martes, 10 de julio de 2012

Selección de poemas de Guillermo Sucre
















Toda la poesía de Guillermo Sucre debería leerse buscando acompasarse a su navegación entre la tensión y el acorde de la palabra con el mundo.

María Fernanda Palacios


De Mientras suceden los días (1961)
I

Atado como siempre a tu simetría de oscuro río
que fluye entre mis manos. 
Ya no hay girasoles en tu pecho,
sino lágrimas y otras caídas hojas
del árbol de la noche. Y más espesa,
más silenciosa, aferrada a eso pequeños
amuletos que ha destruido el tiempo,

y a las palabras: ¡oh redes vacías!


Una ráfaga de tu olor me precipita, sin embargo;
después un viento grave me atempera.
Herido más tarde como un tigre
Por el celo de la tierra,
me sacudo las mojadas hojas que me dejas.
Tu cabellera y grandes arañas en mis ojos
pervierten luego mi reposo. Y nuevamente

soy el movimiento de los días,
el movimiento de las hojas del otoño
recién extinguido.



V
Cuántos ríos, mares, que el horizonte exila
y que yo reúno en tu corazón;
cuántas auroras, extensiones naturales
del augurio, limbos ensangrentados.
Y las cosas que apaga mi tristeza
cómo  fluyen en ti a imagen del fuego.
He aquí las ciudades que atravieso,
poseído de los climas con que te rodeo;
y mi rostro fundido bajo los soles,
mi espíritu arrastrado por las calles

al abrigo de respuestas y revelaciones,
mis pasos al azar del gris o del púrpura,
mi lenguaje sustituido por las lluvias,

el caracol de los días despiadadamente callado
junto a ti que inicias las distancias,
los atributos y las posesiones del amor.

 
VI

El alba, como un hormiguero gris,
devora  nuestros cuerpos, nos distancia.

Nos sobresalta el soplo que atraviesa
las calles, los jardines,
nos enfrenta a los vagos, opacos
vestigios del sueño.

Aún hay noche donde tus ojos
hacen fuego y aún eres vertiginosa
del instinto, anémona deshecha
en un océano triste.

El día irrumpe luego en ti, coronación de reflejos,
y se aviva en tu carne el olor de la tierra
como un nuevo espíritu.
Amanecido en medio de la nada de la sombra,
aún debo jadear entre aguas invisibles,
cenizas implacables,
para conquistar la dura aparición
de tu fulgor.



De los viajes y el Regreso

I

 
Me esperaban los crepúsculos sobre el mar.
El mar que glorifica los desastres y sella los enigmas
El mar erguido en sus violencias, sus instintos,
inacabado e inabordable en su eternidad.

Debí atravesar sus resonantes dominios, poseído
de silencios y de blasfemias.
Las aves que asumían la distancia me abandonaban
a los destellos de los atardeceres.
Los delfines se cruzaban, sagrados, nupciales,
como espadas: en ellos reconocí
la furia o el amor.

Y el olor de brea de los buques era ya la ausencia:
puertos y ciudades - ¡oh memoriosas
imprecaciones de la piedra!-
que se acumularon en mi corazón.

Ciudades impenetrables o sensibles a la noche que
se ilumina como un hangar.

Entre las duras aguas un orden sistemático moría,
Una raza de lamentos,

Un orgullo de ídolo en el ocaso sobre la faz del
Mundo.
Se esfumaba una red de palabras como una
dinastía de sal.
Había tanta fosforescencia, tantos soles caídos en
las  espesas olas,
y luego ese martirio de la luz devorándose a sí
misma,
aquella cadena de sonidos prolongando la muerte.


Oh vigor inmóvil saciado en sus cenizas, límite
más allá de los límites,
materia jadeando de materia,
¿quién me arrojaba en tus parpadeantes sueños,
irisados de lámparas, de vigilias:
el rayo de la muerte rápido como un deseo o las
embriagadoras crisálidas de la vida?

…Más era el tiempo de partir.

El tiempo de arder, oh memoria, en la arboladura
de los navíos,
bajo la constelada dehiscencia de los cielos.

Se abrían los caminos del estupor, los grandes
nacimientos.

Y más lejanos que los sueños, sucumbían los recuerdos,
Mi adolescencia condenada a las espejeantes

Comarcas del estío,

El brillo o el secreto de aquellos seres en una
soledad de abismos y cometas.

Así, en la inminencia de la hora, como en la turbulenta
caída de las sombras,
fui penetrando aquella vastedad…
Me pertenecían aquellas costas desérticas.

Me dilataban aquellas olas salvajes y solemnes.
Y era acaso el destino, semejante a un fuego que
            devora sus cenizas.
O la noche que irrumpía entre tantos reflejos.
O el alma ya deshecha entre los errantes reflejos.

Y heredero del futuro, hombre transitorio y volcánico,
            dominado por los ademanes del mar,
imaginé entonces la tierra que habría de conocer,
y, evadido de la muerte o de mi propio lamento,
            construí la ciudad del exilio:

su multitud de seres que se levantan y se destrozan
en medio de la fugacidad de los días.


Donde el Viento no ha podido vencer

II
Somos, cada uno, toda la historia.
No el espíritu, el éxtasis
que lo embalsama y lo suspende
en sus radiantes jerarquías;
no la gracia de una edad con la púrpura
de su origen, flor ilusoria
como la eternidad;
no la sangre que, sin vivir, extinguida
violencia,
                        cada día se preserva
del fuego o del desastre,
sino esta cólera cambiante, esta ola
oscura y ardiente de la vida,
más la sal que la devora o la redime,
más las ruinas también,
                                               esas congojas
que se acumulan en el fondo del tiempo.

