Avión, de David Chaves |
De lejos, la muchacha destacaba sobre el resto de la cola. Era alta pero además estaba montada sobre un par de torres muy delgadas. Luego venían las piernas: dos portentos carnosos coronados por un par de nalgas pletóricas; todo esto dentro del forro inverosímil de unos blujines por lo menos tres tallas hacia abajo. A escasa distancia, ya en la cola y con una persona de por medio, el prodigio se complementaba con el olor. Esa mezcla de perfume de panal con cabello recién lavado, reminiscencia de manantiales y ninfas. Su rostro era dueño de una voluptuosidad rabiosa: labios salidos, mejillas redondeadas, ojos orientales, y el cabello recogido hacia atrás en una cola apretada que hacía que su cara se mostrara tan limpia y desnuda como se quisiera el resto del cuerpo. Y ni hablar del pecho, enormes y redondeados melones que presionaban, que empujaban la tela, como intentando hacerse un espacio para estallar en la inmensidad del Universo.
Sinseso estuvo disfrutando de aquella belleza estática durante los minutos de espera, y cuando la cola comenzó a moverse, la disfrutó en movimiento, primero en pasos pausados hacia el mostrador, y luego, con mayor libertad de tacones y bamboleo de caderas a través del pasillo.
Ya se había dado por pagado cuando llegó a su puesto y ella siguió hacia el fondo. Le echó una última mirada y se sentó. Le había tocado ventana, y se dedicó a mirar la noche, las luces de los vehículos yendo, viniendo y girando en un difuminado que le cambiaba la cara al mundo. Se sumió en un espacio y un tiempo más agradables y llevadores. Así estaba, entregado a su nirvana profano, cuando alguien se le sentó al lado.
Lo primero que le llegó fue la fragancia; la mezcla del perfume de panal y el agua fresca que brota de la montaña salvaje. No cabía duda, era ella. Volteó. Se miraron. Ella lo saludó, y él hizo un esfuerzo para no mirarle los melones. No fue difícil: su rostro era tan sexual como el resto de su cuerpo. Se concentró en la boca. En la boca cubierta con una pintura mojada, brillante y como con escarcha. Quién sabe qué la había llevado hasta ese puesto; quizás se había equivocado allá atrás, quizás otro se había sentado en el puesto que a ella le tocaba, y sin mayor complicación ella buscó un lugar sustituto. De cualquier modo, ella acababa de llegar y debía saludar y mostrar un mínimo de amabilidad. Pero no hubo espacio para más; ahí mismo sacó su Blackberry y se puso a registrarlo. Sinseso volteó su timidez hacia las luces de la oscuridad exterior. Al cabo de unos segundos aprovechó que ella aún estaba concentrada en su celular y giró un poco para verle los senos. A escasos segundos que el avión se levantara del suelo, ella se recostó y cerró los ojos. Él volvió mirarle los melones, esta vez con mayor descaro y fruición. ¡Oh, cuánta inmensidad apresada! ¡Cuánto placer prohibido, ajeno, desterrado!
A la media hora de vuelo, el avión dio un brinco. La muchacha de los melones despertó, sacudió la cabeza y miró a los lados. Sinseso aprovechó para buscar contacto visual, y se encogió de hombros cuando por fin sus ojos se encontraron. Era un vuelo corto y debían estar llegando; pero por la ventana sólo se apreciaba la oscuridad y un apretado batallón de nubes. El avión volvió a dar un tumbo. Pocos segundos después, otro más fuerte.
—Hay mucha turbulencia —dijo él. Ella le respondió con una frase corta y con un tono de preocupación. Sus ojos chinos se habían abierto mucho, y se abrieron aún más cuando se produjo aquel sonido. Fue algo así como si un gigante hubiere rasgado una muralla de latón.
