Daria Endresen. Traición |
EL ALIENTO DE LA BALLENA ENLOQUECE. Se trata sólo de una
frase, una frase que no me pertenece, pero me envuelve y me sacude, me
enceguece el brillo de tus labios cuando se agitan para pronunciarla. La
repetiste varias veces mientras desnudo en el balcón dejabas que la brisa de la
noche refrescara tu hermoso cuerpo de muchacho. La tarde del domingo habías
batallado en silencio sobre las erosionadas colinas de mi cuerpo y luego sin
poder soportar el aliento enloquecedor de la ballena decidiste escapar, el
calor te abrasaba las entrañas y, sudoroso y fatigado buscaste refugio en el
extremo sur del balcón, allí donde la brisa mitigara el ardor de las caricias.
Desde lejos te observaba y tu imagen crecía dentro de mí, alta y vigorosa como
una palmera. Tu cabellera oscura brillaba como una lámpara tranquila.
Empiezo a engañarme pues cuando el sol se apague ya nada
habré de recordar, nada, nada, ni el canto de algún pájaro triste ni el color
oscuro de tu cabellera ni siquiera la rabia de tus perros de presa.
De espaldas al cielo. Azul. De un azul malva, amoratado.
Mi rostro macerado hundido en un pantano de cenizas. Aferrado a la inquietante
convicción de que no veré el final de la tarde trato de rescatar alguna imagen
borrosa de mi infancia. El perfume asqueroso de mi madre. La sonrisa sesgada de
mi padre. Mi largo vestido azul celeste (ya hablaré de la foto). Sentado en el apoyo
de la ventana contemplo la lluvia que cae allá afuera, y adentro, alrededor de
una mesita, las amigas de mi madre toman café y charlan como pajarracos. El oso
de juguete. La visita del señor obispo. La mecedora. Los ojos amarillos de la
maestra de segundo grado. Sutiles, horrendas, a veces dolorosas, ninguna de
esas imágenes logra levantarse más arriba de la más insignificante imagen que
pueda conservar del más pequeño acto en el que, en una u otra forma, tú y yo,
hubiésemos participado juntos.
Al descubrir la foto marchita guardada entre las páginas
de un libro de historia te burlaste cariñosamente. Travesuras de nuevos
amantes. Dijiste que a pesar del blanco y negro y de la fecha (primeros años de
la década del veinte) podías imaginar el color del vestido. Azul celeste. Y
refiriéndote al simbolismo de aquella prenda argumentaste que ella como una segunda
piel se había adherido a mi cuerpo, moldeándolo y deformándolo, rescatando su
condición original. Audaz regreso a la vagina. Luego hiciste una pausa y
señalando la foto hablaste como si leyeras una antigua inscripción tatuada en
alguna zona oscura de mi cuerpo:”La naturaleza es sabia pero a veces suele
equivocarse. Sin embargo busca los medios de rectificar. Así, tu madre no fue
más que un ciego instrumento destinado a corregir o al menos mitigar las
consecuencias de aquel craso error. Psicólogo de porquería.
El aliento de ballena enloquece y esta tarde, más que
nunca, el sol aviva esa podredumbre. Lamento que ya no puedas contemplar los
últimos estertores de mi cuerpo, lo lamento sí pero lo acepto: es tu voluntad y
sabes que en mi vida jamás moví un dedo para contrariarte. Al negarme tu
presencia pretendes cerrar la ventana que daba paso al viento de la locura.
Crueldad sin límite. Alguien que durante años ha permanecido hundido entre
miasmas y detritus un día descubre que sus manos están sucias y corre presuroso
a lavárselas en la fuente más cercana.
Las uñas de tus perros han surcado mi espalda. Ahora
levantan los pesados garrotes y los dejan caer una y otra vez sobre mi cráneo y
mis costillas, metódicamente, con saña, hasta que mis gritos no son más que
muecas silenciosas y mi boca una espesa masa rojiza abriéndose y cerrándose
como una flor cansada. Manos limpias, te alejas rumbo a la ciudad acompañado de
tus dogos.
