martes, 10 de julio de 2012

El cuerpo de la mirada en Clarice Lispector

Por Valmore Muñoz Arteaga 
Por Marc Mounier-Khun





















La palabra al servicio del sentido simbólico representado en la búsqueda interior. Creo que eso puede definir el ejercicio literario de Clarice Lispector. Una búsqueda interior que, en algunos momentos, me lleva hasta mis lecturas adolescentes de Hermann Hesse y, en cierta medida, a las espesas páginas de Virginia Woolf, en especial por la manera tan concienzuda de construir deconstruyendo los intensos monólogos interiores. El espacio interior donde transcurre cada transformación que va dándole forma a otra forma encallada en el devenir a través del cual se constituye la vida. El mundo que rodea a Clarice es traducido por cada color tallado en sus estados anímicos. Mundo sentido y presentido desde la intensidad que trepida dentro de la piel. Cada poro, cada franja erizada muestra cómo va aprehendiendo al mundo en sus múltiples posibilidades.


Clarice escribe desde la mirada que se desvía hacia la imaginación más profunda del ser lanzado hacia sí mismo. Ser como esfera que gira dentro y fuera de una extraña desestructuración de la noción metafórica y poética de lo que tan sólo es una apariencia. Una apariencia. Una apariencia donde eclosiona cada perspectiva de la verdad. Clarice husmea en el alma humana que va tras su búsqueda. Eclosión de una y mil verdades transgredidas por una representación que surge como temblor de agua desde la conciencia insondable de su Yo. Su Yo: territorio donde todos nos hallamos unidos sin saberlo atados por transparentes lianas cósmicas. Desdoblamiento del Yo en un todo enclavado en una instancia reveladora de la suprarrealidad. Clarice da forma a una narrativa como propuesta a una filosofía del ser o, parafraseando a Levinas, una narrativa dentro de la cual prive la comprensión del ser como última palabra y estructuración fundamental del hombre.

Meterse desnuda dentro de su propio silencio para sentir la bruma de la crisis de identidad, su propia crisis que, en el fondo, es la misma crisis de todos los que estamos expuestos a un mundo contrario al lienzo supremo de la sensibilidad. Crisis amasada ciegamente por lo paradójico, por la noción frugal de lo paradójico, en donde solía quedarse sin límites dentro de lo racional atascado en su piel. Encerrada como conciencia solitaria que busca en su identidad una identidad. Su cuerpo que da forma a los contornos del caos. Meterse desnuda dentro del silencio teniendo a su piel como disparador de una visión sensible del mundo. Su literatura, tal como su piel, es –así lo percibe Miguel Cossío Woodward– antesala y motivo del encuentro consigo misma y la alteridad. La alteridad encerrada en una cucaracha o en Ulises, joven profesor de filosofía, se vuelve en Clarice aparición que conduce a la desintegración del Yo, por medio de un “rearreglar” el mundo: proceso que, a través de la mirada, emprende una búsqueda angustiada de una esencia propia que restablezca la unidad que, según Fani Miranda Tabak, refleja la evasión lírica que transforma el poder de la palabra en potencia insólita de lo humano, y la palabra en Clarice se teje como una continua construcción de la personalidad, su personalidad. Alteridad que es huella perturbadora del orden del mundo, debido a que escapa a la presencia para hacerse eco de una ausencia. Esta huella, pensará Levinas, es la que en definitiva interpela al ser humano en el instante del encuentro con el rostro del Otro, así el primero se vuelve “sujeto”, ya que esa historia que palpita en la huella lo sujeta a una responsabilidad infinita hacia el Otro. Hablamos, claro está, de una relación ética que se entreabre a una temporalidad cuyas dimensiones de pasado y futuro tienen una significación propia.

La palabra se transforma en refugio del cuerpo donde el Yo y el Otro, o si seguimos a Levinas, el Nos-Otros, se refleja para construir, desde una extraña madeja opalescente, el embeleso y el vuelo de la mente. La palabra destejida como desvío secreto hacia una colisión carnal, para desafiar la dramática y trágica construcción de sí misma en su mudez. Cuerpo que calla desde un silencio que grita un cuerpo que siente como revelación de ese mismo Yo. Clarice parece escribir para hallar así un modo de encontrarse, aunque, así lo reconoce en La Pasión según G.H., encontrarse sea de nuevo la mentira de que vive.

Las historias de Clarice Lispector son narradas desde un cuerpo arrojado al mundo a través de la mirada del Otro. Desde una óptica sartreana comprende que su cuerpo, como cosa entre las cosas, es reorganizado por la mirada del Otro como parte del mundo y del para-sí. Cuerpo como campo donde batallan un conjunto de posibilidades originando una nueva dimensión que transita como fuga hacia el Otro revelado entre indeterminaciones inquietantes. Cuerpo que al ser mirado parece desintegrarse en una doble llama, como lo entiende Octavio Paz, atizada desde la vida, el amor y el erotismo como espacio de resonancia poética donde confluyen cuerpo y alma. El cuerpo se proyecta y se transforma en el apartamento de G.H. o en la casa de Lori, es decir, se hace refugio, escondite. Abrigo dentro del abrigo dentro del cual se pregunta entre cuáles es, ya que, como reflexiona Bachelard, las casas y las habitaciones vienen a ser diagramas de psicología por medio de las cuales los escritores se guían en el análisis de la intimidad. El cuerpo se une orgánicamente al espacio y el espacio, afirma Merleau-Ponty, termina siendo un medio homogéneo donde las cosas están distribuidas según los dictámenes de tres dimensiones cuyas identidades no varían a despecho de los cambios de lugar. Terminan por transformarse en una bitácora de la intimidad haciéndose transparente con el transcurrir del tiempo en una especie de cartografía de la libertad con la cual se penetra en la doble instancia del cuerpo: la carne y el alma.