Entonces pasó una aeromoza. Tan rápido que no se le vio el rostro. Más atrás vino otra, también transformada en celaje. El avión dio un tumbo atroz. Las nalgas de los pasajeros se elevaron sobre los asientos. Hubo quejas cargadas de miedo. El altavoz hizo una interferencia extraña. Habló la aeromoza. Con la voz quebrada, llorando quizás, dijo que se había detectado un desperfecto pero que por favor mantuvieran la calma. Luego volvió a sonar ese hormigueo sonoro y ya no hubo más voz de la aeromoza. El avión dio otro salto y empezó a descender sobre el tobogán del vértigo. Un barullo de voces, gritos y llantos tomó el interior de la cabina. A su lado, la muchacha de los melones abrió su hermosa boca y dejó escapar unos chillidos de horror. Estaba recta, muy recta sobre el respaldar, como si un viento fortísimo la aplastara. Sinseso notó que aquel descenso pedregoso hacía de los melones un extraordinario espectáculo de rodeo. Pudo verse claramente montado, en doble imagen, sobre aquellos toros briosos, agarrándose duro de las puntas carnosas, demostrando qué tan garrapata puede llegar a ser el morbo de un hombre. Claro que le preocupaba su vida, la situación en la que se encontraba, pero las muchísimas de aquella magnífica mujer saltaban eléctricas, y él no podía dejar de verlas. Aquello era algo que superaba su fuerza de voluntad. Para él, no cabía duda de que ya la muerte estaba allí. Con su mano-garra sujetaba el avión y lo guiaba a su destino final como un niño llevaría su avioncito contra el imaginario grosor de una pared-montaña o contra un piso tan duro como la superficie del mar. Ya la muerte estaba allí, sí, y no había remedio. Así que, ¿por qué privarse de mirar con descaro aquel par de melones? ¿Por qué, incluso, privarse de tocarlos? Total, iban a morir, y nadie iba a saber lo que había hecho, y de seguro, en el cielo perdonaban cosas como esas. «En el cielo serán santos, pero no maricos», se dijo y así, sin pensarlo más, sus manos fueron directamente a los melones. La muchacha, al ver lo ocurrido, dejó de gritar y miró estupefacta a Sinseso. Él sonrió y se encogió de hombros como hiciera antes, y ella volvió a los alaridos. Estaba tan confundida y tan asustada que ni siquiera se preocupó por sacarse de encima las manos impúdicas. Y él masajeaba, apretaba, apresurado y voraz. Tenía poco tiempo y debía disfrutar al máximo, recorrer cada rincón, tocar a fondo. Las máscaras de oxígeno asaltaron las caras de los pasajeros como culebras furiosas, el avión se convirtió en una coctelera sacudida por un barman loco, los gritos casi reventaron el fuselaje; y aún así, Sinseso no dejaba de masajear los melones. Allí estaba, sumido en su locura primitiva y deliciosa, cuando la quietud estalló sobre el avión. La absoluta quietud.
A Sinseso le costó regresar. Le costó darse cuenta que el universo se había acomodado dentro de una paz casi musical, un nirvana inesperado que desterró el guirigay y trajo una prometedora sensación de ascenso. No obstante, las manos de Sinseso siguieron adheridas a los melones. Ya no se divertían; estaban inertes, desubicadas, pero allí seguían. Le atacaron unas ganas incontrolables de llorar. «Maldita suerte la mía, que ni siquiera me muero cuando debería», se dijo. Apartó las manos, se recostó sobre su asiento y esperó. Había vuelto a ser el mismo de siempre. «El mismo idiota», pensó. Acto seguido ella se le montó encima, a horcajadas, y sus nalgas lo cabalgaron y sus melones se agitaron frente a su cara. Pero en sus movimientos no había deseo ni excitación sexual, sino odio, uñas largas, indignación. Los dientes liberaron la voz, y ésta se elevó, chillona, adolorida, iracunda, desbocada en la denuncia estridente, en los insultos, en las llamadas de auxilio. El avión, mientras tanto, enfilaba hacia la pista de aterrizaje.
*De Instrucciones para leer este libro (2012), Ediciones Bild and Co.
Fedosy Santaella nació en Puerto Cabello, Carabobo, en 1970. Egresado en Letras por la UCV. Es autor de libros de relatos y novelas, entre ellos los de relatos Postales sub sole, Piedras lunares y Ciudades que ya no existen, y de las novelas Rocanegras y Las peripecias inéditas de Teofilus Jones. Obtuvo el premio de narrativa en la Bienal Internacional José Rafael Pocaterra en 2006, la mención de honor en la Bienal José Antonio Ramos Sucre en 2007, y en 2008 recibió recomendación de publicación en el concurso de cuentos de El Nacional. Enseña escritura creativa en el ICREA y en la UCAB. En 2009 fue elegido para participar en el prestigioso Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En 2010, quedó entre los diez finalistas del Premio Cosecha Eñe de España. Algunos de sus cuentos han sido traducidos al inglés, al chino, al esloveno y al japonés. Publicó ”Instrucciones para leer este libro” con la editorial Bid & Co.
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