Hablo para ti, sólo para ti (pues nunca creí en la
existencia de tus dogos: tres hermosos perros de ojos amarillos, altos,
macizos, babeantes, asesinos) y mi voz como mi aliento te acosará en tus tardes
del futuro cuando vaciles entre aturdirte de gritos y cerveza en el partido de
fútbol o acompañado de tus dogos salir de cacería de ratas por los basureros
del muelle o acaso acercarte hasta el mercado de flores y comprar un ramo de
claveles para obsequiarlo a esa extraña mujer que te has empeñado en llamar
madre. Hablo para ti porque he aprendido que tu sinceridad y depravación son
más que suficientes para moverte a escribir el final de mi tragedia, sin
modificar su aspecto lúdico y ritual ni atreverte a negar tu decidida
participación. Mi aniquilación resolvía tu pasado, ello explica tus deseos de
destruirme, lo que no puedo admitir (mis sentidos se cierran ante tal idea) es
que la ceniza del tiempo silencie estas palabras, pues ellas forman el tejido
de esa historia horrenda y hermosa que ahora tratas de escribir. No olvides
describir una escena en la que aparezcamos desnudos, revolcándonos en el piso
de la sala como dos pájaros felices, habitantes voluntarios de la misma jaula.
Hay algo, sin embargo, a lo que nunca ni en los sueños
más absurdos lograré encontrarle explicación: y es esa forma tan particular de
asumir la crueldad, la saña sin medida de tus actos reflejada en la mirada de
tus ojos verdes-agua animando los movimientos de tus perros de presa. La
revelación sorprendente de aquella cualidad (que no podría asociar a tu
naturaleza) me permitió dimensionar el tamaño de mi sumisión, mi entrega,
demasiado tarde, olvidé cerrar alguna puerta; y así a pesar del brutal
desmoronamiento de tu imagen te fui fiel hasta el final, pude soportar los
golpes como un animal manso y resignado, y en ningún momento me volví contra
ti, no por temor a tus perros de presa, sino por ese terco afán de mantener
intacta mi decisión de no desagradarte.
Acepto que quisieras destruirme, entiendo que te valieras
de tus perros de presa pues tus manos no podían tocar mi cuerpo para hacerle
daño, te entiendo sí, coño, sabes que te entiendo, mas tu crueldad superó tu
propia manera de ser cruel, y dejaste que tus dogos, rabiosos, hurgaran en mi
espalda, una y otra vez, turnándose, hasta el agotamiento, mientras tú como un
ángel guardián fumando vigilabas desde el automóvil. Sumergido en un charco de
semen y cenizas buscaba anular cualquier motivo que me moviera hacia el
desprecio, y aturdido me decía a mí mismo, intentando confundirme: si nunca le
hice daño, si los hilos que me ataban a su cuerpo eran puros como los sueños de
un recién nacido, si sus ojos verdes-agua -a través de los cuales me asomaba
como un pájaro inquieto- eran dos ventanas tibias abiertas hacia la locura, no
es posible, no, sus manos no pueden acercarse para atormentarme, alguien ha
usurpado su identidad, sí, sí, el sol crea en mi mente absurdos espejismos, es
otro sí, él nunca, nunca.
Soy por naturaleza un ser tranquilo, sosegado. Abomino de
los cambios repentinos, los relojes de arena y los cuartos sin ventanas. Mi
única ambición (si es que alcanza a merecer este calificativo) era la de
continuar vivo hasta la hora de mi muerte, respirar sin temor a envenenarme,
regar mis flores en la terraza del apartamento, tejerte un sweter o una
bufanda, seguir durante horas los caprichosos movimientos de mis peces de
colores, dejarme llevar por la furia tranquila del jazz, y las tardes de
domingo esperar alegre tu llegada y juntos tomar té y jugar a las cartas hasta
que la noche como un gallo negro batiera sus alas frente a la ventana. Pero mi
tiempo estaba por llegar y había olvidado cerrar alguna puerta. Y así, como
aves que se desprenden de un cielo azul, sanguinolento, llegaron tus tres
dogos. Sus cuerpos altos proyectaban sombras asquerosas. Intuí de golpe que en
mi mundo se abría un agujero y que un chorro de luz negra lo rebasaba ahogando
los vestigios de mi antigua vida.
