historia, y entonces simplemente me dijo Bueno, ya sabes, si me necesitas llámame. Sonreímos de manera cómplice. Ya éramos una pareja, pensé mientras caminaba por el largo pasillo para llegar al avión, pues este último gesto, el de la complicidad, es lo que hace que una pareja sea una pareja. Ya éramos esa suma de complicidades, de palabras que adquieren nuevos significados, significados personales y específicos, palabras entrelíneas, de gestos que pueden encerrar ideas enteras y complejas, de silencios cómodos y suspiros que no exigen explicaciones.
Apenas ocupé mi puesto y me puse el cinturón de seguridad, tuve que sacar el inhalador, pues ya sentía esa opresión en mi pecho que anunciaba un posible ataque de asma. Debí pedirle que me regalara unas palabras para mi vuelo, que me las envolviera como souvenir, o quizá como receta para prevenir mi asma. Un viaje terrible, respondí al correo que ya tenía de ella apenas llegué a mi apartamento. Fue lo primero que hice al llegar, revisar mis mensajes esperando que ella hubiera escrito, leerla para que la presión en mi pecho acumulada durante todo el vuelo se desvaneciera con una palabra suya. Y fue exactamente eso lo que me escribió, una palabra, únicamente una palabra: “amor”. Palabra que bastó para recuperar mi respiración y suspirar de alivio al confirmar que nada había terminado todavía.
A partir de ese momento, la palabra para mí comenzó a tener una importancia impensable, algo que para ella estaba dado desde hacía mucho tiempo, pero que para mí sólo estaba empezando a cobrar consistencia, viviéndola como si tuviera materia, como si pudiera verla salir del tubo de donde suelen salir los colores. El si me necesitas llámame se convirtió entonces en la pastilla diaria, en el inhalador para casos de urgencia. Y aunque no hablábamos por teléfono, sí nos escribíamos con una frecuencia tal, que si no fuera porque ella trabajaba día y noche frente a la computadora, y yo en uno de los cuartos de mi apartamento que servía de taller, hubiéramos perdido nuestros empleos desde hace mucho.
El tiempo también había cambiado para nosotros. Desde que comenzamos a pertenecernos desde la palabra, desde la distancia, nuestro tiempo se había vuelto un tiempo acolchado, como de cojín terco y rectangular, destinándonos a confirmar una y otra vez la distancia que nos separaba. Un tiempo que había dejado de ser el de siempre, un tiempo que ahora se medía en palabras, en palabras rebotantes, esponjosas, en palabras muelles, palabras puentes, palabras aeropuertos, palabras que nos hacían sentir cerca, tan cerca que hubiéramos podido jurar haber estado frente a frente, diciéndolas en voz baja, como si susurradas bastara para escucharnos. Ella me enviaba fragmentos de sus cuentos, palabras sueltas, frases, y yo le respondía a veces con palabras, a veces con imágenes de obras que estaba trabajando en ese momento, o que simplemente servían para explicar lo que quería decir. Ella era más hábil con el lenguaje. Yo, en cambio, sólo toco con la vulnerabilidad de un ciego lo que Jah escribe.
Otras veces compartíamos artículos o noticias que comentábamos como si estuviéramos en el mismo espacio, en la misma casa, como si habláramos sin mirarnos mientras cada uno hacía lo suyo, ella quizá preparando café o leyendo el periódico, y yo viendo el noticiero o quitándole uno de los cuerpos del periódico. Mis correos preferidos eran aquéllos donde jugábamos con las palabras, donde jugábamos a imaginarnos en tercera persona, ella quizá viéndonos como personajes de una historia, y yo construyendo las imágenes como si las pintara sobre una enorme tela blanca, cruda, sin bordes. Casi siempre era ella la que iniciaba estos juegos, demandando tácitamente una respuesta que siguiera la secuencia que ella había comenzado. Ella escribía:
#1. Jah sostiene una naranja con su brazo izquierdo. Octavio acostado en el piso a veinte centímetros de Jah.