Al recorrer los territorios dispersos en la soledad de la habitación, al mismo tiempo, la escritora recorre los caminos complejos y duros de la angustia hasta tropezarse casi accidentalmente con su mirada o la mirada del Otro en cuyas órbitas encontrará algo que refleja su existencia. Mirada, otra vez, que trasforma por cuanto nuestros cuerpos son poseedores de varios sentidos y estos son empleados para percibir la realidad que nos va trasfigurando mientras, desde esa misma transfiguración, remodificamos la realidad. El mundo, en tanto ser vivo que vive, responde al ser que lo habita en la misma medida en que ese ser lo estimula a través de sus sentidos. Esto lo comprende muy bien nuestra autora. En la mirada que se apodera del cuerpo mirado, observado, el tiempo queda suspendido. La mirada que nos cruza, cruza también presente, pasado y futuro buscando una ruptura, un quiebre ontológico, y en ese quiebre nos abrazamos al deseo de expansión de nuestra condición humana o, si se prefiere, los tiempos terminan cohabitándose y abriendo la sensación de que todos tienen que ver con todos. En esa mirada que atraviesa el cuerpo y su historia vibran partículas que, según la mecánica cuántica, tejen lazos que nos comunican sin importar la distancia que media entre los cuerpos. El Otro se convierte así en una verdad de las cosas puesto que su cuerpo está como injertado por ellas en su constante acosar. La verdad se revela en el rostro del otro. Todo ser exterior, recalca Merleau-Ponty, sólo nos es posible a través de nuestros cuerpos, y guarnecido de particularidades humanas que también hacen de él una mezcla de alma y carne.


Book sculptures, de Mike Stilkey
Nos quedamos acá, en la mirada rasgada de Clarice Lispector, en la mirada como utensilio que le permite compartir el poder de la ventana siempre abierta en la inquietud. En la mirada que cuestiona todo lo que implica el “estar ahí fuera” como espacio a través del cual nos desplazamos mientras este también va desplazándose dentro de quien observa la realidad. Mirada como meditación que busca reconocerse en el mundo observado. Mirada que se disipa a través de las ranuras de las geografías solemnes de los límites humanos, como alucinaba Eluard. Ya lo deja advertido en Un Aprendizaje o el Libro de los Placeres, cuando observa el hecho de que encontrar en la figura exterior los ecos de la figura interna. Mirada conjurada desde los ojos abiertos con el deseo hirviente de vivir y vivirse a plenitud lo mirado y sentir, de alguna manera, que la quimera de acceder al corazón de las cosas es más que una quimera. Mirada como testigo de la herida vital, herida que Clarice muestra como flor en la carne permanentemente abierta. Herida fraguada desde un cuerpo sintiente, un cuerpo en cuyos sótanos más profundos retumba el placer. Placer que se extiende como cuerpo a punto de ser amado entre el ser y la escritura. Un placer aprendido como puede aprenderse todo, “incluso a amar”, dirá Ulises a Lori. Placer que tiembla en el temblor sujeto a la promesa del goce, que luego del aprendizaje se convierte en asimilación final de ese placer.
 
Placer que se entrelaza desde la fragilidad de un cuerpo fustigado, vacío y doloroso, no sólo por la doble llama del amor, sino por un voraz incendio que partió tumbando promesas de la punta roja de un cigarrillo. Cuerpo, emporio de la carne y el alma, pero, al mismo tiempo, proyección del libro donde se desplazan las palabras que el otro cuerpo suda mientras suda los embates entre el sentido y el significante. Goce intraducible en intensidades que tiñen el calor del silencio, otra vez el silencio, que estalla en la materia entre tumbos inusitados sobre una piel que siente los arañazos de la vida ensartada estrechamente en el pecho. La vida brotando de tierra fértil, frágil y profunda donde la huella de un dolor sombrío termina por darle definición pronunciada a su propio Yo.



Valmore Muñoz Arteaga nació en Maracaibo (1973). Egresado en Educación, mención Lengua y Literatura. Maestrante en Filosofía. Profesor e investigador de la Universidad Católica Cecilio Acosta. Ha publicado: Artesanos de la Angustia (2012), Sobre Occidente (2012), Registro de Desvelos (2010), Sylvia (2008), Bajo la caligrafía de la noche (2004), Epistolario: Briceño-Iragorry y Picón Salas (2002), Mario Briceño-Iragorry. Desde la vigilia y otros ensayos (2000).

 

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