Cuando algún pájaro extraviado o la lluvia o el ojo
implacable de Dios o las primeras moscas descubran los despojos de mi cuerpo,
se habrán ya borrado todos los recuerdos. Quién sabe si una masa blanquecina
-nubes de tiza, ríos de azucenas- flote todavía intacta en mi memoria. Mientras
tanto arrastraré hasta la última esquina el azul de mi vestido y la sonrisa
sesgada de mi padre. Elijo estas imágenes pues tú te encargaste de
desenterrarlas, a partir de ellas reconstruiste la ubuesca escena, con tu
habitual manera de menospreciar lo superfluo centraste la atención en el azul
del vestido y en el ángulo de la sonrisa, te afincaste en esos detalles, al
parecer simples e insignificantes, y buceaste sin fatiga hasta encontrar fondo,
arena, sólo algas podridas. Para ti la foto constituía un símbolo revelador, te
asomabas a ella como a un cuarto de seis espejos y, poco a poco, un chorro de
palabras tibias acudía a tus labios: "no se necesita ser un mago de
dientes de jade y ojos de azabache, no es necesario inventar hienas voladoras
ni caballos de seis patas, todo es claro y transparente como el agua de esta
pecera, apartemos los símbolos, volvamos al origen, retrocedamos más allá de la
vagina; existe en principio un sueño largamente acariciado y la no realización
de ese sueño creó en tus padres un sentimiento de culpa compartida, comenzaron
entonces a mirarte como a un pájaro sin plumas, un infeliz pájaro que nunca
aprendería a volar, no lograban resignarse y recurrieron a las alas de cartón
representadas en el vestido azul celeste, y así el uso reiterado, aparentemente
fuera de lugar de aquella prenda quería corregir la equivocación de la
naturaleza, y el osito de juguete y las primeras muñecas así como tu
inclinación por el bordado te ayudaban a conseguir el camino". No me
sorprendía tu lucidez freudiana. A tus escasos diecinueve años tu caótica
visión del mundo no ofrecía ventanas al asombro. Sin embargo quedaban dentro de
ti los vestigios del niño que fuiste en otro tiempo, y a ratos, confuso y
desamparado, buscabas refugio en el calor de mi espalda y como a un ciego te
iba conduciendo, poco a poco hasta encontrar el portillo, cuidando de no
desbaratar el juego, tranquilos, dejándonos llevar por el vaivén de la
corriente, ¡viaje maravilloso! Y al final del camino te detenías como un perro
alucinado, sin voluntad girabas revolviendo las sábanas, hundías tu rostro
sudoroso entre la almohada y te quedabas quieto, todos tus sentidos afinados
como la presa que siente en el aire la presencia de la bestia destinada a
arrancarle el corazón. Entonces me acercaba y te acariciaba el cabello, me
acercaba más y te besaba el cuello, me acercaba aún más y con rabia
emprendíamos el camino de regreso. Y así agregábamos otro eslabón a la cadena
iniciada en la tarde de un luminoso domingo de abril cuando coincidimos en la
única mesa vacía del café La Escalera y después de las primeras miradas y el
humo azul de un cigarrillo trepando rápido hacia el techo dejaste deslizar la
palabra "azar", y le diste un sentido tan sutil, tan extraño, de
manera que el desconcierto hiciera presa fácil en los abismos de mi mente, y
después hablaste como si observaras el interior de una bola de cristal,
hablaste de los cuatro jinetes del apocalipsis la asamblea anual de los
subastadores de lluvia el gallo desplumado de Diógenes y la oreja
izquierda de Vincent van Gogh, la sonrisa de un niño sin brazos, que ayer
tarde, aprovechando el viento del sur, daba cuerda a su cometa rojo la carrera
frenética de un anciano desnudo, perseguido por sus propios recuerdos, a través
de un campo de trigo y en ningún momento hiciste alusión a la existencia de tus
perros de presa -acaso aquel momento era demasiado hermoso para ensuciarlo con
el recuerdo de futuros ladridos. Y al rato un pesado y herrumbroso candado
colgaba de tus labios, y en aquel repentino arrebato de silencio descubrí mi
oficio de buzo aleteando en aguas muy profundas y entre la maraña de peces,
corales e hipocampos pude vislumbrar los maravillosos e insospechados alcances
de nuestro encuentro. Y al final de la tercera cerveza, ocultando quizá una
sonrisa aceptaste mi azorada invitación a tomarnos un té en la pequeña terraza
-recuerdo que más tarde insististe en llamarla balcón- del apartamento.