Yo respondía:
#2. Jah y Octavio sostienen una naranja entre sus dos frentes, Jah mantiene sumergida su mano derecha en una jarra de vino.
Ella:
#3. Jah acostada sobre el piso de cara al techo marrón, Octavio en una mesa cercana juega con hormigas.
Yo:
#4. Octavio coloca su mejilla en el ombligo de Jah, ambos tienen el cuerpo empapado de agua.
Ella:
#5. Jah y Octavio acostados en el piso, veinte naranjas esparcidas alrededor de ellos.
Yo:
Jah y Octavio duermen juntos todas las noches.
Cerrando la secuencia con la imagen de Jah acostada y rodeada de naranjas, reteniendo en la boca la cítrica sensación de tenerla a mi lado para irme a dormir con la respiración suave, ligera, casi imperceptible. En otros momentos, bastaba una sola palabra para entendernos, para acercarnos, como si compartiéramos la cama y pudiera tocarle el hombro para despertarla de una pesadilla, para darle un beso, o para decirle que no podía dormir.
En una de esas noches de insomnio gracias a mi asma, le envié apresuradamente, como si del 911 se tratara, la palabra ANGUSTIA, así, en mayúscula, pues mi necesidad de Jah era urgente. Acompañé esta palabra con la imagen de una obra aún fresca, sin terminar, como queriendo completar pictóricamente el significado de esta palabra, como si para ella no fuera suficiente un solo vocablo para entender mejor que yo lo que estaba sintiendo. Ella respondió de inmediato, pues sabía el peso de cada palabra, casi podía medir su estatura, su edad, su historia en cada una de las líneas, de las páginas, de los textos donde ésta había sido escrita.
Con inhalador en mano, me quedé esperando su respuesta, suponiendo que por la hora ella ya estaría dormida y no podría responderme de inmediato. Pero lo hizo, y sólo con ver su nombre, Jah, en el correo recién llegado, hizo que mi respiración se normalizara un poco. Con letras grandes y bordes gruesos, escribió AIRE. Y luego, debajo de ella, un poco más pequeñas y delgadas, armó una columna con las palabras soplo, hálito, brisa, Jah. La palabra aire abrió mi boca, mi lengua se levantó y luego descendió un poco para llegar a la e final. Son cosas que nunca había pensado, que no sabía que hacía mientras las decía, ignorando mis propios movimientos, como la respiración misma, aquello que hacemos todos casi sin darnos cuenta, con excepción de nosotros los asmáticos, los que recordamos cada parte de nuestro cuerpo durante el recorrido del aire con la minuciosidad del que enhebra una aguja. Luego dejé entrar por mi garganta la columna entera de palabras que seguían a aire. Entraron como una gran inhalación, como si un gran soplo en mis pulmones. Sentí vergüenza de la imagen que envié, de ese intento grisáceo, como de humo, como de hollín, que delineaba los contornos de una delgada línea que dibujaba un cuadrado, un cuadrado dentro de otro cuadrado, dentro de otro cuadrado, hasta encerrar un último diminuto cuadrado un poco más oscuro que los demás. Luego, mucho tiempo después, descubrí que esta misma imagen era la que definiría mejor otro estado, uno que no había previsto hasta entonces, uno que sí tenía que ver con la palabra angustia, pero de una magnitud que no creí posible.