 

VIII
Mas en mi corazón como una brasa del estío
de la tierra, en lo más arduo, irreparable
de mi corazón,
                                   en su dura hoguera:
allí te precipitas y ardes y te avivas,
oh incesante, heredera de tantos fuegos
extinguidos y perdidos.

No dejan cenizas tus llamas, no hacen sombra.

Son puro destello como el presente.
No crepitan de nostalgias en el exterminio
del tiempo,
                        no son requiebros del ayer:
fulgen, crecen, como el Río que lame,
inexorable, nupcial, mi ciudad.

Oh reinante de grandes ojos como los astros
del sur,
            aquí todos te evocan más libre
que los sueños, todo te origina, te recrea
en el grave ardimiento de los seres.

Y, desafiante, inminente como una ola
o como un relámpago,
                                               penetras
en el clima de mi corazón y allí de nuevo
eriges la antigua, desterrada columna
de fuego del amor.


De Serpiente Breve (1977)

SERPIENTE BREVE
                        en ro(s)cas de cristal serpiente breve
                                                                                  g.


NOCHES BLANCAS

soñamos con las noches de San Petersburgo
y nos despertamos en Pittsburgo


EL OTRO AMANECER
el día dice que sí
porque la noche es
    perdurable



IL PENSIEROSO
si de verdad existimos
por qué nos creemos ilusorios



RECUENTO
tu rabia minuciosa no es
como tu espléndida tristeza


LA LATA
yo  estoy fuera de la literatura
yo no escribo sino con sangre
yo sólo escribo por raptos (de sabinas)
yo desprecio el oficio cuando oficio
yo no hablo de la eternidad (ella habla por mí)
soy el soplo de las edades
            las edades del soplo
            el soplo sin edad
etc etc tec


De La Vastedad (1990)

ESCRIBO CON PALABRAS QUE TIENEN SOMBRA PERO NO DAN
sombra
apenas empiezo esta página la va quemando el insomnio
no las palabras sino lo que consuman es lo que va
            ocupando la realidad-
            el lugar sin lugar
la agonía el juego la ilusión de estar en el mundo
la ilusión no es lo que hace la realidad sino la ráfaga
            escindida-
simulacros donde ocurren las ceremonias
            intercambios del fulgor del vacío del deseo
ya no hay sitio para la escritura porque ella es el
            sitio mismo- de lo que se borra
no descubrimos el mundo lo describimos en su terca
            elusión
ya no volveré al mar pero el mar vive en esa ausencia
            que el mar cuando la palabra lo dice
            y se derrama sobre la página como una mano
ya no estaré en el bosque sino en la hoja que escribo
            y entreveo su ramaje pasa el viento
ya no habrá más verano sino ese sol que devora a la
            memoria
            y viene la gran noche de la arena que cubre los
            ojos y sólo podemos leer lo que no estaba
            escrito.


HAY LA CABEZA QUE NACE EN EL ESPEJO PULIDA POR
el pensamiento
aparece como la música que regresa después de
            un largo olvido
la luz que la dibuja desvela la noche de donde
            emerge
remota como el pájaro que late en nuestras
            manos
la piel quemada por las cicatrices de la
            intemperie
es la cabeza amada que yace en los acantilados
            al fondo de los años
la sal se destroza y se dispersa en su pelo
la playa que antes de abandonar el sol ilumina
            se despeja en su frente
sus ojos fijan la fría fulguración de quien
            despierta en medio del sueño
            y ya no reconoce el mundo.

Transparencias
            No bañado sino penetrado de luz. No lo que nos refleja,
Sino lo que vemos. El cristal, no el espejo: una imagen vista
sin través: nítida, pura, absoluta en sí misma, sin destello.
Una imagen que es imagen. Un rostro que es un rostro
-sobre todo por sus ojos, por su mirada.
            El tiempo es una ráfaga. Es también una hoja suspendida
entre el verano y el otoño, que nunca veremos caer. La
respiración en vilo no admite arrebato ni memoria. Somos
lo que es el animal sobre la tierra: la costumbre de ir devorándose
en su propia piel. La luz nos frota como la arena en
una playa donde nos vamos quedando solos. Con el mar y
la noche. El viento. La sal que secretamente se extiende.


Inreflexiones

In-

flexiones de la palabra: hacen de uno muchos objetos
sin tocarlos sin gastarlos: no los palpan


re-
flexiones del cuerpo: escritura del universo
un objeto que no sea sensación
una memoria que no sea recuerdo
vaciar el sentido
lenguaje: reloj de arena
lo demás es lo viciado: lo pleno
de sentido de poder
palabras que no nuestras que no poseemos
de repente al apenas decirlas ya nos poseen

el mundo es una dicción que no nos es dado
pausar pautar sino con el cuerpo


Las palabras tienen que seguir siendo lo que son
lo que siempre han dejado de ser
no hay dos lenguajes: la misma palabra que habla
es la misma que calla
pero hay dos silencios: la misma palabra que calla
no es la misma que habla
cada palabra desplaza a otra que nunca logramos
decir.

Guillermo Sucre. Tumeremo, Bolívar (1993).

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