Disponíamos de tiempo suficiente para escuchar varios discos de jazz y hojear
con calma alguno de mis libros de historia. Y así, sin darnos cuenta,
emprendimos la primera etapa de una veloz carrera que nos alejaba de nosotros
mismos. Mientras atravesábamos las calles en dirección a lo que habría de ser
nuestro tibio refugio, pensaba que nada había hecho para merecer tanta
felicidad, y como si quisiera de pronto despertar de aquel hermoso sueño te di
una oportunidad de escapar: "En mayo cumplo cincuentisiete años, soy un
géminis degenerado", así hablé, y como si no entendieras el sentido
premonitorio de la frase o como si lo entendieras demasiado, dijiste:
"Mayo es el mes de las flores", y sin pausa alguna agregaste:
"El zodíaco es un espejo mentiroso". Y ya nadie pudo contener la
nave. Impulsados por un viento atroz remamos alternando los gritos y el
silencio, y en cada nueva jornada, poseídos de una habilidad ajena a nuestra
naturaleza, sorteábamos zonas de peligro, agotados alcanzábamos la orilla, y
nos despedíamos sin hablar como dos mendigos que han compartido un pedazo de
pan.
Y un día dijiste me voy hasta luego mi madre me espera en
la casa de la playa gracias por el sweter lástima que no pueda usarlo sino
después de vacaciones el yodo y el sol lo dañarían te dejo los discos de jazz
un beso azul celeste y mis apuntes de novela hasta luego ballenita déjate de
lágrimas regreso el sábado veinticuatro de octubre. Tu ausencia me dejó en los
labios un sabor a cenizas y por primera vez pensé con preocupación en tus
perros de presa ("Guardo tres dogos en el solar de mi casa. Cada mañana
los alimento con una ración de soledad y otra de rabia. Acostumbran dormir a
los pies de mi cama y babeantes me siguen en cada una de las etapas de mi
sueño. Algunas veces, sobresaltados por el ruido lejano de una campana o por el
canto de algún gallo madrugador, ladran furiosamente. Entonces me levanto y
abro la puerta que da al patio. Orino a la luz de las estrellas. La sal los
tranquiliza. Regreso dispuesto a reanudar mi sueño interrumpido. Temprano me
despierto y abro de par en par las ventanas para dejar que el viento fresco
barra los olores de la noche. Mi cuerpo se desliza en dirección al baño y el
chorro de agua fría me limpia la mirada: por primera vez percibo la luz como una
mancha en los cristales o como un destello tenue en la superficie de los
azulejos. En silencio atravieso la sala rumbo al pequeño comedor donde mi madre
envuelta en su bata seda-rosa espera mi llegada, al inclinarme junto a ella
siento en mi mejilla el calor de sus labios y después del hola hijo hola madre
corre presurosa a ofrecerme una taza de café. Los dogos, inquietos, dan vueltas
en el patio"). En reiteradas ocasiones amenazaste soltar tus perros de
presa: nunca presté atención a aquellas amenazas, quizá por esa empecinada
incredulidad me sorprendió, cómo negarlo, la violenta irrupción de tus perros
en la tranquilidad dominguera de mi apartamento. Llegaron como un viento
podrido. Derriban los muebles, aúllan y dan vueltas en la sala saltando sin compás
como torpes aprendices de una danza de anticipación y de muerte. Con orgullo
satánico sacuden sus garrotes fálicos y las puntas de sus botas viajan buscando
mis costillas. Sin decir palabra me arrastran como a un muñeco de trapo, a
empujones me meten en el ascensor, y el descenso, lento y sostenido, no es más
que el inicio del calvario. La soledad del domingo es el cuarto perro. Y al
llegar al garaje pude ver la silueta azul celeste del auto que esperaba y pude
ver en el fondo de aquella acción desesperada la huella inconfundible de la
mujer que te has empeñado en llamar madre. ¿Quién sino ella era capaz de librar
de las cadenas a tus tres perros de presa? Y al reconocer el origen de los
golpes tuve compasión de ti, y en medio de la confusión que se apoderaba de mis
sentidos imaginé la terrible escena allá en la casa de la playa. Tú te acercas
desnudo, te hincas y le lames las rodillas. Ella descansa sentada en una silla
de cuero de buey, con mirada lejana se contempla las uñas de la mano izquierda.