Ella es así, me envía sólo palabras vaporosas, flotantes, aéreas. También otras igual de etéreas, pero más por su significado que por otra cosa, que terminan causando casi el mismo efecto terapéutico que las otras, como las palabras amando, extrañando, recordando, adorando, todos verbos en gerundio, mi forma predilecta desde que conocí a Jah: lo que comenzó, lo que sigue ocurriendo, lo que no tiene fin próximo o previsto. Desde entonces, sólo le envío imágenes de las obras que aún no he terminado, obras también en gerundio, obras que me generan una extraña sensación de no querer terminarlas, forzándolas a permanecer así, sucediendo todavía para mantener el control de lo que en ellas sucede, de lo que sucede. Ahí me di cuenta de que mi necesidad de Jah era más fuerte que la de ella por mí, y una presión en el pecho, que no era producto del asma, se fijó en mis pulmones, se quedó adherida como una masa pastosa que los envolvía empecinadamente. Esta sensación, que aún no tenía nombre, se acentuó el día que no recibí un solo correo de Jah. Esa misma madrugada le envié un correo con la palabra AHOGO, y la imagen de un lienzo en blanco. No pude dormir esperando su respuesta, respuesta que no llegó hasta después de dos días, dos largos días, dos interminables días. Un correo que sólo decía: he estado muy ocupada estos días, te responderé más tarde con calma. Esta vez, la palabra calma produjo el efecto contrario, una impaciencia y una agitación que me hizo usar el inhalador más veces de lo normal ¿Cómo puede responder de esta manera frente a la palabra ahogo? ¿Qué puede ser tan importante que no pueda enviarme una simple palabra? De hecho, en su respuesta no había una palabra, sino más bien muchas palabras que sentí malgastadas, que implicaban más trabajo que escribir una única y simple palabra que calmara mi estado. Me pareció una de las frases de Nancy, la de Carver, esas expresiones “apropiadas”, educadas, respetuosas y – sobre todo – distantes, vacías. Tenía ese “más tarde” nada alentador, palabras confusas, tiempo indefinido, no gerundio, no volátil. Y luego, una última palabra desocupada, una simple palabra: Descansa.
Leía una y otra vez estas palabras de Jah, el inhalador no hacía efecto, evitaba responder impulsivamente a su correo, evitaba, evitaba los dedos sobre las teclas, sobre la mesa, sobre el vaso de agua, sobre, descansa aparecía otra vez, volvía en mi mente, jadeaba, jadeaban mis manos, mis ojos, mis pies que no podían permanecer quietos, quietos, respiración quieta y apresurada a la vez, respiración, que pase rápido la noche, que me dé sueño, que me niego a descansar, que sí quiero descansar, que me lleno de comas, que las tengo atoradas en la garganta, que se quedan incrustadas en mi cuello, miles de comas estrujadas que interceptan el aire, aire, que pase el día, aire, que venga el mañana, que la pastilla haga efecto.
A partir de esa interminable noche, con la mente clara de la mañana siguiente, decidí pensar con insoportable prudencia cada imagen, cada palabra que le enviaría, pues no quería arriesgarme, y ella escribía cada vez con menos frecuencia, y cuando lo hacía era Nancy, la voz de Nancy en boca de Jah. Yo escribía necesidad, y ella respondía – uno o dos días después – paciencia. Había dejado de entenderla, había comenzado a desconocer este nuevo lenguaje que habíamos inventado para nosotros, lo sentía cada vez más extraño, más difuso, había adquirido una opacidad y un espesor de cosa pesada, de palabra maciza, con un grosor propio de vocablos con una historia tan larga y dura que los hace incluso peligrosos, ásperos, palabras como Gobierno, Muerte, Poder, Guerra. Al intentar descifrarla, al verme haciendo un esfuerzo por entender su lejanía, sus palabras, sentí que nos estábamos desparejando, que la complicidad se estaba tornando pálida, anémica.
Con el temor atorado en mi garganta, atiborrado de comas, esperé un tiempo prudente para comenzar a decir o hacer algo que revelara mi angustia ante su lejanía. Como mis obras inconclusas, que ya estaban amontonadas en mi taller, estaba yo en espera de que algo ocurriera, de que ella escribiera sin que yo se lo pidiera, de que escribiera de nuevo suspiro, o quizá extrañar o querer, así, en infinitivo, por lo menos para saber que lo sigue sintiendo aunque sea de una manera turbia, imprecisa. A estas alturas no pedía casi nada. Después de tanto tiempo, sólo quería saber que todavía yo estaba presente, que no me respondía sólo por educación. Y ahora, con más razón, no quería terminar ninguna de mis piezas, aún sabiendo que hace tiempo ya había perdido el control sobre éstas. Su estado de indefinición, de cosa pendiente, suspendida, se había vuelto permanente sin yo darme cuenta.