Toma un vaso lleno de ron y te lo ofrece. "Hijo, el primer tercio de la
línea de tu vida está interrumpido por un río asqueroso. Deberás cruzarlo con
las manos atadas a la espalda. Acepta este cáliz que te ofrezco. Mañana muy
temprano subirás a la ciudad y antes de que el sol se retire de este corredor
regresarás con tus manos manchadas de sangre. Con agua de rosas te las lavaré y
luego te las cubriré de besos. No temas, la sombra de los tres perros te
protegerá. Levántate hijo, es hora ya de ir a descansar". Y así mi
tiempo estaba por llegar: había olvidado cerrar alguna puerta. El auto se
deslizaba veloz por la avenida diecisiete, huyendo de la ciudad, saltando ahora
sobre la carretera sin asfalto, deteniéndose en un paraje solitario allá en la
cima de las primeras colinas. Ningún cometa rojo daba vueltas en el cielo.
Mientras tus amigos, jubilosos, se pasaban la botella de ron, tú encendiste un
cigarrillo y poco a poco te alejaste en dirección al auto. En el aire giraban
los garrotes fálicos y mi cuerpo como un ovillo de rabia se enredó en el viento
y en el alambre de púas de los recuerdos. Tuve compasión de mí mismo y me
refugié detrás de la alambrada y en el último instante de lucidez, extraño
consuelo, inventé esta historia que ahora tú tratas de escribir.
Me duele reconocer la abominable falsedad de este
monólogo. Pero es más doloroso todavía tener que abandonarte. Y si me fuese
dado prolongar la permanencia del aire en mis pulmones lo haría sólo por ti:
viviría para la realización del sueño que he concebido en el último minuto de
mi vida. Sí, porque esta angustiosa escalada fue sólo producto del
delirio y lo único real es mi muerte a manos de tus perros de presa. Y la
realidad anterior se reducía a un extraño día de veinte horas en el que hubimos
de cumplir un itinerario fijado mucho antes de nuestro nacimiento, dibujado en
perfiles de rocas que hoy son estatuas o polvo, grabado finalmente en las
líneas de tu mano izquierda de tal forma que en el tiempo se confundiese con
las aguas del asqueroso río anunciado por tu madre (cruzaste el río con las
manos atadas a la espalda). Y hube de deformar esa realidad hasta el extremo de
suponer que en una página que desechaste habías escrito: "Y de la tristeza
de no poderme contemplar en el doble espejo de tus ojos verde-agua nació esta
historia absurda, falsa, sin sentido". Y fui más lejos cuando pensé que
habías desechado la idea al recordar que el color de tus ojos estaba muy
alejado de aquella definición. Y si ahondamos aún más en el sentido de la
deformación llegaríamos al otro extremo: el de negar mi muerte -incluso mi
existencia- y suponer que un sábado en la tarde mientras contemplaba distraído
las uñas de mi mano izquierda pasaste frente a mí como una sombra luminosa, y
fue apenas una sola mirada, un ruido oscuro agitándose delante de mis ojos. Y
admitir que aquel gesto desolado marcaba el inicio y el final de la tragedia no
es más que regresarme al aire fresco del balcón y desde allí, pájaro al borde
del abismo, contemplar los autos que abajo, treinta metros, se deslizan
furiosos sobre las calles de la ciudad en la que nunca, ni en sueños (quién
sabe), nos encontraremos.
Es cierto que ningún cometa rojo aletea en lo alto de la
colina, cielo malva, sin nubes. Sin embargo, sería inútil negar la existencia
del café La Escalera: lugar de cita de los desesperados. Y así, ayer tarde, al
encontrarnos por primera vez, entre el murmullo de voces y el latir apresurado
de mi corazón, sentí cómo un viento extraño me impulsaba hacia ti. Sin que te
lo hubieras propuesto estabas destinado a obstruir el asqueroso portillo de mi
soledad. El zodiaco y las flores de mayo actuaron como un puente. Embrutecido
de alcohol caíste en el piso, largo y hermoso como una palmera, y te gocé en
cada agujero, y hurgué dentro de ti como perro hambriento en montón de basura.
Y me empeñé en alcanzar el límite presintiendo que era mi última jornada. Y no
supe la hora en que te fuiste, avergonzado de tu cuerpo, arrebatado de asco y
de rencor. Y no escuché el golpe de la puerta ni la amenaza brotando de tus
labios como una maldición: "Volveré con mis perros, viejo maricón".
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