Una noche, con varios tragos encima, le escribí la última palabra mediamente digna que conservaba: asfixia. Ella respondió Inhalador, y puedo jurar que al leerla dejé de respirar unos segundos. De inmediato contesté DESESPERO, dejando en esa palabra el resto de un orgullo impostado, apartando con los pies los pedazos de mi ego que ya estaban regados por todo el suelo del taller. No respondió. Esperé una semana, una espera de inhalaciones, pastillas, nebulizaciones, y demás artificios para esquivar el asma. Decidí hacer algo, tomar un avión a Caracas y verla en persona para saber qué estaba pasando. El peor viaje que he hecho hasta ahora, un viaje largo, cargando con el peso del que lleva escrito en el pecho la palabra desesperanza.
Con la palabra pánico entre mis manos, toqué a su puerta. El silbido en mi pecho se escuchaba esta vez como si un gran amplificador lo hiciera atravesar puertas y paredes. Quizá ella alcanzaba a escucharlo desde adentro, quizá por eso se tardó en abrir. Al verme, la expresión de su rostro me hizo entender todo por primera vez sin necesidad de palabras. Me invitó a pasar, me ofreció una taza de café amablemente – como Nancy – y yo en silencio la miraba caminar por la cocina como lo hacían los caballos del cuento de Carver, nerviosos, extraños. Caminaba no como lo hacía en la librería, cómodamente, con pasos seguros. Caminaba como si no estuviera en su casa, como si fuese una casa prestada donde no sabes dónde están las cosas, como si buscara a la señorita que atiende.
Cómo te fue en el viaje, fue lo primero que se le ocurrió preguntar. Yo, torpemente, respondí un más o menos, o un no muy bien, o quizá ambos, ahora no lo recuerdo con certeza. Finalmente, casi jadeando, le pregunté qué pasaba. Ella se quedó unos minutos en silencio, tomó un sorbo de su café, y por fin dijo Lo siento, lo siento por los dos. Yo levanté la voz diciéndole que dejara de ser Nancy, que ahora necesitaba que dejáramos de jugar por un momento con las palabras, que hace tiempo ya habían dejado de ser un juego, una complicidad, una media sonrisa. Ella asintió en silencio, me pidió disculpas de nuevo, se levantó del sillón, fue al estudio, y me entregó el libro de Carver. Gracias por prestármelo, me dijo con los ojos casi líquidos y una expresión que no supe descifrar. No quise indagar más, ese gesto ya lo había dicho todo, y ahora mi temor era escuchar algo mucho peor, algo que quería evitar escuchar. Así que me levanté, me fui hasta la puerta, ella la abrió, nos miramos unos segundos, y me despedí diciendo su nombre, el real, Gabriela. Ella entendió que había recuperado su nombre, que al llamarla así estaba confesando mi resignación. Te prometo que no te escribiré, dijo antes de cerrar la puerta.
Había mentido. Al llegar de regreso, ya tenía un correo de ella que decía: Amé, extrañé, recordaré. Al terminar de leer, miré la obra de los cuadrados encerrados en sí mismos, la línea de cada uno sin comienzo ni fin, y ahí entendí que la tristeza y el ahogo tienen esa forma de marcos grisáceos, de esquinas afiladas que confinan cuando se está adentro, que cortan cuando se está afuera, que la palabra dolor es cuadrada, ahumada, aunque no pueda explicar la razón.
Martha Durán. Trujillo (1976). Licenciada en Letras por la Universidad del Zulia. Profesora de la UNICA. Editora de País Portátil. Su libro Qué impertinente manera de volver (Monte Ávila, 2007) fue el finalista en el concurso de Autores Inéditos de la misma casa editorial. También ha publicado en Tiempos de ciudad. III y IV Semana de la Nueva Narrativa Urbana 2008-2009. Fundación para la Cultura Urbana (2010) e Indagaciones, confesiones y figuraciones. Ensayos de Literatura Latinoamericana (2012) Finalista de los concursos: SACVEN (2011) y Policlínica Metropolitana (2012).
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